8.12.11

¿Unas Bodas de Oro o un funeral?

A las 1:40 AM, por Guillermo Juan Morado
Categorías : General

 

No creo que la Iglesia Católica tenga que celebrar, con un espíritu de penumbra, como de contrición después de un pecado, el cincuenta aniversario del Concilio Vaticano II. El último Concilio no ha sido un pecado, ni mortal ni venial. Simplemente ha tratado de responder a la misión de la Iglesia de anunciar la Palabra viva del Evangelio a un mundo que, querámoslo o no, había cambiado, al menos en relación con el Concilio Vaticano I y, por supuesto, con el de Trento.

¿Que el Vaticano II es el “no va más”? Parece imposible afirmar esto. Nada simplemente histórico es el “no va más”. Pero esa imposibilidad afectaría, en línea de principio, a todos los concilios de la historia. Y no por sus limitaciones vamos a despreciar al de Nicea, al de Calcedonia o a los de Constantinopla.

La Tradición de la Iglesia es una realidad viva, aun siendo “traditio” de una “revelatio” que jamás, en fórmulas humanas, encontrará su expresión plena. Pero que algo sea parcial, no pleno, no equivale sin más a que sea falso.

No sé por qué algunos, en defensa de la Tradición, se empeñan en rebajar, en cuestionar, el último Concilio. ¿Por qué es cuestionable el último y no los anteriores? ¿Por qué especie de siniestro privilegio el último, y no los anteriores, ha dejado de ser toma de conciencia de lo que la Tradición viva ha llegado a formular en un contexto y en una época?

Nunca, en ningún caso, la palabra de la Iglesia ha estado por encima de la Palabra de Dios, sino siempre a su servicio. Pero hay una ley en la economía de la revelación que habla del Absoluto en la historia, del Todo en el fragmento; en suma, de la Encarnación. Sí, Dios se ha manifestado en un rostro concreto, en un tiempo concreto, en un espacio concreto: En el rostro de Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, el Salvador.

De este modo, realidades de este mundo – la humanidad de Cristo lo es, no su Persona divina – pasan a ser signos, sacramentos, de la realidad divina. Sin que la sacramentalidad anule la distancia; sin que haya, jamás, ni mezcla ni confusión.

No creo que sea de recibo decir que el magisterio de la Iglesia se haya postulado como instancia “absoluta”. Absoluto es Dios, que otorga, en su libertad, el don de la verdad a su pueblo y que garantiza que, siempre, haya instrumentos adecuados para discernir e interpretar esa verdad.

El magisterio siempre está referido a la revelación y, a la vez, al pueblo de Dios. El magisterio no suple la revelación, ni tampoco elimina al pueblo de Dios. Es solo un servidor, autorizado sí, pero servidor.

La Iglesia, sobre la base de la “Impresión” que Cristo, Revelador y Revelación del Padre, ha causado en su mente, irá extrayendo, poco a poco, lo viejo y no nuevo. Sabiendo que, en realidad, lo que redescubre lo reencuentra.

La conciencia de cada creyente no es, sin más, criterio para decidir si una enseñanza es magisterial o deja de serlo. La obediencia tiene algo que ver y, como decía Pío XII,: “Ni puede afirmarse que las enseñanzas de las encíclicas no exijan de por sí nuestro asentimiento, pretextando que los Romanos Pontífices no ejercen en ellas la suprema majestad de su Magisterio. Pues son enseñanzas del Magisterio ordinario, para las cuales valen también aquellas palabras: ‘El que a vosotros oye, a mí me oye’; y la mayor parte de las veces, lo que se propone e inculca en las Encíclicas pertenece ya —por otras razones— al patrimonio de la doctrina católica”.

El Vaticano II es un ejercicio del Magisterio de la Iglesia. Nadie, sensatamente, lo cuestiona. ¿En continuidad con la Tradición? También. Y, si alguna duda quedase al respecto, tiempo habrá en adelante para disiparla completamente.

Guillermo Juan Morado.