16.03.12

Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto...

A las 11:42 PM, por Guillermo Juan Morado
Categorías : General
 

Homilía para el domingo IV de Cuaresma - ciclo B -

 

Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna” (Jn 3,14-15). El Señor, en el diálogo con Nicodemo, presenta su muerte en la cruz como una exaltación. Necesitamos mirar a Cristo en la Cruz y creer en Él. Sólo así seremos salvados, recibiendo el don de la vida eterna.

Según relata el libro de los Números (21,8-9), Moisés, por mandato de Dios, construyó una serpiente de bronce alzándola en un mástil muy alto para que los mordidos por las serpientes venenosas, que diezmaban al pueblo en el desierto, mirando a esa serpiente, quedasen curados. La serpiente de bronce es una prefiguración de Jesucristo, alzado en el mástil de la cruz.

En la proximidad de la celebración de la Pascua, la Cruz se nos presenta como un misterio de rescate, de redención universal (cf Catecismo 601). Como los israelitas en el desierto, también nosotros y, la humanidad entera – con la única excepción de Jesucristo y de su Madre, redimida desde el primer instante de su concepción - , hemos sido mordidos y esclavizados por el pecado, que ha herido nuestra naturaleza y emponzoñado con su veneno la convivencia humana.

Es precisamente en la Pasión y en la Muerte de Cristo donde el pecado manifiesta más claramente su violencia, su poder de destrucción y la multiplicidad de sus rostros: la incredulidad, el rechazo y la burla del Salvador, la debilidad de Pilato, la crueldad de los soldados, la traición de Judas, las negaciones de Pedro, el abandono de los discípulos (cf Catecismo 1851). También hoy el pecado parece enseñorearse del mundo y de nuestras vidas, porque Dios es rechazado y el hombre despreciado y pisoteado en su dignidad inviolable.

Jesucristo es alzado en la Cruz, asumiendo nuestro pecado, cargando con él, con la enorme masa de culpa de los hombres, para rescatarnos de la muerte y darnos la vida: “Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo”, escribe el apóstol San Pablo en su Carta a los Efesios (2,4-5).

La salvación brota de la Cruz. De esa mirada a la Cruz que es la mirada de la fe. El evangelista San Marcos deja constancia de esta mirada, cuando anota que el centurión que estaba en frente de Jesús “al ver cómo había expirado, dijo: - En verdad este hombre era Hijo de Dios” (Mc 15,39).

Es la grandeza del amor de Dios, de su ira para con el pecado y de su misericordia para con los pecadores, la que mueve a creer. Como afirma el Concilio Vaticano II: “Nadie se libera del pecado por sí mismo y por sus propias fuerzas ni se eleva sobre sí mismo; nadie se libera completamente de su debilidad, o de su soledad, o de su esclavitud. Todos necesitan a Cristo, modelo, maestro, libertador, salvador, vivificador” (Ad gentes, 8).

La Encarnación y la muerte de Cristo reflejan ese inconmensurable amor que no quiere que perezca ninguno, sino que todos tengan vida eterna. En la medida en que, contemplando la Cruz, nos abramos por la fe al amor de Dios recibiremos la vida eterna: Dios vivirá en nosotros y nosotros en Dios.

Guillermo Juan Morado.