26.07.11

No mezclar las cosas

A las 1:28 AM, por Guillermo Juan Morado
Categorías : General

 

La Iglesia no es el Estado ni el Estado es la Iglesia. En algunos países democráticos, como en Inglaterra o en Noruega, existe una “Iglesia estatal”, sin menoscabo, en principio, de la libertad religiosa. En otros, como en España, el Estado es oficialmente “aconfesional”, sin que eso signifique o debiera significar, de modo automático, que tenga que ser “laicista”, en el sentido de partidario de reducir la religión a la sola esfera de la conciencia privada.

Creo que tanto en un caso como en otro, pero de un modo más perceptible donde Iglesia y Estado están separados, las leyes de la Iglesia no son las leyes del Estado. Ni viceversa: tampoco las leyes del Estado son, “ipso facto”, las de la Iglesia. La Iglesia, como Iglesia, nada, o muy poco, tiene que legislar sobre el pago de tributos, sobre la ley electoral o sobre el apoyo de los ciudadanos a las Fuerzas Armadas. Podemos comprobarlo, por ejemplo, en los Estados Unidos, donde Iglesia y Estado están bien diferenciados, sin que se prohíba a la Iglesia la libertad para ejercer su misión

Si algo ha de decir la Iglesia en esos campos, o en otros, será en referencia a las obligaciones éticas fundamentales; a obligaciones y a deberes que brotan del respeto a lo que el ser humano es y a lo que un ser humano tiene derecho por ser, precisamente, humano. Lo contrario, la imposibilidad de ejercer una crítica, convertiría al Estado en totalitario; en un Estado que pretende absorber y dirigir toda la vida nacional. En un Estado así no cabría ni imaginarse, pongamos por caso, la posible parte de razón que, en principio, pudiera tener un movimiento como el “15-M”.

El Estado es soberano, pero no es Dios. Su potestad es suprema e independiente, en relación a otros Estados. Pero su potestad no pasa por encima de la potestad divina. Por decirlo en términos más seculares: El Estado no decide, en base solo al poder, lo que es bueno o lo que es malo, lo que es verdadero o lo que es falso. Sin una precedencia de lo que está antes y más allá de las leyes positivas sería imposible, jamás, cuestionar estas leyes y tratar de mejorarlas. Sin un fundamento para el consenso, jamás podría haber consenso.

¿En base a qué criticar una ley estatal que supeditase, para siempre, más allá de coyunturas ocasionales, sustancialmente injustas, el negro al blanco, el fuerte al débil? La misma existencia de la “Declaración Universal de los Derechos Humanos” supone, por así decirlo, un orden anterior y superior a lo vigente en cada momento, a lo interesadamente vigente. Esta apuesta crítica se vería, en gran medida, privada de fundamento si a la base de un orden moral objetivo no se reconociese la primacía de Dios. En efecto, sin Dios, todo, o casi todo, es posible. Y la historia así lo pone de manifiesto.

En lo que no se oponga a esta ley fundamental – a esta ley moral natural – el Estado es muy libre de determinar como considere más oportuno. Y lo mismo la Iglesia. La legislación de la Iglesia tiene también límites. No puede ir en contra de lo razonable, de lo obligatorio, de las exigencias morales básicas de una persona. La Iglesia no puede dispensar del “no matarás” ni tampoco del “no robarás”.

Pero hay esferas que, sin contradecir la ley moral natural, no están sometidas a la legislación del Estado, sino remitidas a la voluntad de Cristo o a la jurisdicción específica de la Iglesia. En muchos asuntos el Estado, simplemente, no tiene competencias. ¿Cuál es la materia de la Eucaristía? ¿Cómo se ha de celebrar la Penitencia? ¿Cuál es la forma del sacramento de la Confirmación? El Estado, si se mantiene en sus límites, nada puede decir al respecto.

Tampoco el Estado puede dictar la ley canónica. Podrá, eso sí, pedir que no contradiga la ley natural, que no se convierta en una amenaza, salvados los principios del derecho internacional, para la seguridad pública, pero muy poco más, si realmente el Estado respeta la libertad religiosa, si no se siente “divino”, como un césar romano enloquecido.

¿En la práctica, qué pasa? Pues que todo debe estar muy clarito: En la Constitución, en el Código Penal y, si los hay, en los Acuerdos Iglesia-Estado. Cuanta mayor claridad, mejor para ambas partes. La Iglesia no tiene por qué penalizar canónicamente con la excomunión a quien roba, pero quien roba no puede escaparse, con el pretexto de ser católico, a la justa represión del Estado.

Me parecería muy absurdo que un Estado soberano llamase al papa a juicio porque en el territorio donde están vigentes las leyes de ese Estado un católico cometiese un robo. Nada en la legislación de la Iglesia ampara el robo. Si alguien roba, católico o no, que pague por ello. Pero que el Estado no le pida a quien no es la policía que cumpla la labor de la policía. O todos los ciudadanos tienen la obligación de denunciar o ninguno la tiene. Y si todos tienen esa obligación, debe estar muy bien especificada en las leyes.

Con lo del “Códice Calixtino” y otros asuntos, en los que se mezclan elementos que no deben ser mezclados, uno ya no sabe a qué atenerse.

Guillermo Juan Morado.