28.05.11

 

Lágrimas vienen a mis ojos cuando recuerdo a Denobula, hija de Ronara, en todo su esplendor. Montañas imponentes hacían de castillos que la protegían de sus enemigos. Sus ríos, bosques y playas enamoraban al extranjero que se aventuraba a visitarla. Durante siglos había sido habitada por un pueblo fiel al Emperador. Pueblo curtido en mil batallas, en diez mil conquistas, en cien mil epopeyas. Sus soldados y sus clérigos fecundaron otras tierras con la garra y el espíritu de sus ancestros.

Hoy Denobula está postrada, derrotada, vencida. No ha caído ante el enemigo que vino de fuera para conquistarla. No ha sido sometida a la espada del guerrero foráneo. No, ella ha caído por la cobardía de sus príncipes, por la tibieza de su pueblo.
Todo empezó cuando abandonó su fidelidad al Emperador. Ronara vio con impotencia como la más bella y valiente de las hijas del Imperio era entregada en manos de los Siervos del Poder Oscuro. Robaban su alma y asesinaban su espíritu.

El Emperador hizo llamar a los príncipes de Denobula. Quería saber si podía ser rescatada, si había aún esperanza para ella. No se resistía a perderla. Les preguntó:

- “¿Dónde están vuestros sabios y maestros? ¿Cómo habéis permitido que vuestros hijos olviden vuestra historia? ¿Qué hacíais vosotros mientras el pueblo bebía el veneno del error?

Uno de los príncipes tuvo una idea:

- “Señor, venga a Denobula. Su visita puede devolver a nuestro pueblo a la buena senda. Sus palabras traerán la verdad que muchos han olvidado. Su sabiduría iluminará a nuestros jóvenes”.

El Emperador aceptó la invitación, pero advirtió a los príncipes:

- “Sois vosotros quienes gobernáis vuestro pueblo. Son vuestras palabras las que deben anunciar la verdad. Es vuestra sabiduría la que debe impedir que vuestros hijos se pierdan para siempre. Yo sólo puedo ir a confirmar la buena obra que antes hayáis puesto en marcha”.

Los príncipes regresaron a Denobula con la promesa de la visita imperial. Estaban dispuestos a que la misma fuera todo un éxito.

- “¡Haremos una gran fiesta!”, dijo uno.

- “¡Seremos la envidia del resto del Imperio!”, exclamó otro.

Sabían que necesitaban una gran cantidad de oro y plata para agasajar al Emperador, pero merecía la pena.

La noticia corrió por todo el país, aunque sólo unos pocos sintieron la emoción de poder contemplar al Emperador con sus ojos. Siglos atrás una visita imperial habría movilizado al pueblo entero. Hoy solo provocaba indiferencia, cuando no desprecio.

Aun así, los Siervos del Poder Oscuro se inquietaron. Sabían que no podían oponerse a la llegada del Emperador, pero temían su sabiduría. Les preocupaba que mostrara al pueblo la verdad.

El cabecilla de los Siervos dijo a sus camaradas:

- “Conozco a los príncipes. Querrán hacer una gran fiesta. Querrán ser la envida del resto del Imperio. Y nosotros controlamos el tesoro del reino. Las llaves de los graneros estaban en nuestras manos. Los barcos de pesca navegaban bajo nuestra bandera. Sin nuestra colaboración, la visita podía acabar en fracaso. Cuando vengan a pedirnos ayuda…

Los príncipes vieron pronto que no contaban con fondos para afrontar los gastos. Uno de ellos sugirió que el Emperador venía simplemente a encontrarse con el pueblo y no necesitaba grandes fastos. Lo importante era su mensaje, no el boato de la corte. Mas sus palabras cayeron en saco roto.

Decidieron hablar con los Siervos del Poder Oscuro:

- “Necesitamos vuestro dinero. ¿Qué pedís a cambio?

- “Lo pensaremos. Volved mañana”.

Ya lo habían pensado. Ya lo habían decidido. Por ello, cuando los príncipes volvieron al día siguiente, recibieron esta propuesta:

- “Pondremos el dinero para que podáis hacer una gran fiesta al Emperador, para que seáis la envidia del Imperio, pero…

- “¿Pero qué?”, preguntaron los príncipes.

- “Pero debéis acallar a vuestros sabios y maestros. Debéis permitid que vuestros hijos olviden nuestra historia. Debéis mirar para otro lado cuando demos a beber al pueblo el veneno del error”.

- “¡No podemos hacer tal cosa! Sería traicionar a nuestro pueblo y al mismísimo Emperador”.

El líder de los Siervos del Poder Oscuro tomó la palabra:

- “¿Acaso la mayoría de vosotros no habéis hecho precisamente eso en estos últimos años? Aunque es cierto que en los meses pasados elevasteis el tono de vuestra voz y nos acusasteis de llevar a Denobula al desastre…

- “Por supuesto. Cada vez robáis más. Cada vez es más evidente que queréis adueñaros del alma de esta nación”, replicaron los príncipes.

Pero los Siervos del Poder Oscuro sentenciaron:

- “¿Queréis que la visita del Emperador sea un éxito? Volved a hablar en voz baja. Dejad de acusarnos ante el pueblo. No mostréis claramente la verdadera naturaleza de nuestros planes”.

Los príncipes pidieron tiempo para pensar. Se reunieron, hablaron, discutieron… y aceptaron el pacto. Los sabios y maestros callaron. Los hijos de Denobula siguieron ignorando su historia. El veneno…

Días antes de que el Emperador visitara Denobula, enfermó. Era anciano y su vida se acercaba al ocaso. No podía salir de Ronara. Entonces, decidió llamar a los príncipes. Una vez en su presencia, les habló:

- “Queridos hijos, me temo que no podré visitar vuestra bella nación. Pero no os preocupéis. Lo verdaderamente importante es si hicisteis caso a mi consejo: ¿Han hablado alto y claro vuestros sabios y maestros? ¿Habéis permitido que vuestros hijos vuelvan a conocer vuestra historia? ¿Habéis advertido al pueblo del daño que produce el veneno del error?

Nadie respondió. Pero el Emperador encontró la respuesta en sus miradas. Lágrimas llenaron sus ojos al recordar a Denobula, hija de Ronara, en todo su esplendor.

Sharona de Denobula

© Luis Fernando Pérez Bustamante

PD: De más está decir que cualquier parecido de ese relato con hechos reales pasados o presentes es mera coincidencia.