28.11.11

Serie Hábitos católicos - 5.- Alegría católica

A las 12:53 AM, por Eleuterio
Categorías : Hábitos católicos
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La segunda acepción de la palabra “hábito” es, según la Real Academia Española de la Lengua es el “Modo especial de proceder o conducirse adquirido por repetición de actos iguales o semejantes, u originado por tendencias instintivas”. Por lo tanto, si nos referimos a los que son católicos, por hábitos deberíamos entender aquello que hacemos que, en nuestra vida, supone algo especial que marca nuestra forma de ser. Incluso es algo que al obedecer a una razón profunda bien lo podemos calificar de instintivo porque nuestra fe nos lleva, por su propia naturaleza, a tenerlos.

Pues bien, esta serie relativa a los “Hábitos católicos” tiene la intención de dar un pequeño repaso a lo que, en realidad, debería ser ordinario comportar en un católico.

4.- Alegría católica

Alegría Católica

La alegría, el optimismo sobrenatural y humano, son compatibles con el cansancio físico, con el dolor, con las lágrimas -porque tenemos corazón-, con las dificultades en nuestra vida interior o en la tarea apostólica. El, perfectus Deus, perfectus Homo -perfecto Dios y perfecto Hombre-, que tenía toda la felicidad del Cielo, quiso experimentar la fatiga y el cansancio, el llanto y el dolor…, para que entendamos que ser sobrenaturales supone ser muy humanos”.

En este texto, número 290 de los del Forja de San Josemaría se contiene mucho de lo que ha de ser la alegría para un hijo de Dios, pero la alegría cristiana, aquí católica, tiene mucho que ver con el dulce Cristo.

A este respecto, la Exhortación Apostólica Gaudete in Domino, de Pablo VI, dice, en su punto 23, dice, refiriéndose al hijo de Dios, que “El ha experimentado en su humanidad todas nuestras alegrías. El, palpablemente, ha conocido, apreciado, ensalzado toda una gama de alegrías humanas, de esas alegrías sencillas y cotidianas que están al alcance de todos. La profundidad de su vida interior no ha desvirtuado la claridad de su mirada, ni su sensibilidad. Admira los pajarillos del cielo y los lirios del campo. Su mirada abarca en un instante cuanto se ofrecía a la mirada de Dios sobre la creación en el alba de la historia. El exalta de buena gana la alegría del sembrador y del segador; la del hombre que halla un tesoro escondido; la del pastor que encuentra la oveja perdida o de la mujer que halla la dracma; la alegría de los invitados al banquete, la alegría de las bodas; la alegría del padre cuando recibe a su hijo, al retorno de una vida de pródigo; la de la mujer que acaba de dar a luz un niño.

Es más, San Pablo, en la Epístola a los Filipenses (2,5) nos recomienda tener “los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús” para, más adelante (4,4) decirnos que nos debemos alegrar “siempre en el Señore insiste: “de nuevo os digo: alegraos”. Es decir que tanto el origen de nuestra alegría como el ejemplo a seguir se encuentra en Aquel que, viniendo enviado por Dios como Mesías, supo transmitir una forma de ser donde prevalece lo buen sobre lo alejado de Dios, lo positivo sobre la visión oscura de la existencia y, sobre todo, el saberse siempre entre las manos amorosas y misericordiosas del Creador que, habiendo creando mantiene lo creado (“Por eso se me alegra el corazón, mis entrañas retozan, y hasta mi carne en seguro descansa; pues no has de abandonar mi alma al seol, ni dejarás a tu amigo ver la fosa. Me enseñarás el caminó de la vida, hartura de goces, delante de tu rostro, a tu derecha, delicias para siempre” dice el Salmo 15,9-15).

Pero la alegría de Cristo, la alegría de sus discípulos y, por tanto, al cristiana, hacía muchos siglos que había sido profetizada. El naví Isaías (9, 2-3) ya dejó escrito que “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló. Acreciste la alegría, aumentaste el gozo; se gozan en tu presencia como gozan al segar, como se alegran al repartirse el botín” y supo que el que vería varón de dolores (cf. Is 53, 3) sería, a su vez y por eso mismo, la alegría de su Padre y la de sus hermanos en la fe.

Y tal alegría, tiene, también, sus motivos o, lo que es lo mismo, que cada uno de nosotros, hijos de Dios conscientes de que lo somos, nos sentimos concernidos por la misma. Que tal es así lo escribe el P. Iraburu en el tercer artículo de su serie sobre la “Alegría cristiana” (publicado en InfoCatólica el 25 de mayo de 2009) cuando dice que “La causa principal de la alegría de los cristianos es sabernos amados por Dios. ‘Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo unigénito’ (Jn 3,16): lo entregó a los hombres en la Encarnación, en la Cruz, en la Eucaristía. ‘Él nos amó y envió a su Hijo, víctima expiatoria por nuestros pecados’ (1Jn 4,10). ‘Dios probó (sinistesin, demostró, acreditó, garantizó) su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, Cristo murió por nosotros’ (Rm 5,8). Los cristianos somos felices, estamos alegres, vayan las cosas como vayan a nuestro alrededor o en nosotros mismos, porque sabemos que ninguna criatura de arriba o de abajo ‘podrá arrancarnos al amor de Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro’ (8,39)para abundar diciendo que

La alegría de los cristianos es continua, porque Dios, por puro amor, habita en nosotros como en un templo. La Iglesia es el templo de Dios entre los hombres, pero cada uno de nosotros, personalmente, es ‘templo del Espíritu Santo’ (1Cor 6,15.19; 12,27). Hemos pasado, pues, de la soledad –una de las mayores penalidades del hombre–, a la compañía de las Personas divinas. ‘Si alguno me ama, mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada’ (Jn 14,23). Ya nunca estoy solo, pues somos siempre cuatro: el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo y yo. ¿Es o no es como para estar ‘alegres, siempre alegres en el Señor’ (Flp 4,4)?” como arriba hemos recogido.

De esto se deduce con meridiana claridad que a los católicos sólo nos está permitido ser alegres (no sólo estar, circunstancialmente, alegres) y que la tristeza, aún soportando las más duras cruces, debería quedar alejada para siempre de nuestra vida ordinaria pues, como dejó dicho el beato Juan Pablo II antes del Ángelus del 14 de diciembre de 2003, “Una característica inconfundible de la alegría cristiana es que puede convivir con el sufrimiento, pues se basa totalmente en el amory recordando que aquelAlégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1, 28) de Gabriel a María fue una “invitación a la alegría”. Además, como escribió Santa TeresaUn santo triste es un triste santo” que es la más acertada forma de decir que no es posible cohonestar la santidad con la tristeza y que deben ser términos muy alejados.

Tal alejamiento entre los citados términos ha de ponerse de manifiesto en nuestra relación con el prójimo (sea éste creyente o no lo sea). Tal es así que Benedicto XVI (Homilía del 30 de agosto de 2009) explicaba que “dentro de nosotros debería surgir nuevamente la alegría por el hecho de que Dios nos haya mostrado gratuitamente su rostro, su voluntad, a sí mismo. Si esta alegría resurge entre nosotros, tocará también el corazón de los no creyentes” porque, en efecto, quien sabe que Dios lo ama sólo puede mostrar lo que es el amor.

Y para obtener agua de aquellos hontanares de la salvación de los que habla Isaías en 12,3 el Salmo 110 que dice que

“Doy gracias a Yahveh de todo corazón, en el consejo de los justos y en la comunidad. Grandes son las obras de Yahveh, meditadas por los que en ellas se complacen. Esplendor y majestad su obra, su justicia por siempre permanece. De sus maravillas ha dejado un memorial. ¡Clemente y compasivo Yahveh! Ha dado alimento a quienes le temen, se acuerda por siempre de su alianza. Ha revelado a su pueblo el poder de sus obras, dándole la heredad de las naciones. Verdad y justicia, las obras de sus manos, leales todas sus ordenanzas, afirmadas para siempre jamás, ejecutadas con verdad y rectitud. Ha enviado redención a su pueblo, ha fijado para siempre su alianza; santo y temible es su nombre. Principio del saber, el temor de muy cuerdos todos los que lo practican. Su alabanza por siempre permanece.”

Alegría católica que debe ser eje de una existencia que, si bien cuajada de cruces (¡nuestro gran orgullo como hijos de Dios es cargar con nuestra cruz como hiciera Cristo con la suya!) ha de ser significativamente manifiesta y de la que pueda decirse que hemos comprendido la vida de Jesucristo, leído su Evangelio (cf. Camino, 2) y llevado tanto una como otro al quehacer de discípulos suyos que, como tales, no se dejan dominar por el abatimiento ni por el mal que, supuestamente, ha de hacernos ver que no alcanzaremos nunca el definitivo Reino de Dios. Muy al contrario sabemos que acaece los católicos: saberse hermanos del Hijo es estar seguros de ser hijos del Padre y, con tal seguridad y tal alegría no puede haber montaña que no seamos capaces de subir ni sima que no remontemos.

Leer Hábito 1: Vida Sacramental.
Leer Hábito 2: Sumergirse en la oración.
Leer Hábito 3: Construir la virtud, desenraizar el vicio.
Leer Hábito 4: Conoce las Escrituras y las enseñanzas de la Iglesia católica.

Eleuterio Fernández Guzmán