27.06.11

Una bella imagen de la Iglesia

A las 10:16 PM, por Guillermo Juan Morado
Categorías : General

 

No soy yo muy devoto de procesiones. Las respeto, las aprecio, pero… no es ese ir ordenadamente, de un lugar a otro, muchas personas con un fin religioso lo que de un modo más espontáneo me puede salir del alma. Ya sé que es cosa mía, pero la devoción tiene también un componente subjetivo, que depende de la propia experiencia, formación, ambiente cultural, etc.

Sin embargo, sí me gusta la procesión del Corpus Christi. Me gusta tanto que me esfuerzo en no dejar de participar ningún año. Caminar en pos de Cristo, presente de modo verdadero y sustancial en el Santísimo Sacramento, refleja muy bien en qué consiste la vocación cristiana. La fe, la pura fe es, creo, más que otra cosa, lo que convoca a quienes van en la procesión. Cristo presente y oculto, Cristo cercano y lejano, con toda la majestad de Dios y con la humilde apariencia de un trocito de pan.

En la ciudad donde vivo la procesión del Corpus es modesta y piadosa. En otros lugares es triunfal y solemnísima, como corresponde al paso del Rey con mayúsculas por las calles habitadas por los hombres. Nada puedo objetar a ese esplendor grandioso. Ciertamente, Cristo se lo merece todo y el tributo que le dediquemos no lo hace a Él más noble, pero sí nos ennoblece a nosotros.

Pero no es este el caso. En donde vivo, la procesión del Corpus es la de los cristianos de la Misa diaria. Y no creo exagerar nada. No éramos pocos, no, éramos bastantes, sin poder hablar de una muchedumbre inmensa. Pero he visto, y no solo este año, mucho recogimiento y mucho amor a Cristo. He visto a personas de todas las edades guardando silencio, respondiendo a las oraciones de alabanza y aclamando al Señor con cánticos.

Al término del recorrido, que apenas perturbó la vida de la ciudad, y que fue observado por quienes no participaban en él sin muestras externas de desprecio, pude vivir en la concatedral un momento de gran emoción: La custodia con el Santísimo fue colocada sobre el altar y el obispo, los sacerdotes y los demás fieles, laicos y religiosos, concentraron su mirada en la Sagrada Hostia. Él, Cristo, era el centro. Su Corazón sigue latiendo de modo vivo. Él sigue infundiendo en nuestro espíritu la fuerza y la alegría.

No valdría de nada una Iglesia situada permanentemente delante de un espejo. La Iglesia tiene su centro en Jesucristo, el Testigo Fiel. Mirándolo a Él todo parece cobrar sentido. Todo parece merecer la pena. Todo. Hasta el esfuerzo de intentar predicar su palabra en medio de un desierto que no se muestra disponible a escucharla o de apostar por un estilo de vida cada vez más “alternativo”.

De la adoración a la Eucaristía brota la caridad. Es Él la norma, el criterio, el fundamento y el motivo de la caridad; del amor verdadero a Dios y a los demás por amor a Dios. Hace tiempo que he caído en la cuenta de que los más fervientes adoradores de Cristo en la Eucaristía suelen ser, a la vez, los más dispuestos a colaborar en la Cáritas parroquial.

Puede resultar “fácil” atender un día las necesidades humanas. Pero la pobreza y la miseria no son bellas en sí mismas; no atraen, cansan mucho. Un servicio permanente a los más necesitados exige una fuerza constante, que solo proviene de Dios. Él es fiel y mantiene sus opciones. Él no se cansa y puede hacer que tampoco nosotros nos cansemos.

Guillermo Juan Morado.