15.02.12

Había estado (XII). Escrito por Norberto

A las 9:37 PM, por Guillermo Juan Morado
Categorías : General

 

Había estado, desde el amanecer y ya era mediodía, calafateando su nueva embarcación, una pequeña chalupa de una vela, poco más que un bote, pero el hombre quería que fuera marinera, él, que era un marengo de segunda, pues las calas de Agrigento, bien conocidas en sus años infantiles, merecían el esfuerzo.

Interrumpió la tarea y se recostó a babor, buscando la sombra, apoyando la espalda en su embarcación en ciernes. Sacó de su bolsa de costado, muy parecida, a simple vista, a las que usaban los soldados, una hogaza de pan de centeno que cortó a rebanadas, tres, tomándolas de una en una, las untó, sucesivamente, con garum la primera, que cubrió con la segunda , en cuyo dorso roció, cuidadosamente, aceite de oliva, y por último cubrió a ésta con una tercera rebanada, de tal manera que el pan recuperó su forma original, pero con unos rellenos que despertaron, aun más , el apetito de nuestro calafate; el postre, ese día, fue un trozo de queso de cabra producto del trueque con un vecino.

El trago de vino que dio fin al almuerzo, procedía de una vasija, que, enterrada en la arena del rebalaje, proporcionó fresca bebida al comensal, que chascó la lengua contra el paladar dada la satisfacción que le produjo, pues él mismo lo había elaborado.

Era el día siguiente de las idus de mayo, y tras la suculenta ingesta y el cuartillo de vino que la acompañó, poco después de la hora sexta nuestro personaje sesteó, o, al menos, ese era su propósito, dejar pasar las horas de insolación más intensas antes de proseguir su faena, además de recuperar fuerzas tras la intensa tarea matutina.

Cuando Morfeo se adueñó de sus sentidos y los ronquidos ratificaban la profundidad del sueño, las imágenes que le acompañaban día y noche volvieron, puntualmente a presentarse, siempre las mismas, reviviendo el momento más importante de su vida:

Fueron, pues, los soldados y quebraron las piernas del primero y del otro crucificado con él.
Pero al llegar a Jesús, como lo vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua. (1)

Melitón, ese era el nombre de nuestro calafate, había vuelto, pocos meses ha, a la pequeña villa que le habían dejado en herencia sus padres adoptivos, Marcus Livius Drusus y su esposa Flavia Julia, correspondiendo, agradecidos al gran trabajo que sus padres y su hermano, incluso él mismo, en su quinta de las cercanías de Roma.

Cuando apenas había cumplido la edad del usus rationis, su padre le había concedido acompañarle como zagal, así, estando, una tarde, recogiendo unas cabras que se habían desperdigado, observó que unas gallinas, tres, caminaban tan pimpantes hacia una quebrada, y, ya se sabe, que aun teniendo alas, las gallinas no vuelan; el zagal, de un salto las atrapó, y las metió en su zurrón para evitar que se escaparan haciendo un nudo que impedía la escapatoria.

Miró a su alrededor, y, vio a unos cien pasos una figura de mujer que salía tras un olivo, el muchacho pensó que sería la dueña de las aves, por lo que le hizo señas, y, mostrando el zurrón, provocó en la señora una sonrisa, tanto por el hallazgo como por la actitud, tan seria, impropia de un niño, era Flavia Julia.

Años habían pasado desde que Sicilia dejó de ser el granero de Roma, y, los habitantes de la isla vivían una economía de subsistencia, lejos del esplendor de tiempos pasados en que el estrecho de Messina era cruzado por embarcaciones repletas de serones llenos de granos de avena y trigo.

La relación entre la familia de Melitón y la familia noble romana fue en aumento, desde el incidente gallináceo, hasta que, al cumplir Melitón la edad púber, Flavia ofreció empleo en su quinta de Roma, por lo que se trasladó la familia conocida como los Sículos, ya que eran antiguos habitante de la isla de Sicilia, allí la familia ocupó la casa de servicio de la quinta Livia, y Melitón fue tratado, casi, como un hijo: fue al gymnasium, aprendió a leer y a escribir hasta que, con gran disgusto de sus padres y sus tutores, decidió ingresar en el ejercito. El sueño parecía tocar a su fin, y esto sucedía:

Tomaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron en vendas con los aromas, conforme a la costumbre judía de sepultar. En el lugar donde había sido crucificado había un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo, en el que nadie todavía había sido depositado. Allí, pues, porque era el día de la Preparación de los judíos y el sepulcro estaba cerca, pusieron a Jesús. (2)

Morfeo soltó la presa, y, nuestro durmiente comenzó a despertarse, era la hora de nona, incorporándose poco a poco, todavía, rezongando con los ojos cerrados; a punto estaba de alzarse cuando su vista quedó inundada de una luz cegadora que le asustó, no podía ser el sol, que tenía a su espalda, tal vez alguien le estaba bromeando con un espejo o un cristal, cambió de ángulo, pero el resplandor no cesaba.

Cuando se convenció de que algo extraordinario sucedía, se calmó y como cuando al bucear se pasa de aguas turbias a aguas limpias, distinguió, primero una silueta, luego una figura de varón, que cada vez se hacía más visible en sus rasgos, hasta que su rostro se hizo perceptible y nítido: era el crucificado del sueño.

Cuando escuchó su voz, reconoció a quien había atravesado con su larga lanza, propia de los triarii, aquella tarde en Jerusalem; su timbre era grato al oído, dulce pero no aflautado, viril sin afectación, firme y cálido al mismo tiempo, bien distinto en su registro al que tuvo en sus horas de sufrimiento y dolor, sin embargo, inconfundible, el Aparecido dijo:

-¿Qué te atormenta, decurión?.
Melitón, respondió
-Fui yo, fui yo…no tengo perdón.
Le respondió
- ¿Acaso no quieres sanar?.
El decurión, replicó balbuciendo
-Domine, non sum digno!.
Sin embargo
-Ego te absolvo pecatis tuis, Melitón, a partir de ahora te llamarás Xristoforós, porque me has llevado en tu conciencia, y has sufrido por mí, desde ahora tu pesar será tu salvación y tu symbolon para la vida eterna. Ve a Licata te presentas al presbyterós y cuenta lo que te ha pasado, el sabrá qué hacer, llévales un Ixtys y sabrán que no mientes.

Y dicho esto el Crucificado desapareció, Melitón se quedó de rodillas, consternado, confuso, se frotaba los ojos, pero no, no había sido un sueño, esta vez no; su ánima estaba limpia, su corazón recuperó la pulsación normal, su mente estaba clara como cuando era un niño, entonces recordó lo que había dicho su centurión:

Por su parte, el centurión y los que con él estaban guardando a Jesús, al ver el terremoto y lo que pasaba, se llenaron de miedo y dijeron: «Verdaderamente éste era Hijo de Dios.».(3)

Ya no podía seguir calafateando, recogió, pues la pez naval, semienterrándola para que no se endureciera, guardó las gubias y demás herramientas; mientras procedía, observó un reflujo en el agua a la distancia donde había echado el chambel, era señal de había picado un pez, en efecto era una caballa de buen tamaño, que evisceró, envolvió en un paño y roció de sal de Trapani para su conservación.

Volvió a casa, donde se daría un baño, vestiría una túnica nueva, reservada para algún acontecimiento –cuál mejor- y se pondría, al anochecer, en camino a Licata. Localizó la gruta, al reconocer a un convecino cuando entraba, y, sin previo aviso, cruzó el umbral, los presentes le reconocieron y callaron, el silencio fue roto por Melitón, que enseñando el pescado dijo:

-He visto al Señor, y me ha enviado a vosotros, desde ahora me llamaréis Xristoforós, así lo dispuso.

Melitón fue catequizado y, semanas después, bautizado, terminó la chalupa, cruzó el estrecho de Messina y se dirigió a Roma, donde se encontró con Pedro, que tras oír su experiencia le nombró su diácono.

(1) Jn 19, 32-34
(2) Jn 19, 40-42
(3) Mt, 27 54

Norberto.