1.11.11

Tiempo de esperanza

A las 12:23 AM, por Guillermo Juan Morado
Categorías : General

 

El mes de Noviembre, en la liturgia y en la piedad de los fieles, nos sitúa ante las realidades últimas: la muerte, el juicio, el infierno y el paraíso. Sería preocupante que concediésemos tanta importancia a lo penúltimo que nos olvidásemos de lo postrero, de lo definitivo.

Noviembre se abre con la solemnidad de Todos los Santos. De algún modo, esta es la fiesta de la fe. Lo que el cristianismo anuncia se ha cumplido. Y se ha cumplido de modo sobreabundante. No uno ni dos, sino una “muchedumbre inmensa”, de “toda nación, raza, pueblo y lengua”, ha llegado a Dios, ha culminado su peregrinación.

Se nos habla de un premio. El cielo es un premio y, en consecuencia, gozo. La vida temporal adquiere así su justo valor: le corresponde merecer. En cambio, la meta equivale a disfrutar del premio. Sin olvidar que todo mérito es gracia, pues, como enseña el Catecismo, “los méritos de las obras buenas deben atribuirse a la gracia de Dios en primer lugar, y al fiel, seguidamente”.

En realidad, el cielo es Dios en tanto que se digna hacernos “semejantes a Él” para que podamos verlo “tal cual es”. El Salmo 35, 10 dice: “En la luz veremos tu luz”. Dios nos dará, para que podamos verle, la luz de la gloria, que perfeccionará - más aún que la luz de la fe - nuestro entendimiento. El cielo es, como ha dicho el papa Benedicto XVI, “el estar el hombre en Dios”.

De esta meta tenemos un anticipo en la vida de gracia, que nos hace deiformes. Y la vida de gracia, de amistad con Dios, se nos hace accesible por medio de la oración y de los sacramentos. Son estos medios los que nos acercan a Jesús y los que nos hacen entrar en comunión con Él.

En primer lugar, el Bautismo, que nos hace hijos adoptivos de Dios. Y también la Penitencia, que nos ofrece una nueva posibilidad de convertirnos y de recuperar la gracia de la justificación. En la Eucaristía se nos da “la anticipación de la gloria celestial” (Catecismo 1402), el remedio de la inmortalidad, el antídoto para no morir, como decía San Ignacio de Antioquía.

¿Cuál es el camino, el sendero, que nos lleva al cielo? Es la identificación con Cristo, reproduciendo en nuestras vidas los rasgos esenciales que caracterizan a Nuestro Señor: las Bienaventuranzas (cf Mt 5,1-11). Jesús es el pobre en el espíritu, el misericordioso, el limpio de corazón. Él es el Bienaventurado. Estaremos con Jesús si dejamos que el Espíritu Santo nos haga semejantes a Él.

Hacia la meta nos encaminamos, como dice la liturgia, “alegres, guiados por la fe y gozosos por la gloria de los mejores hijos de la Iglesia”. En ellos “encontramos ejemplos y ayuda para nuestra debilidad”.

Que el Señor nos conceda pasar de la mesa de la Eucaristía al banquete del reino de los cielos y que acoja, en su misericordia, a los fieles difuntos “para que, purificados por el misterio pascual, gocen ya de la resurrección eterna”.

Guillermo Juan Morado.