110 años de San Josemaría

 

De San Josemaría hoy quiero recordar sus virtudes como nos las han contado algunos contemporáneos suyos que lo conocieron bien y que, al no haber pertenecido a la Obra ninguno de ellos, no se les puede acusar de ese piadoso subjetivismo provocado por el cariño y el agradecimiento que a veces tienen los hijos espirituales.

12/01/12 9:20 AM


 

Hace un par de días concurría el 110 aniversario del nacimiento del san Josemaría Escrivá, al que no tuve ocasión de conocer, si bien tenía yo 9 años cuando falleció y recuerdo algunos reportajes en la televisión de aquel entonces con ocasión de su deceso; sí que he tenido ocasión de saludar a sus dos sucesores en la dirección del Opus Dei, institución benemérita a la que no pertenezco, pero en la que encuentro muchos motivos para dar gracias a Dios por la labor tan buena que lleva a cabo en todo el mundo; y valga la acción de gracias no sólo por la extensión, sino sobre todo por la profundidad con la que la realiza.

Dejando hoy dicha labor a la que justamente muchos han dedicados libros, artículos, folletos y documentales -y muchos otros que se dedicarán sin duda en el futuro- hoy quiero recordar a este santo español, prácticamente contemporáneo nuestro, cuyo nombre resuena en el mundo entero. Y recordarle no tanto por sus obras, que a la vista están, sino por sus virtudes, que al fin y al cabo son las que le han llevado a los altares.

Ocurre a veces que de los santos recordamos fácilmente lo que hicieron pero no tan fácilmente el cómo vivieron. Esto ocurre con algunos santos  fundadores muy populares, cuyas obras conocen casi todos en la Iglesia, pero sobre su vida interior y ejercicio de virtudes es más difícil encontrar quien las conozca, quizás por esa tendencia humana a fijarse en lo externo y no dar tanta importancia a lo interno. De San Josemaría hoy quiero recordar sus virtudes como nos las han contado algunos contemporáneos suyos que lo conocieron bien y que, al no haber pertenecido a la Obra ninguno de ellos, no se les puede acusar de ese piadoso subjetivismo provocado por el cariño y el agradecimiento que a veces tienen los hijos espirituales hacia el Fundador o la Fundadora, como se puede ver con frecuencia en los procesos de Beatificación.

San Josemaría era un sacerdote que amaba profundamente el sacerdocio, trabajó mucho por la santificación de los sacerdotes y tenía muchos amigos sacerdotes - no pocos de sus mejores amigos llegaron a obispos-, los cuales dejaron unos testimonios hermosísimos sobre él tras su muerte. Sobre esa amistad suya tan característica, escribe el que fue Obispo de Vitoria, Don Francisco Peralta:

“Sabía llegar al corazón. Cada uno de los que han recibido esas pruebas de su afecto tenía derecho a pensar que era un amigo predilecto: los hombres que tienen un corazón tan grande como él poseen esa entrañable cualidad. Su capacidad de amar era tan extraordinaria que alcanzaba a todas las almas.”

E insiste sobre su gran capacidad de amar:

“Su caridad en lo humano se concretaba en un cariño que tenía como manifestaciones la alegría, la comprensión, la disculpa amable y la prontitud para el perdón a quien pretendiera ofenderle. Era capaz de querer sin miedo, porque su afecto estaba forjado en el amor de Cristo. Su caridad fue gozosa convivencia con todos los hombres, sin temor a que ese derroche de afecto le apartara de Dios”

El mismo Obispo nos habla de la humildad de San Josemaría:

“Vivía una profunda humildad y así se esforzaba en dar a Dios toda la gloria: ‘No le encuentro explicación humana alguna –decía al referirse a la expansión de la Obra- sino la voluntad de Dios, pues el Espíritu sopla donde quiere para santificar a los hombres’. Para él todo era ocasión de acción de gracias, y ante la enorme responsabilidad que la dirección de tantos miles de almas echaba sobre sus hombros, su reacción era insistir que él era un ‘pobre pecador’, rogaba a todos, extendiendo la mano con gesto de mendigo, que le asistieran con su oración.”

Otro obispo, Don Laureano Castán Lacoma, que le conoció bien, habla de la profundidad de la vida interior del santo:

“Se caracterizaba por una profunda vida interior que le llevaba a conducir a Dios todas sus acciones y conversaciones, de manera que cuantos le tratamos nos sentíamos arrastrados por ese amor de Dios que contagiaba: vida interior unida a una gran alegría que llevaba a sentirse a gusto y contento con él. Yo noté, en las ocasiones que tuve de tratarlo, una gran energía de carácter, compaginada con una gran serenidad y ponderación en sus acciones, y exquisita delicadeza en el trato”

Como estos amigos suyos le trataron durante muchos años, conocieron directamente las persecuciones que tuvo que sufrir San Josemaría por fundar una institución que se adelantaba con mucho a la mentalidad de los tiempos en los que fue fundada y por tanto era mirada con recelo por muchos. A este respecto, el dominico P. Sancho Morales, que fue profesor de los primeros sacerdotes de la Obra, nos cuenta:

“Recuerdo que un día, al terminar la clase, subí a su cuarto que estaba junto al oratorio, y le encontré con mucha pena. Le dije: Qué le pasa? Me contestó: No he dormido en toda la noche; ha sido la noche más dolorosa de mi vida, porque han hecho unas denuncias de que somos masones. Yo le consolé con cariño, dándome cuenta de lo terrible de aquella acusación en aquel momento. Hay que tener en cuenta que en la España de la postguerra, una acusación de comunismo o masonería podía ser causa de grave juicio”

Del modo con que soportaba con alegría y sin ningún resentimiento las calumnias e incomprensiones, nos habla también otro Obispo, el que fue de Ciudad Real, don Juan Hervás:

“Me llamó la atención su manera de llevar las contradicciones que por entonces soportaba y que en aquellos momentos eran especialmente duras, por lo que yo captaba en diversos ambientes. No le oí una palabra, no ya dura, sino ni tan siquiera de enojo. Para quienes le ofendían tenía palabras de disculpa, de perdón. Si no fuera porque la calumnia es una ofensa al prójimo y un pecado que clama delante de Dios –y eso le dolía mucho- se diría que todo aquello le importaba muy poco, ni hablaba de ello.”

El mismo Don Juan, años después sufrió grandes incomprensiones por haber promovido en su diócesis otro movimiento nuevo mirado con sospecha por aquel entonces, los Cursillos de Cristiandad. Tuvo que ir a Roma precisamente a dar testimonio por la cizaña que un religioso sembró a causa de dichos Cursillos, y visitó allí a su amigo San Josemaría, que hacía años que ya vivía en Roma, el cual le consoló diciéndole:

“‘No te preocupes, son bienhechores, porque nos ayudan a purificarnos. Hay que quererles y pedir por ellos’, recalcaban sus palabra cuando me insistía en la necesidad de tener amor a los que no nos comprenden, de orar por los que juzgan sin querer enterarse, e insistía en el deber de prestar sólo nuestra atención a la voz de la Iglesia y no a los rumores de la calle, y mantener, con la ayuda de Dios, el corazón limpio de amarguras y resentimientos”

Nos hablan los que le conocieron de otros rasgos de su espiritualidad, como fue el de la pobreza, que vivió de modo heroico desde la juventud. Sobre ella nos narra el citado P. Morales O.P.:

“Quiero señalar un rasgo, insólito en aquellos años, que muestra su desprendimientos total de los bienes de la tierra, que por pocos o pequeños que fueran, ponía siempre al servicio de la gloria de Dios: en aquellos retiros y Ejercicios que daba a sacerdotes, seminaristas y otras personas, por toda España, a ruego de los más diversos obispos, no sólo nunca quiso cobrar nada, ni recibir ningún regalo, sino que él mismo se pagaba los viajes. Sólo aceptaba cama y comida, muy pobre, si se la daban”

Y sobre su característica pobreza insiste el que fue Arzobispo de Zaragoza, Don Pedro cantero, que le conoció muy bien:

“La vida de Josemaría estuvo siempre en consonancia con el espíritu de pobreza más austero. Lo mismo en aquellos años en que se trabó nuestra amistad, cuando no disponía materialmente de nada, que en los años posteriores, cuando pudo dar lugar a una auténtica promoción económica para el servicio de la Iglesia –y para una honda acción social en tantos países- proporcionando maravillosos instrumentos de formación, de apostolado, de servicio.”

Dicho prelado nos habla también de la paz interior que vivía y transmitía san Josemaría, incluso en medio de las dificultades:

“Me asombra ahora recordar que nunca -pasase lo que pasase- perdió su característica sonrisa. No era al sonrisa fácil de un hombre bondadoso al que todo le salía bien o la del que no se da cuenta de lo que ocurre; era la manifestación externa de su paz interior: esa paz que procedía de abrazar, con la veras de su corazón, una cruz cuyas dimensiones nadie conocíamos con exactitud”

Y sobre la razón profunda de dicha paz coinciden todos los que lo conocieron en señalar que estaba en su profunda vida de piedad, centrada en la Eucaristía:

“Lo que fundamentaba su actividad era una vida de piedad honda, basada en la filiación divina. Hablaba mucho de oración; su oración personal se manifestaba en una presencia de Dios constante. Recuerdo especialmente la hondura y piedad con que celebraba la Santa Misa, la celebraba con intensidad de oración y pausadamente. Se veía con claridad que vivía cada una de las ceremonias y que amaba  hondamente el Santo Sacrificio”

Para concluir, aunque se podrían decir muchas cosas más sobre este gran santo del siglo XX, unas palaras de Don Pedro Cantero, resumiendo lo que fue este santos español que nació hace 110 años: “La imagen real de Josemaría es la de un hombre de Dios que, como juglar de Dios, ha cantado por todo el mundo el Amor a lo divino y ha dedicado su vida a la búsqueda generosa de almas.”

 

P. Alberto Royo Mejía, sacerdote