La España que no puede ser

 

 “Una injusticia será siempre una injusticia, aunque la consagren los sacerdotes, aunque la sancionen los reyes; porque la ley positiva no puede hacer nunca que sea moral lo inmoral”
Emilio Castelar

Político y escritor español
Discurso pronunciado el 20 de mayo de 1856

 

César Valdeolmillos Alonso | 20.05.2011

Cuando se desarrolla en el corazón de los hombres un nuevo sentimiento de ser y de pertenecer, estos crecen y se enriquecen como el cauce de un río al que afluyen las aguas de veneros y manantiales que siguen un mismo curso. Ese sentimiento suscita prácticas y costumbres comunes, un concepto de la creación, una forma de concebir la vida, una noción de la belleza por medio de las artes, un desarrollo de la cultura, de la historia, un sentido de la moral y la religión. Un pueblo es una forma de concebir la existencia. La experiencia de una forma de pensar y de ser, de ser lo que se es, por lo que es y para lo que se es y de la cual germina eso que respiramos y mamamos desde que nacemos y a lo que llamamos cultura.

Pero esta fuerza creadora puede desintegrarse a causa de la acción disgregadora de una parte de los elementos que la integran. El resultado puede ser monstruoso y lamentable como ya lo fue en nuestra última contienda fratricida.

Un pueblo no puede existir como tal si carece de un designio común. Es perverso ejercer el poder sin un sentido de la perspectiva y solo, impelido por el oportunismo de la coyuntura, aceptando los más fraudulentos extravíos, como la pérdida de aquello que le es fundamental: su propia identidad y razón de ser.

Nosotros, los españoles, mal que les pese a algunos este nombre, llevamos años empeñados en el abatimiento paulatino y creciente de esa empresa común llamada España. Hay en nuestro país fuerzas de signo contrario —izquierdas radicales y nacionalistas— aliadas en el proyecto de acabar con eso que solemos llamar España y cuyos escombros nos muestran las cenizas de aquel hermoso proyecto que fueron los Pactos de la Moncloa, fruto de los cuales vio la luz la Constitución del 78.

Las aparentemente inexplicables interpretaciones que desde entonces han hecho de la Suprema Norma ese grupo de hombres que conforman el Tribunal Constitucional, propuestos por el poder político para marcar con su decisión el rumbo de España y de los españoles, varias de las cuales han sido objeto de una gran alarma y escándalo social, solo son comprensibles si se analizan a la luz de los intereses políticos de la mayoría gobernante o los de sus aliados parlamentarios del momento. Y esto, para la mayoría de los legos en materia jurídica —que somos quienes indirectamente les aupamos al poder con nuestros votos— es una verdad incuestionable que no tiene vuelta de hoja. Según han demostrado los resultados de los sondeos realizados tras la sentencia que ha permitido a Bildu su participación en la campaña electoral, la mayoría del pueblo español ni puede ni quiere entender que las víctimas sean ignoradas y humilladas y que quienes participan de la filosofía de los asesinos, gobiernen nuestras instituciones.

Es posible que la resolución del Tribunal Constitucional, deontológicamente sea impecable —que no parece que lo sea según los argumentos expresados en los cinco votos particulares en contra— pero si efectivamente la Ley dejaba un resquicio por donde los terroristas se pudieran colar en las instituciones y el Gobierno sinceramente quería evitarlo, ¿Por qué no modificó la Ley a su debido tiempo?

Para la mayoría del indocto pueblo español constituye una aberración y para las víctimas del terrorismo una incalificable afrenta, que los emisarios, correos o correligionarios blanqueados de una banda asesina puedan  recibir muy importantes inyecciones económicas por el hecho de incorporarse a las instituciones públicas —dinero que les servirán para subsistir y hacerse más fuertes— y tener acceso todos nuestros datos confidenciales, con el gravísimo riesgo que ello conlleva para quien no participamos de la filosofía terrorista.

La sed de sangre de la bestia que es el terrorismo, no se sacia nunca. Hoy las víctimas a las que les tiene echado el ojo, son el País Vasco y Navarra. Si un mal día, consigue atrapar entre sus garras esos dos queridos territorios españoles ¿Cuál será su próxima presa?

Pero es que para mayor desasosiego y escándalo social, esta visión del rústico ciudadano de a pie, está avalada nada menos que por una sentencia previa del Tribunal Supremo, dictada sobre la base de las pruebas presentadas por la Abogacía y las Fuerzas de Seguridad del Estado, y los informes de la Fiscalía.

Claro que si yo fuera mal pensado —que no lo soy— creería que todo ha sido una farsa de esa antigua compañía de fingidores ambulantes que es la política, en la que el autor de la obra sería Zapatero, los actores, los seis magistrados del Tribunal Constitucional que han emitido su voto favorable, el director de escena, Alfredo Pérez Rubalcaba y nosotros, el pueblo español, los espectadores. Una gran tramoya en la que la simulación, el fingimiento, el engaño, la mentira, la ocultación y la falsedad, alimentarían el núcleo central de la putrefacta ficción, escrita con la sangre de las víctimas.

Las trasnochadas y radicales izquierdas españolas ancladas aún en el siglo XIX y los destructivos nacionalismos separatistas, con la asistencia por omisión de una derecha acomplejada, llevan muchos años empeñados en torpedear lo que España aspira a ser para ella misma.

Sentencias como la que hoy comentamos, que van desgarrando nuestra ya maltrecha Constitución, son una forma imperceptible de lograrlo. No sé si jurídicamente son correctas, pero sí sé que son políticamente injustas e inmorales, porque no todo lo que es legal, es justo y como decía el diplomático y escritor italiano Baltasar de Castiglione, “Perdonando demasiado a quienes cometen faltas se hace una injusticia a quienes no las cometen”.

Está claro que quienes nos dirigen, el concepto de “español” no lo han entendido en toda su dignidad.

Para eso tendrían que amar a su país. La nación —que es un concepto solo discutido por aquellos que conspiran contra la tierra que les vio nacer y desde luego no discutible— es la tierra que nos acoge. Esa tierra que es nuestra madre, a la que debemos cuidar y amar para que nos cobije, nos nutra y nutrirla cuando nuestra razón de ser, deje de ser.

En una sociedad en la que la garantía de los derechos no está asegurada, ni la separación de poderes definida, la Constitución es un mero formulismo que todo el mundo puede pisotear.

De ahí que resulte imperioso un nuevo pacto constitucional que nos ofrezca un nuevo horizonte más estable y seguro.

El anhelo de un cambio es lo que incita a un pueblo a marchar a su encuentro. Porque como dice Antonio Gala: “En democracia el pueblo, además de votar, no ha de perder los estribos ni las riendas. O acabará saliendo por las orejeras de la cabalgadura. El ciudadano consumista o usuario en España, poco hecho a la civilidad, se limita a resignarse y a esperar tiempos mejores. No utiliza ni las defensas que se ponen a su alcance. Es lamentable que, deshabituado a rebelarse, se someta tanto. Ante los desastres de la Administración, debe recordar que él es el amo y el cliente. Y el cliente siempre tiene razón. Que la use”.

César Valdeolmillos Alonso