11.09.11

Confesarse y confesar

A las 9:25 PM, por Guillermo Juan Morado
Categorías : General

 

Leía hoy, en el “Oficio de lectura", el comienzo del sermón de San Agustín sobre los pastores: “No acabáis de aprender ahora precisamente que toda nuestra esperanza radica en Cristo y que él es toda nuestra verdadera y saludable gloria, pues pertenecéis a la grey de aquel que dirige y apacienta a Israel".

Nuestra esperanza, nuestra gloria y nuestro Pastor es Cristo. Es muy importante no dudar al respecto. Sin Cristo todo quedaría privado de fundamento, de soporte, de razón de ser. Cristo, el Señor, es la revelación del Padre y es, a la vez, la Cabeza y el Esposo de la Iglesia.

El ministerio pastoral, sin Él, no sería nada. Ha sido Él quien nos ha hecho pastores a los sacerdotes - y , por excelencia, a los obispos - “según su dignación y no según nuestros méritos". Si el Señor ha querido que hubiese pastores ha sido únicamente con vistas al bien de su pueblo. Y jamás quien desempeña este ministerio debe olvidar dos cosas: que es cristiano y que, para ayudar a otros cristianos, es también pastor.

Un sacerdote - y un obispo - es, ante todo, un fiel cristiano. Como tal tiene una sola meta en su vida: llegar a Dios. Además, por el hecho de ser pastor, carga con un peso añadido; colaborar para que los demás lleguen también a Dios: “Son muchos los cristianos que no son obispos y llegan a Dios por un camino más fácil y moviéndose con tanta mayor agilidad, cuanto que llevan a la espalda un peso menor. Nosotros, en cambio, además de ser cristianos, por lo que habremos de rendir a Dios cuentas de nuestra vida, somos también obispos, por lo que habremos de dar cuenta a Dios del cumplimiento de nuestro ministerio".

Si San Agustín tiene razón, y yo creo que sí la tiene, los obispos habrán de dar cuentas a Dios doblemente. Y, junto a ellos, también los sacerdotes. Sería muy triste que, al final de la jornada, nuestras manos estuviesen completamente vacías. Mucho más que estuviesen manchadas. Pero, habiendo dado cuenta de nuestra pobre vida, nos quedaría aún dar cuenta de nuestro ministerio; del bien que hemos dejado hacer a Dios a través de nosotros o del bien que hemos impedido. O hasta del mal propiciado.

Dios hace el bien a través de sus sacerdotes de un modo destacadísimo en el sacramento de la Penitencia. Dios se complace en perdonar y ha querido instituir un sacramento - un signo sensible y eficaz - de esa voluntad suya. Un ministro del perdón es, antes que nada, un beneficiario del mismo. Parafraseando a San Agustín se podría decir: “con vosotros, penitentes; para vosotros, confesores".

Sí, primero penitentes. Porque un sacerdote es un ser humano. Es como cualquier otro hombre capaz de lo mejor y de lo peor. De ser dócil a la gracia o de traicionarla. De confesar a Cristo o de negarlo. Él es el primero que necesita oír las palabras de la absolución: “Yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo".

Desde esa humildad, desde ese realismo, se sabe también ministro, instrumento, del que el Señor se sirve para perdonar a otros. El sacerdote es siempre un recuerdo de que hay cosas que no podemos darnos a nosotros mismos, sino que nos vienen dadas como un regalo, como un don inmerecido: por antonomasia, la Eucaristía y el perdón.

Desde el comienzo de la Iglesia, se ha ejercitado esa mediación. La historia del sacramento de la Penitencia es singular. Muchas veces se ha querido evitar el rigorismo, en la conciencia de que no es lícito acotar la infinita misericordia de Dios.

Pese a los cambios históricos, la estructura fundamental del sacramento ha sido siempre la misma: por una parte están los actos del hombre - la contrición, la confesión de los pecados y la satisfacción - y por otra la acción de Dios por ministerio de la Iglesia.

La confesión de los pecados no ha sido, conviene insistir en este punto, un añadido reciente. La “Tradición apostólica", un documento importantísimo para el desarrollo de la Liturgia de la Iglesia, ya destacaba el papel central del obispo en la Penitencia. Los que cometían pecados graves se los confesaban a él, y él les daba la “correptio", la palabra de Dios acerca del pecado, y los exhortaba a la penitencia.

No “confesarse” está mal. No “confesar", en cierto sentido, es peor. Pero sembrar dudas sobre el sacramento del perdón nos sitúa, sin defensa, ante el doble juicio de Cristo: sobre la propia vida y sobre el ejercicio del ministerio confiado.

Guillermo Juan Morado.