27.05.11

Polémica y virtudes de un obispo santo

A las 1:06 AM, por Alberto Royo
Categorías : América

JUAN DE PALAFOX: PASADA LA POLÉMICA DE SIGLOS, HOY ADMIRAMOS SUS VIRTUDES

Personaje interesantísimo de la Iglesia española y americana del siglo XVII, la polémica acompañó al Beato Juan de Palafox (que ya casi podemos llamarle así a los pocos días de su beatificación) durante su vida y también después de su muerte: A causa de su enfrentamiento con algunos religiosos de la Compañía de Jesús durante el periodo en que fue obispo de Puebla de los Ángeles y posteriormente Arzobispo de México, sabido es tuvo que dejar aquellas tierras y volver a España en 1653, donde pastoreó la diócesis de Osma hasta su muerte algunos años después.

Recordemos que dichas disputas tuvieron su origen en su defensa de la Jurisdicción episcopal, lo cual sólo puede entenderse teniendo presente la responsabilidad del Obispo como ejecutor de las disposiciones del Concilio Tridentino. La negación de las órdenes religiosas a pagar los diezmos necesarios para la sustentación del clero diocesano y de solicitar las licencias episcopales necesarias para predicar y confesar le trajeron a Juan de Palafox grandes quebraderos de cabeza. El gesto de la designación de unos obispos usurpadores, los Conservadores (mayo de 1647), que llegaron a declarar Sede Vacante con el Obispo presente en el territorio, al que excomulgaron (lo que provocó que éste tuviese que esconderse por más de cuatro meses en San José de Chiapas), revestía una gravedad tal, que, según diagnosticaba Palafox, amenazaba la estructura misma de la Iglesia. Sobre el tema escribió Palafox mucho y muy claro, obligado a contrarrestar la propaganda de sus adversarios. Sin embargo, en la historiografía eclesiástica, su versión ha tenido menos eco que la contraria.

Debido a su papel en el contencioso mencionado, encontró la hostilidad de los jesuitas, lo que motivó su gran animadversión hacia ellos. En dos ocasiones (1647 y 1649) manifestó mediante quejas formales ante el papado de Roma sus desavenencias. Inocencio X, sin embargo, rechazó estimar sus censuras, y todo lo que pudo obtener fue un informe de 14 de mayo de 1648 que instaba a los jesuitas a respetar la jurisdicción episcopal. Como se ha dicho, en 1653 los jesuitas consiguieron su traslado a España.

Lo que algunos no saben sin embargo es que dicha disputa lo acompañó después de su muerte complicando y retrasando el proceso de canonización, que justamente se intentó comenzar por la fama de santidad que le había acompañado en vida y continuaba tras su muerte. De estas dificultades nos habla el P. Ildefonso Moriones, Postulador de su causa:

…el P. Tirso González, General de la Compañía de Jesús, temiendo que la canonización de Palafox hiciera de caja de resonancia a la denuncia que el Obispo de Puebla había hecho al Papa sobre la conducta menos correcta de algunos jesuitas, creyó oportuno, para salvaguardar el honor de la Compañía, impedir la introducción de la Causa. Y lo consiguió en 1699, presentando como obstáculo principal la carta escrita por Palafox a Inocencio X el 8 de enero de 1649.

Eso explica por qué el Proceso estuvo en suspenso hasta 1726, en que el Papa Benedicto XIII, asesorado por el Promotor de la Fe Próspero Lambertini, firmó la Introducción de la Causa y se pusieron en marcha los Procesos Apostólicos.

En 1758 hubo otro intento, por parte de la Compañía, de bloquear el Proceso, alegando la carta de Palafox a Inocencio X como obstáculo para la aprobación de sus escritos. Pero intervino personalmente en su defensa Benedicto XIV que como Promotor de la Fe había asesorado al Papa 30 años antes y con la aprobación de los escritos, incluida la famosa carta, se entró en la fase conclusiva del Proceso, o sea, la discusión sobre las Virtudes, en las Congregaciones acostumbradas: Antepreparatoria (1771), Preparatoria (1775) y General (1777).

Pero, como en esta última, celebrada el 28 de enero de 1777, nuestro Venerable tuvo 26 votos favorables y 15 contrarios, el Papa difirió la promulgación del Decreto sobre las Virtudes heroicas que solía tener lugar algún tiempo después de dicha Congregación.

Todas estas complicaciones convirtieron el Proceso de Canonización de Juan de Palafox en largo y complicado y, sin embargo, los testimonios acerca de su santidad son de gran contundencia. Hoy, pasados los siglos y olvidadas las disputas, leemos dichos testimonios y no podemos dejar de admirarnos de las virtudes de este gran hombre. Para que se pueda comprobar que estas afirmaciones no se alejan de la realidad, quiero reproducir algunos fragmentos de la declaración jurada realizada por el que fue durante muchos años su mayordomo, Francisco Lorente (1604-1680), que quiso dejar por escrito sus recuerdos por si algún día se conseguía abrir la Causa de Santidad de su venerado patrón y amigo. Dichos recuerdos no tienen pérdida:

Por ejercitarse en la humildad, barría el obispo mi señor el oratorio y librería. El vestido exterior de su Ilustrísima era ordinariamente de raja, manteo y sotana, sin quitárselo para dormir. El interior eran las túnicas o camisas de estameña delgada y el armador o jubón de otra estameña gruesa, y los calzones, cuando no eran paños menores de cotenza. Para salir de casa usaba su Ilustrísima de medias de paño negro, poco más de a media pierna, porque no se le viese con chinelas, y, vuelto a casa, se lo quitaba todo y andaba siempre descalzo en todos tiempos.

Todo el año ayunaba el obispo mi señor, excepto los domingos; y la comida casi siempre era de legumbres, porque de ordinario dejaba el pescado y los huevos. Muchas noches no tomaba colación; y, cuando la hacía, era muy poca; y, por mortificación, se privó de las aceitunas, de que fue muy aficionado.

Los días de cuaresma y de precepto y todos los viernes y sábados del año, con las vísperas de las festividades de Nuestra Señora, ayunaba a pan y agua y, muchas noches, no tomaba colación.

Como era tan frecuente este alimento; el médico, temiendo que le podría hacer daño criando lombrices, le daba para la colación un poco de aceite y vinagre en que mojaba el pan. Y haciéndole este género de gazpacho, solía decir su Ilustrísima: “Parece que me has de hacer lámpara". Comía y tomaba la colación en un bufetillo con dos servilletas. Y, antes de la colación, ocupaba su Ilustrísima algunas horas en el estudio; y, mientras la tomaba, como por la mañana cuando se lavaba para decir misa, le leía en la Biblia Sacra hasta un cuarto de hora, poco más o menos; y mandaba rayar algunos lugares, que después se los escribía para tomarlos de memoria. Y como fue este ejercicio tan continuo, me persuado que toda la tuvo en su memoria.

Después de las colaciones, se retiraba su Ilustrísima para rezar el Oficio Divino y los ejercicios de la oración, mortificación y las demás virtudes, según el orden que tenía señalado en una tablilla del oratorio, por días y semanas.

Los cilicios de que usaba su Ilustrísima eran muchos, y teníalos cerrados con llave en la alacena del antepecho que había en el oratorio, donde tal vez los vi, olvidándose de la llave; entre ellos un corazón de hierro o acero, que pesaría como media arroba, con su cadenilla delgada para el cuello. Los ordinarios eran de cerdas y la cruz de yerro con puntas que traía al pecho debajo del escapulario de cerdas que también cogía las espaldas.

Dormía su Ilustrísima con estos cilicios y vestido siempre, como he dicho, y debía de ser muy poco, y esto en un rincón del oratorio, donde tenía fija la aldabilla en que afijaba el yerro largo del collar que se ponía para que le despejase. Y así pasaba casi todas las noches, con ejercicios de mortificación y penitencia y escribiendo tratados espirituales, que algunos se imprimieron con nombre de fray Juan de Jesús María.

Mudaba la ropa y los cilicios su Ilustrísima, de quince en quince días y, tal vez, pasaban más. Para esto, y para cuando tenía algún accidente de enfermedad, había cama con colchón y sábanas de estameña delgada con su frazada y sobrecama y cortinas de estameña frailega. En esta cama se recogía para mudarse y (como era menester espulgar la ropa ordinaria, que, por no hacerse muchas veces, me parece que fue la cosa de la mayor mortificación que padeció su Ilustrísima), hallándose aliviado, solía dormir algo más que quisiera y, en despertando, me decía: ¿Por qué no me despertaste? Satisfacíale con que me había dormido también.

Todos los días decía misa su Ilustrísima con grandísima devoción y lágrimas; y, en las ordinarias, se detenía poco más de media hora, siendo necesario siempre ponerle lienzo en el cíngulo para enjugar los ojos. Pero los días de las Pascuas y festividades grandes y las vacaciones, cuando se retiraba en casa o en alguna capilla de religiosos, tardaba en la misa más de tres horas, y, con tan grande don de lágrimas, que era menester mudarle los lienzos tres o cuatro veces, cuando dejaba caer los mojados y, no pocas, se quitó la casulla harto mojada por el pecho.

Siendo obispo, siempre se confesaba su Ilustrísima para decir misa, para administrar los santos sacramentos, y para comulgar, cuando no podía decir misa por enfermo. Los días de fiesta, por la tarde, cuando no tenía puntual ocupación, se iba su Ilustrísima al convento de San Gil, de los religiosos Descalzos de San Francisco, trataba con sus confesores, que lo fue fray Diego de San José, varón de grande virtud y santidad y murió con mucha opinión de santo. Después se recogía su Ilustrísima en la tribunilla de la iglesia y estaba orando, hincado de rodillas, más de tres horas, y solía salir a más de las ocho de la noche. Las semanas santas de las cuaresmas se retiraba su Ilustrísima en este santo convento de san Gil, o en el convento de San Bernardino de la misma Religión algunos años; y en entrambos seguía la comunidad y sus santos ejercicios como si fuera profeso.

Cuando comencé a servir a su Ilustrísima y veía los rigores y aspereza de la vida que pasaba, confieso que nunca me pareció que pudiese vivir mucho tiempo, ni que yo podría tolerar el trabajo de asistirle; mas por lo que le tocaba a su Ilustrísima, cada día, con el trato y comunicación, es cierto que estaba más alegre y hermoso.

Los domingos visitaba su Ilustrísima los enfermos de los hospitales, a quienes consolaba mucho, regalándolos con algunos dulces y so¬corriéndolos con la limosna que podía, y cuando daban lugar los empeños con que volvió de la Jornada de Alemania. Y, cuando no había dinero, se daba a los pobres que iban a pedir en casa de las alhajas que habían quedado, cuando se fue a Valencia el marqués mi señor, su hermano. Tal vez faltaba con qué socorrer los pobres, y, siendo cierto que lo que más estimaba su Ilustrísima eran los libros, porque se estaba comenzando a hacer la librería, me decía que no saliesen los pobres desconsolados, aunque fuera menester darles de los libros.

El deseo de hacer limosnas fue siempre creciendo en su Ilustrísima y así, nunca se vio desempeñado, antes cada día se empeñaba más, principalmente desde que aceptó este obispado. Y aquí se puede ponderar que, siendo su Ilustrísima Obispo de la Puebla y Visitador general de este Reino, decía misas por la pitanza ordinaria para dar aquello más a los pobres.