Inmaculada Concepción

 

Ella aparecerá en el umbral de la historia como el resplandor del alba que anuncia la llegada inmediata de Cristo, luz del mundo y sol de justicia. Y en el esplendor de esta acción teológica se ha de proyectar toda la luz y toda la belleza, que iluminan el misterio de la Inmaculada Concepción.

06/12/11 11:27 AM


 

María fue, desde la eternidad, el objeto de las predilecciones divinas: «De un conocimiento especial de Dios, del amor de su voluntad y de la predestinación de su entendimiento; y por eso, desde el principio de la historia, y en el transcurso de los tiempos, es anunciada a los padres, a los patriarcas y a los profetas» (Merkkelbach).

En este párrafo hay dos referencias insoslayables: la eternidad y la historicidad. En ellas, está presente la figura de María: en la primera como «objeto de las predilecciones divinas»; en la segunda como «anunciada a los padres, a los patriarcas y a los profetas». Esta última etapa, que pertenece a la espera de «la plenitud de los tiempos» (Gal 4,4), es normal que centre toda su tensión en la figura del Mesías. Sin embargo resulta inevitable que, junto al Salvador prometido, aparezca la que iba a posibilitar su realidad humana. Así nos encontramos con los prototipos o figuras con las que María, de un modo indirecto o prefigurado, fue anunciada en el Antiguo Testamento relacionada con el Mesías-Salvador.

Sin embargo, desde toda la eternidad, su maternidad divina es, el principio y fundamento de toda la plenitud de gracias, de todas las virtudes, de todos los privilegios y de todos los dones anejos a la gracia. Al contemplar ahora, el misterio de su Inmaculada Concepción, nos adentramos en el caudal de belleza con el que Dios enriqueció el alma de su Santa Madre desde el primer instante de su concepción.

La fe de la Iglesia sobre la concepción inmaculada de María fue solemnemente declarada, con absoluta precisión, por el papa Pío IX, en la bula Inefabilis Deus, el 8 de diciembre de 1854, con estas palabras:

«Declaramos, proclamamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano, está revelada por Dios y debe ser por tanto firme y constantemente creída por todos los fieles» (Dz 1641).

La definición dogmática se ha de considerar, ante todo, fruto del dinamismo de la Iglesia guiada por la acción del Espíritu para hacerla llegar, como Jesús había prometido, «hasta la verdad plena» (Jn 16,13).

El misterio de la concepción inmaculada de María, nos recuerda la voluntad de Dios en la creación del hombre: «Él nos eligió en Cristo, antes de la constitución del mundo, para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor» (Ef 1,4). Este es el designio inicial por el que Dios creó al mundo y en especial al ser humano: para que fuera santo e inmaculado delante de él. El Libro del Génesis, en la narración del «Principio» de los tiempos, recoge la satisfacción de Dios después de crear al hombre a su «imagen y semejanza» (Gén 1,26): como en un éxtasis de autocomplacencia, «vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno» (Gén 1,31).

Después de la creación, según el relato del Génesis, Dios colocó al hombre en un lugar paradisíaco, donde hizo brotar toda clase de árboles hermosos que produjeran frutos buenos y agradables al paladar. En medio del jardín plantó Dios el árbol de la vida y el árbol del conocimiento del bien y del mal. Dios quiso probar al hombre; y la prueba consistía en que podía comer de los frutos de todos los árboles menos del árbol del conocimiento del bien y del mal. Pero el silbido tentador de la serpiente infernal sedujo a la mujer con falsas promesas, y la gran prueba se saldó con el pecado original (Gén 3,1 ss). Por la caída de nuestros primeros padres, la humanidad entera entró en vías de egoísmo, de ambición, de pecado y de muerte.

La desobediencia de Adán desbarató los planes de Dios. La situación, poéticamente narrada por el autor del protoevangelio, describe las consecuencias del primer pecado en forma de sentencia judicial. La voz de Dios resonó en el paraíso como una maldición: «El Señor dijo a la serpiente: “Por haber hecho eso, maldita tú entre todo el ganado y todas las fieras del campo; te arrastrarás sobre el vientre y comerás polvo toda tu vida”» (Gén 3,14-19.

Pero en plena maldición, se dejó oír ya, en el paraíso, una promesa de esperanza: «”Pongo hostilidad ¾dijo Dios dirigiéndose a la serpiente¾ entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; ésta te aplastará la cabeza, cuando tú le hieras en el talón”. A la mujer le dijo: “mucho te haré sufrir en tu preñez, parirás hijos con dolor, tendrás ansia de tu marido, y él te dominará”. A Adán le dijo: “Por haber hecho caso a tu mujer y haber comido del árbol del que te prohibí, maldito el suelo por tu culpa: comerás de él con fatiga mientras vivas; brotará para ti cardos y espinas, y comerás hierba del campo. Comerás el pan con sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra porque de ella fuiste sacado; pues eres polvo y al polvo volverás”» (ibid.).

El género humano quedó irremisiblemente «tocado» por el pecado original. De ahí la necesidad de un salvador que estableciera la amistad con Dios. El hombre, hundido en la ciénaga del pecado, no podía salvarse a sí mismo.

Sin embargo nada impediría, que Dios programara una nueva creación «dándonos a conocer el misterio de su voluntad: el plan que había proyectado realizar por Cristo, en la plenitud de los tiempos, recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra» (Ef 1,9-10). Él derramará sobre el mundo toda la belleza divina en el misterio de la encarnación, porque «plugo al Padre que en él habitase toda la plenitud» (Col 1,19). Él hará visible la plenitud de la gloria de Dios y, en ella, su belleza se manifestará al mundo para admiración de todos «los hombres de buena voluntad» (Lc 2,14). Mientras, en el transcurso de la historia, la maldición y la promesa se transmitirían de generación en generación, hasta que la promesa se cumpliera definitivamente en Cristo.

A partir de la maldición, por la mente eterna de Dios van pasando todos los que nacerían con la mancha del pecado original. Pero ante la perspectiva de la encarnación del Hijo de Dios aparece la figura de la mujer que iba a ser su Madre, la Madre del Unigénito; y Dios, suma perfección y suma santidad, no podía permitir que aquella de quien iba a tomar su carne y su sangre fuera, antes de ser su Madre, esclava del demonio víctima del pecado original. Por un sentido de amor y dignidad, y por el honor de su santo nombre, Dios iba a hacer un paréntesis en su maldición. El «potuit, decuit, ergo fecit» (atribuido a Escoto) sería la conclusión lógica de la madurez teológica.

Para ella, porque iba a ser su Madre, Dios anticipará, por milagro, la gracia redentora; de tal modo que el contagio de mancha original con el que todos nacemos, suspendería su transmisión hereditaria y, en previsión de los méritos de Cristo, María sería engendrada limpia de la mancha de pecado. Ella aparecerá en el umbral de la historia como el resplandor del alba que anuncia la llegada inmediata de Cristo, luz del mundo y sol de justicia. Y en el esplendor de esta acción teológica se ha de proyectar toda la luz y toda la belleza, que iluminan el misterio de la Inmaculada Concepción. Una infinita blancura, una segura integridad: María concebida sin mancha de pecado original. ¡Callar y solamente cantar ¾diría el poeta¾ porque sois pura, porque sois Inmaculada!

Ahora podemos decir con S. Gregorio Nacianceno que la irradiación de la pureza inmaculada se corresponde con la belleza infinita de la santidad de Dios «que fue concebido en el seno de la Virgen, previamente purificada en su cuerpo y en su alma por el Espíritu». Esa previa purificación, a la que alude el Nacianceno, alcanzará en el tiempo el primer instante de su concepción inmaculada. De este modo, la santidad del Hijo es la causa de la santificación anticipada de la madre, cuyo esplendor fue objeto de las complacencias divinas.

En la solemnidad de la Inmaculada Concepción, María se nos presenta como el primer ser humano «recompuesto» después de la caída de nuestros primeros padres en el paraíso terrenal. Ella es la creación íntegra, sin defecto, sin pecado, sin caída: una creación perfecta, como Dios quisiera que fuera la creación total. Pero esta prerrogativa, no la separa de los demás mortales, porque ni la liberación del pecado ni la plenitud de gracias, ni la glorificación anticipada, rebasan el plano de la redención. María de forma privilegiada, se convierte en modelo y primicia de nuestra conformación estética a la imagen de Cristo: «En la Inmaculada es posible ver la cumbre a la que Dios ha llevado a María e intenta conducir a la creación entera» (Rahner).

Para la devoción de los cristianos, María es la lámpara sobre el candelero (Mt 5,14-15) que ilumina los deseos y las aspiraciones del hombre que busca a Dios con sinceridad. Por coincidir la festividad de la Inmaculada Concepción con el tiempo litúrgico de Adviento, la Iglesia nos invita a unir nuestros sentimientos a los de María para preparar nuestro corazón a la próxima venida de su Hijo en la Navidad.

 

P. Jesús Casás Otero, sacerdote