Fe y Obras

Sobre el Reino de Dios

 

21.03.2012 | por Eleuterio Fernández Guzmán


Creer en el Reino de Dios es algo más que estar seguros de que, en la eternidad, podremos encontrarnos con el Creador. Sin ir más lejos podemos decir que poner nuestra confianza en el mismo es tener en cuenta que ya está entre nosotros y en nosotros.

El Evangelio de San Marcos (1, 15) recoge lo siguiente dicho por Jesús: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva”. Cristo quiso, con tal expresión de verdad, dar cumplimiento a lo que, en el Evangelio de San Mateo  (3, 1-3) se dice de su primo Juan cuando recogió que “Por aquellos días aparece Juan el Bautista, proclamando en el desierto de Judea: ‘Convertíos porque ha llegado el Reino de los Cielos.’ Este es aquél de quien habla el profeta Isaías cuando dice: ‘Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor,          enderezad sus sendas’”.

En realidad, cuando Jesús anuncia el Reino de Dios sabe a la perfección que el cumplimiento de la llegada del mismo recae sobre su misma persona y que tener en cuenta sus actitudes y sus palabras ayudará mucho a cambiar el corazón, arrepintiéndose de lo mal hecho y dicho y viniendo a ser un ser humano que contiene, el odre nuevo, la nueva ley del amor. Por eso avisa tantas veces y tantas veces nos dice creer, creer, creer…

¿Dónde, pues, se encuentra el Reino de  Dios?

Ya San Pablo, en su Epístola a los Romanos (14, 17) dice que “el reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo”. Así muestra el que fuera perseguidor de discípulos de Cristo cuál es camino exacto para considerarnos, estando, en el Reino de Dios.

Por eso, la constatación de que el Reino de Dios está, ya, entre nosotros y dentro de nosotros es tener en cuenta, por ejemplo, la humildad, la mansedumbre, el servicio a los demás, la puesta en práctica de la misericordia y el perdón y sobre todas estas actitudes la consideración del amor-caridad como la primera Ley del Reino de Dios aquí mismo, ahora, desde ya es un a modo de imitación de Cristo para estar y ser en el Reino de Dios.

Y si así nos conducimos, así se considerará de nosotros que somos justos discípulos del Hijo de Dios que vino al mundo para salvarnos y para que comprendiésemos el verdadero, único, sentido de la norma que Dios puso en nuestro corazones de la cual, hasta los gentiles, tienen noticia (cf. Rom 2, 14) y así se podrá decir de nosotros, con San Josemaría, “Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación que todos pudieran decir al verte o al oírte hablar: éste lee la vida de Jesucristo” (Camino, 2) y que, leyendo, comprendiésemos hasta qué punto es crucial que seamos, también (San Josemaría. “Es Cristo que pasa”, 183), “alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo. Sólo así podremos emprender esa empresa grande, inmensa, interminable: santificar desde dentro todas las estructuras temporales, llevando allí el fermento de la Redención”.

Pero como en nuestro corazón está inscrita el ansia de eternidad, aspiramos, sin embargo, al definitivo Reino de Dios que es aquel del que dijo Jesús (Jn 18, 36) “Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí.” Entonces se lo dijo al gobernador Pilato pero, ahora mismo, nos lo dice a cada uno de nosotros para que nos demos cuenta de que nuestro hacer aquí tendrá consecuencias en el más allá, donde se tendrá en cuenta, por ejemplo, cada cosa hecha por el prójimo (cf. Mt 10, 42).

Ahí, justamente, está el Reino de Dios. Y no es demasiado lejos aunque nuestros egoísmos pongan, a veces, una distancia muy grande entre lo que decimos que somos, discípulos de Cristo, y lo que, en realidad demostramos que somos.

 

Eleuterio Fernández Guzmán
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