Rectitud moral

 

2011-09-02 L’Osservatore Romano


Se necesita una fuerte rectitud moral para llevar a cabo la “civilización de la economía” que se contraponga a la igualmente fuerte “tendencia especulativa”. Y ello considerando también el hecho de que los derechos sociales son “parte integrante de la democracia sustancial” y, por lo tanto, el compromiso a respetarlos “no puede depender sólo del comportamiento de las bolsas y del mercado”. Así se expresó el cardenal Tarcisio Bertone, secretario de Estado, al intervenir el jueves 2 de septiembre por la mañana en el encuentro de estudios organizado por las Asociaciones cristianas de trabajadores italianos (ACLI) sobre el tema “El trabajo desbaratado”.
El trabajo —recordó al respecto el purpurado— siempre ha sido y sigue siendo un tema de primer plano de la doctrina social de la Iglesia, hasta el punto de estar considerado como uno de sus ámbitos constitutivos. Entre otros puntos, precisamente sobre este aspecto intervino, en la jornada inaugural, monseñor Giuseppe Merisi, presidente de Caritas italiana, quien trató el tema del humanismo integral del trabajo en el magisterio social de la Iglesia. Una “expresión que me parece correcta y significativa —observó el secretario de Estado recordando la intervención— pues es evidente que las dinámicas del mundo del trabajo se cuentan entre las que, en primer lugar y en mayor medida, reflejan la globalización y su repercusión en la vida concreta de la persona en todas sus dimensiones”. Efectivamente, el magisterio social de la Iglesia —evidenció— ha ofrecido su concepción del trabajo, que podemos decir humanista, o personalista y comunitaria verdaderamente a nivel planetario. En los cinco continentes la enseñanza de la Iglesia sobre el trabajo es legible sobre todo a través de los signos de solidaridad y de las iniciativas de promoción que aquella suscita continuamente.
La profunda transformación que afecta al mundo del trabajo en realidad no toca hoy sólo los aspectos objetivos —organización, ocupación o desocupación, retribución, flexibilidad, precariedad, y así sucesivamente—, sino que involucra de modo relevante sus contenidos éticos e ideales. Precisamente considerando esto el secretario de Estado habló del trabajo “no sólo como una relación de intercambio, sino sobre todo a la luz de la 'lógica del don' y de la gratuidad. En verdad, según Benedicto XVI, deben encontrar sitio, en la normal actividad económica, el principio de gratuidad y la lógica del don como expresiones de fraternidad”. Contemplar el trabajo desde esta perspectiva “significa ver en él mucho más que una ocupación o una carrera, sino también y ante todo una 'vocación', algo vinculado y no distinto del propio sentido —íntimo y último— de la vida humana”. La doctrina social de la Iglesia acoge esta dimensión teológica del trabajo allí donde indica su realidad colectiva y social, y allí donde afirma que el trabajo humano contribuye —de modo misterioso, pero real— a la nueva creación, a los cielos nuevos y a la nueva tierra.
El trabajo vivido como vocación “es medio ordinario de santificación —afirmó el purpurado— porque se vive como actuación laica y concreta de la voluntad de Dios. No sólo; se evidencia entonces una dimensión comunitaria de la santidad, vivida ya no sólo en los monasterios y en los conventos, sino también en la comunidad de las mujeres y hombres trabajadores”. Sin embargo, esta visión subjetiva del trabajo subraya y remite aún más a la necesidad de salvaguardar sus aspectos objetivos. “De hecho —precisó, citando la Rerum novarum—, en el contexto de la crisis, la incertidumbre del trabajo y de sus condiciones lleva a dificultades personales y sociales graves. Por ello la dignidad de la persona y las exigencias de la justicia requieren, con renovada urgencia, 'que se siga buscando como prioridad el objetivo del acceso al trabajo o de su mantenimiento, para todos'”.
¿Cómo poner por obra todo esto? “El Papa y la Iglesia —consideró el cardenal— no ofrecen soluciones técnicas, pero no por ello renuncian a indicar perspectivas”. La primera es el “principio de gratuidad”, situado en función dialéctica respecto a la lógica de mercado, con el fin del bien común. “Aquí —hizo notar— tocamos el núcleo inspirador de la Encíclica Laborem exercens de Juan Pablo II, que es una verdadera antropología teológica: en ella, en efecto, el trabajo se concibe siempre en referencia a la persona y a su dignidad”. Es de donde surge la necesidad “de una forma concreta y profunda de democracia económica”. Mientras que ayer se podía sostener que antes había que perseguir la justicia y que la gratuidad intervenía después, como un complemento, “hoy hay que decir que sin gratuidad no se consigue realizar tampoco la justicia. Sobre este fundamento se basa el empeño del magisterio y de toda la Iglesia por una 'civilización de la economía' en contraposición a la fuerte tendencia especulativa”. Una economía “civil —concluyó el secretario de Estado— no puede descuidar el valor social de la empresa y la correspondiente responsabilidad con las familias de los trabajadores, la sociedad y el medio ambiente”.
En este contexto, el purpurado aludió al “virtuoso mundo cooperativo” que merece ser apreciado y respaldado también por haber dado trabajo y solidaridad en este tiempo de crisis.

3 de septiembre de 2011