16.09.11

Los caminos de Dios

A las 10:12 PM, por Guillermo Juan Morado
Categorías : General

 

Homilía para el Domingo XXV del Tiempo Ordinario (Ciclo A)

La misericordia de Dios se despliega en su plan de salvación; un designio que abarca a todos los hombres de todos los pueblos. La voluntad divina es “que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (2 Tim 2,4). Dios va llamando a quienes se encuentran en la plaza del mundo para invitarlos a trabajar en su viña, a formar parte de su Iglesia. A todos, independientemente de cuando se produzca la llamada, a primera hora del día o al caer la tarde, les ofrece el mismo salario, que no es otro que la vida eterna.

Podemos interpretar de diversos modos complementarios el sentido de esta parábola que recoge San Mateo (cf Mt 20,1-16). Puede referirse al papel desempeñado por Israel en la historia de la salvación. Israel fue elegido como pueblo de Dios. Fue llamado a primera hora, pero no para ser el destinatario exclusivo de la salvación divina, sino como signo de la Iglesia, de la reunión futura de todas las naciones. También los gentiles, aquellos que no forman parte del pueblo hebreo, han sido invitados a trabajar en la viña, a entrar en la Iglesia.

Podemos interpretar asimismo esta parábola como una muestra de que Dios no discrimina a nadie, de que quiere contar con la colaboración de todos. Con una lógica meramente humana cabría pensar que un propietario que saliese a contratar jornaleros escogería a los aparentemente mejores, a los más aptos para el trabajo, y dejaría a los demás en el paro. Dios, en su oferta de salvación, no actúa así. Él da a todos una oportunidad. No llama solamente a su Iglesia a los aparentemente justos, puros y perfectos. Llama también a los pecadores: a Mateo, un publicano; a la Magdalena, que había estado endemoniada; a Pablo, un perseguidor de la Iglesia.

Igualmente, las diferentes horas del día evocan las sucesivas etapas de la propia vida. Algunos son llamados desde niños, otros en la adolescencia o en la juventud, otros en la edad madura, en la vejez o incluso cuando están a punto de terminar su tránsito por este mundo. En ningún caso esa invitación del Señor es prematura o tardía. San Juan Crisóstomo dice, a propósito de los jornaleros de la parábola, que “el Señor los llamó a todos cuando estaban en disposición de obedecer, cosa que hizo con el buen ladrón, a quien llamó el Señor cuando vio que obedecería”.

Quizá esa disposición para obedecer sea para nosotros lo más importante. En realidad, el Señor nos llama cada día y nos pide que seamos colaboradores suyos. No cabe un honor más grande ni una recompensa mejor. La disposición permanente a la obediencia nos librará de la tentación de la presunción, ya que no debemos depositar la confianza en nosotros mismos sino en Dios. Contemplando su misericordia, jamás debemos desesperar tampoco de la salvación del prójimo, incluso de aquel que, a día de hoy, nos parezca completamente entregado a la maldad o a los vicios.

En la Carta a los Filipenses San Pablo nos ha dejado un precioso testimonio. Se sabe amenazado de muerte pero, lejos de desesperarse, escribe: “Para mí la vida es Cristo” (Flp 1,21). En comparación con Cristo, todo lo demás resulta para él secundario. San Pablo, desde su llamada, no ahorró trabajos en la viña del Señor y se sintió, en todo momento, abundantemente pagado. Ojalá se nos conceda a cada uno de nosotros, ante la perspectiva de la muerte, poder sentir y decir lo mismo.

Guillermo Juan Morado.