20.02.12

La pederastia destroza, el encubrimiento más

A las 10:50 AM, por Andrés Beltramo
Categorías : Pederastia en el clero católico
 

En medio de las turbulencias que han arrecido en El Vaticano en las últimas semanas, a causa de la fuga de documentos confidenciales y el llamado “Vatileaks”, tuvo lugar en Roma un encuentro histórico: el congreso “Hacia la curación y la renovación”, organizado por la Pontificia Universidad Gregoriana. ¿El objetivo? Promover una cultura global de prevención y combate a la pederastia dentro de la Iglesia.

Sobre ese encuentro reportamos ya en el post anterior de este blog con la entrevista a uno de los ponentes, el obispos mexicano Jorge Patrón Wong. Durante tres días (del 6 al 9 de febrero pasados) representantes de 110 conferencias episcopales y 30 órdenes religiosas del mundo escucharon un sinnúmero de reflexiones sobre el flagelo de los abusos sexuales contra menores. Un ejercicio necesario.

Que la Iglesia, desde su más alto nivel, esté empeñada seriamente en cambiar los horrores del pasado resulta evidente y este congreso es la prueba más tangible. El tema de la pederastia de algunos clérigos ha sido realmente manoseado, no sólo por la prensa sensacionalista (que buena tajada sacó del escándalo) sino también por un sector del mismo catolicismo que en su afán por defender la fe ha caído en sutiles (o menos) justificaciones insensatas, algunas planteadas –incluso- con bastante inteligencia… debo reconocer.

Pero detrás del (encendido) debate por los abusos se encuentran las víctimas, personas de carne y hueso cuyas almas fueron heridas irremediablemente. Una de ellas se llama Marie Collins, una valiente señora de 65 años, brindó su testimonio durante el encuentro de la Gregoriana. Un relato estremecedor que ahora compartimos con los lectores de Sacro&Profano. Para comprender la magnitud de esta tragedia humana.

ES IMPOSIBLE OLVIDARLO
Marie Collins / 9 de febrero de 2012

Aunque sucedió hace más de 50 años, es imposible olvidarlo. Acababa de cumplir 13 años y estaba en una etapa muy vulnerable, la de una niña enferma en el hospital, cuando un cura abusó de mí. No conocía la sexualidad y mi inocencia se agregó a mi vulnerabilidad.

Tomaba la religión católica muy en serio y acababa de hacer la confirmación. Estaba enferma, inquieta y por primera vez lejos de mi casa y de mi familia. Me sentí más segura en el hospital cuando un capellán católico vino a visitarme para las lecturas de la tarde. Desgraciadamente esas visitas vespertinas cambiaron mi vida.

El cura había salido del seminario unos años antes, pero ya tenía experiencia en el abuso de menores, yo no podía saberlo. Me habían enseñado que un cura es el representante de Dios en la tierra y automáticamente contaba con mi confianza y mi respeto.

Cuando comenzó a manosearme sexualmente, pretendiendo al principio que era un juego, quedé conmocionada, resistí, le pedí que parara. Pero no se detuvo. Mientras me manoseaba me decía que él ‘era un sacerdote’ y que ‘no podía actuar mal’. Sacó fotos de mis partes más íntimas y de mi cuerpo y me dijo que era “estúpida” si pensaba que actuaba mal. Recé para que no lo hiciese más… pero volvió a la carga.

El hecho de que mi agresor fuese un cura agregó mucha confusión en mi espíritu. Esos dedos que habían abusado de mi cuerpo en la noche anterior me ofrecían la hostia al día siguiente. Las manos que habían fotografiado mi cuerpo expuesto sostenían a la luz del día un libro de oraciones cuando escuchaba mi confesión.

Cuando salí del hospital no era la misma. Ya no fui más la niña confiada, despreocupada y feliz. Estaba convencida de que era mala. No me volví en contra de la religión, sino en contra de mí misma. Pasé sola mi adolescencia, manteniendo a todos a distancia para que nadie descubriese hasta que punto era mala, sucia.

Este constante sentimiento de culpabilidad me llevó a una profunda depresión y a problemas de ansiedad suficientemente serios como para necesitar tratamiento médico cuando tenía 17 años. Después vinieron largas hospitalizaciones.

A los 29 años conocí a un hombre maravilloso, me casé y tengo un hijo. Pero no conseguía superar la depresión. Tenía 40 años cuando hablé por primera vez de mi agresión a mi médico de cabecera. Me aconsejó que advirtiera a la Iglesia. Pedí cita con un cura, que rechazó tomar el nombre del agresor y me dijo que probablemente era culpa mía. Esta respuesta me destrozó.

Una década más tarde la prensa cubrió la serie de abusos sexuales por parte de curas. Por primera vez comencé a comprender que mi agresor se lo había hecho quizá a otros. Le escribí a mi obispo. Aquí comenzaron los dos años más difíciles de mi vida. El cura que me había agredido estaba protegido por sus superiores. Le dejaron durante meses en su parroquia, donde preparaba a los niños para la confirmación.

Me trataban como a alguien que quería atacar a la Iglesia, hubo obstrucción a la investigación policial. Estaba destrozada. El arzobispo pensaba que mi agresión era ‘antigua’ y que no estaría bien ensuciar la reputación del cura. Cuando hablé a las autoridades del hospital donde se produjo la agresión, recibí una respuesta muy diferente. Se preocuparon por mí, me aconsejaron y recurrieron inmediatamente a la policía.

Al cabo de una larga batalla, mi agresor fue llevado ante la justicia y encarcelado. Fue nuevamente apresado el año pasado por reiteradas agresiones contra otra niña un cuarto de siglo después de haber abusado de mí. Esos hombres pueden cometer abusos durante toda su vida.

Lo mejor de mi vida comenzó hace quince años cuando mi agresor compareció ante la justicia. Durante esos años trabajé con mi diócesis y con la Iglesia católica en Irlanda para mejorar la protección de los menores. Mi vida ya no está destrozada. Tiene sentido y valor.