5.09.11

El sentido sobrenatural del dolor

A las 1:38 AM, por Eleuterio
Categorías : General, Muy personal
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Jesús

En esto consiste el tesoro del dolor santificado. Cada cruz sobrellevada con espíritu sobrenatural, un filón. […] Esta es la colosal potencia de la oración y del sufrimiento, la escalofriante realidad del Cuerpo Uno, que se nutre y se vitaliza entre sí”.
Beato Manuel Lozano Garrido, Lolo

Una bien conocida lectora, aunque no por eso menos crítica con el que esto escribe pero sensata y dada a decir la verdad de las cosas, pasa por una situación, digamos, peliaguda en cuanto a la salud. Todo lo que pasa lo encara con un humor a prueba de bombas físicas y, aún estando en la seguridad de que lo que tenga que pasar, pasará, lo bien cierto es que ha demostrado, no sólo ahora, que el dolor puede ser, bien entendido, expresión del amor.

Así, es comprensible que la convivencia con el dolor físico sea difícil, pues todos, como humanos, tenemos la natural tendencia a conservar la salud. Sin embargo, desde el punto de vista cristiano, aquí católico, tal realidad (la del dolor y el sufrimiento) se entiende de otra forma, digamos, más sobrehumana, más espiritual, más divina.

Echemos, ahora, una mirada atrás.

El 11 de febrero de 2008 se celebró la Jornada Mundial del Enfermo. Sin embargo, como no conviene limitar la celebración de determinadas jornadas al día que corresponde y olvidar, el resto del año, el contenido y la sustancia de las mismas, Benedicto XVI, dio al mundo el Mensaje que corresponde a aquella pero que, en realidad, sirve para siempre como, por ejemplo, para este caso y para todos los casos.

En tal Mensaje hizo especial hincapié en el 150 aniversario de las apariciones de la Virgen en Lourdes, que entonces se celebraba, en lo que han significado para la comprensión del dolor para el cristiano y lo que de esperanza en la sanación y la salvación eternas hay en ellas. Y dijo entonces, que era, aquella (y, por extensión, ésta) una “ocasión propicia para reflexionar en torno al sentido del dolor cristiano y sobre el deber cristiano de ocuparnos de él bajo cualquier situación que se presente”.

Por lo tanto, dos aspectos hay que tener en cuenta con relación al dolor y lo que ha de suponer para los discípulos de Cristo: en primer lugar, qué es el dolor para el cristiano y, en segundo lugar, la necesidad intrínseca que tenemos de no olvidarnos de él.

En cuanto a lo primero, es cierto que para la persona que se considera hermana de Cristo y, por lo tanto, hija de Dios, el dolor tiene algo que es más importante que el mero sufrir. Si miramos el ejemplo de Jesucristo y del sufrimiento (sobre todo en el episodio de La Pasión) que soportó por todos nosotros, no podemos, por menos, que pensar que algo tenía de significativo para su vida y que algo, por tanto, ha de tener de importante para nosotros.

No se trata de soportar de forma masoquista lo que nos pueda suceder en el aspecto físico sino, yendo más allá, tratar de entender por si podemos obtener algo de positivo (por muy difícil que pueda resultar tal cosa) para nuestra vida de seres humanos que pasamos, por eso, por este valle de lágrimas y, en todo caso, como diría santa Teresa de Jesús, por “una noche en una mala posada” como entendía, la Fundadora, la vida.

Sobre el sentido primero que ha de tener el dolor para el cristiano, el beato Juan Pablo II lo llamó “don del sufrimiento” durante el Ángelus del 29 de mayo de 1994, después de haber pasado algunas semanas en el hospital Gemelli de Roma y de haber vuelto a probar, digamos, el gusto amargo de la enfermedad pero teniendo lo pasado como algo de lo que se puede, de tener un corazón abierto a la vida eterna, también gozar si se ofrece el mismo a Dios.

Y como “don” es algo que se recibe de Dios y, por tanto, algo que debemos estimar como importante para nuestras vidas y que es la segunda aportación que Benedicto XVI hacía en aquel Mensaje de 2008.

Pero 10 años antes de lo citado supra, el 11 de febrero de 1984, el Papa polaco dio a la luz la Carta Apostólica Salvifici Doloris, dedicada, digamos, al sentido, que del sufrimiento humano, tiene el católico. En su primer punto ya decía, haciendo uso de las palabras del apóstol Pablo, eso de “Suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia” dando a entender el sentido de lo que tenía que venir luego en el texto de aquella.

Y aquí está, seguramente, una de las razones por las cuales los cristianos tenemos que entender que el sufrimiento no es un mero menoscabo de un vivir saludable sino, apuntando hacia metas más elevadas, una contribución a la inmensa labor de redención que supuso la sangre de Cristo.

Por lo tanto, bien sabemos que, en realidad, dolor y fe forman una sola cosa porque, al fin y al cabo, creer en Dios y en su Hijo Jesucristo es tener que cargar, necesariamente, con nuestra cruz para recorrer los caminos del mundo (“el que quiera seguirme que cargue con su cruz…”) De ahí que pueda decirse que sentir el sufrimiento a flor de piel y hacer de nuestra creencia el eje de nuestra vida ha de ser, para nosotros, un cierto timbre de honor; una realidad que, además, ha de ser amada por los que nos consideramos hijos de Dios.

Sufrir y amar no son, al contrario de lo que pueda pensarse, realidades imposibles de cohonestar. Al contrario, se complementan a la perfección porque, además sabemos y reconocemos en el amor (en querer, en entregarse, en darse) un sufrimiento con altas posibilidades de aumentar la escala del dolor. Por lo tanto, no hay que desdeñar el hecho mismo de saberse comprendidos entre las personas que, gozosas, caminamos con algún que otro estigma doloroso en nuestra vida.

Benedicto XVI, en el Mensaje citado arriba dijo algo que resulta de vital importancia para nosotros y que es, como siempre sucede con el Santo Padre, algo que no podemos olvidar: “Los 150 años de las apariciones de Lourdes nos invitan a dirigir nuestra mirada hacia la Virgen Santísima, cuya Inmaculada Concepción constituye el don sublime y gratuito de Dios a una mujer, a fin de que adhiriese totalmente a los designios divinos con una fe firme e inquebrantable, no obstante las pruebas y los sufrimientos que habría tenido que afrontar” porque es una forma perfectamente cristiana, aquí católica, de ver cierto tipo de cosas que nos suceden.

Pruebas y sufrimientos que, a cada uno, nos toca pasar. Y nos toca pasar, digamos, como ayuda a la comprensión del gran dolor del mundo, de la pasión (en minúscula porque es nuestra, la humana, la que sólo trata de imitar, al menos en pura intención, a la de Cristo) que ponemos en nuestros actos, libres de la presión del mundo relativista en el que nos encontramos y vivimos.

Y, ya para finalizar, si este texto no ha servido, a quien así lo entienda, de consuelo, al menos espero que pueda haber servido de abrazo, grande, desde el corazón de este que escribe.

María, en quien confiamos porque somos sabedores de tu bondad, conocedores que somos de tu corazón, cauce de Dios;
conoce Dios, que somos sabedores del poder de tu intervención, verdadera mano amiga que consuela en la tristeza,
acompaña en la soledad, abraza en la desolación.
María, Madre Dios y Madre nuestra,
ampáranos.
Amén.

Eleuterio Fernández Guzmán