19.09.11

 

Liechestein es un microestado situado en el corazón de Europa que hace frontera al oeste por Suiza y al este con Austria. En Wikipedia se pueden leer los datos más interesantes sobre esa pequeña nación, que es más conocida por su condición de paraíso fiscal y por su equipo de fútbol, probablemente el mejor entre los más modestos de Europa, que por otra cosa.

De sus 34.000 habitantes, las tres cuartas partes son católicos. No sé qué porcentaje son practicantes, pero si el catolicismo en Liechestein tuviera las mismas características que el que se da hoy en Suiza y Austria, no cabría ser muy optimista. Algo me lleva a pensar que ese no es el caso. El hecho de que más de la mitad de la población haya votado en contra del aborto indica que la moral católica sobre la dignidad de la vida humana es aceptada por la mayoría de esos católicos. Si la secularización interna de la Iglesia hubiera avanzado allá como lo ha hecho en sus países vecinos o incluso en España, probablemente el resultado habría sido el contrario.

De lo que ha ocurrido en Liechestein en torno al aborto tiene un aspecto positivo y otro negativo. El positivo tiene dos caras. La primera, que la mayoría ha dicho no. La segunda, aun mejor, es que el príncipe Alois avisó que no tenía la menor intención de firmar una ley a favor del aborto. Y que dicha voluntad no sería quebrada por el resultado de un referéndum. En otras palabras, estamos ante un gobernante auténticamente católico -al menos en esto-, que no está dispuesto a que la dignidad de la vida humana dependa de lo que digan las urnas. Habrá quien diga que eso es antidemocrático. Y ciertamente lo es. Pero igual de antidemocrático sería rechazar el resultado de un referéndum que decidiera que a los enfermos de Alzheimer hay que matarles con una inyección letal y otro que aprobara que los miembros de determinada etnia, religión o grupo linguístico tuvieran que llevar un distintivo visible.

Si la democracia no está sujeta a una serie de valores predemocráticos que no pueden ser suprimidos por medio de votaciones, entonces es un sistema perverso, en el que la dictadura de una mayoría puede provocar la aniquilación de las minorías.

Precisamente eso es lo malo del referéndum en Liechestein. El que pueda votarse sobre si es legítimo matar a la vida humana en el seno materno es en sí mismo una aberración. El resultado en esta ocasión ha sido positivo pero, ¿qué habría ocurrido si los apenas cinco puntos a favor de la vida hubieran sido en contra? La situación del príncipe Alos sería muy digna pero a la vez muy complicada. Incluso el parlamento de Liechestein, que previamente votó en contra, habría sido desautorizado por un pueblo entregado a la causa de la cultura de la muerte.

Los católicos deben aprender a vivir su fe en cualquier circunstancia política. Y debe dar testimonio público de su fe, tanto en una dictadura como en un régimen democrático. La democracia, cuando es real y no una farsa, tiene como característica el que da a cada pueblo el tipo de gobernante que se merece. Es también el sistema por el cual se puede cambiar de dirigentes sin necesidad de violencia. Ahora bien, Cristo no nos ha llamado a los cristianos a establecer la democracia en todo el mundo, sino a ser testigos y miembros del Reino de Dios, confesando y proclamando la soberanía absoluta del Creador sobre los hombres.

Es decir, aunque somos hijos de nuestras respectivas patrias, nuestra última y verdadera identidad está en el cielo. Somos ciudadanos de la Jerusalén celestial, en cuyo trono no hay un Rey sin autoridad, sino el Rey de reyes. Su ley no se vota. Se acata. Pero recordemos que no somos meros súbditos suyos. Somos sus hijos. Esa identidad filial nos fue dada en Cristo. No hay urna capaz de lograrnos tal bendición.

Luis Fernando Pérez Bustamante