Fe y Obras

Confesarse

 

26.03.2012 | por Eleuterio Fernández Guzmán


De vez en cuando nos conviene, a los fieles, que se nos zarandee para que nos demos cuenta de que determinadas realidades espirituales que tenemos un poco olvidadas las traigamos a nuestro ahora mismo y las hagamos nuestras.

A este respecto el obispo de Solsona, Monseñor Xavier Novell, ha tenido a bien decir algo que ni se puede olvidar ni nos conviene olvidar. No es algo extraño que lo diga un pastor pero sí lo es que,  a lo mejor, tenga que decirlo.

Ha sido lo siguiente: "Pido a todos los fieles que no tengáis miedo de confesar vuestros pecados".

Queda claro que, aunque lo haya dicho un obispo que rige determinada diócesis, nos vale a todos porque a todos nos concierne tener una vida que sea lo más católica posible y, entre las, digamos, prácticas de tal jaez se encuentra la de la confesión.

El Sacramento de la Reconciliación es, precisamente, uno que lo es reparador. A través del mismo nos ponemos a bien con Dios porque reconocemos el mal que hemos hecho en determinadas ocasiones. También reconocemos que hemos fallado a la fidelidad que  debemos como cada hijo debe a su padre y, más aún, siendo el Padre el Creador. Por eso dice el número 1422 del Catecismo de la Iglesia Católica que "Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de los pecados cometidos contra El y, al mismo tiempo, se reconcilian con la Iglesia, a la que ofendieron con sus pecados. Ella les mueve a conversión con su amor, su ejemplo y sus oraciones" (LG 11).

Somos perdonados porque la Misericordia de Dios no tiene ni límite ni tiene en cuenta lo que somos (pobres pecadores) sino que busca el encuentro con la criatura creada por Él.

Deberíamos, por lo tanto, acudir al Sacramento de la Reconciliación a sabiendas de que nos es necesario y, por otra parte, requerido para llevar una vida cristiana digna de ser llamada de tal forma.

El caso es, sin embargo, que muchos católicos rehuimos tal Sacramento por algún tipo de respeto humano o porque, sencillamente, no acabamos de comprender el significado y el sentido del mismo. Deberíamos, por lo tanto, saber (si es que no lo sabemos) que tal Sacramento tiene unos efectos espirituales sin los cuales no se comprendería.

En primer lugar, nos restituye la Gracia de Dios y, con ella, podemos enfrentarnos a las tentaciones que, desde el mundo, nos llegan para alejarnos de Dios y evitar, así, el pecado.

En segundo lugar, nos reconcilia con Dios, Padre nuestro. Pero es que, también, supone para nosotros la reinstauración de la paz y una tranquilidad de conciencia que nos permite ser hijos reconociendo que el Creador es, en efecto, Padre.

En tercer lugar, también nos permite reconciliarnos con la Iglesia católica, Esposa de Cristo, en cuanto comunidad de fieles creyentes y hermanos porque no podemos olvidar que, cuando pecamos dañamos a todo el Cuerpo de Cristo y no es cosa, en exclusiva, de nuestro proceder. Pecamos y, cuando lo hacemos, perjudicamos a todos los que, con nosotros, son piedras vivas que constituyen la Iglesia católica.

Pero no acaba aquí la cosa porque no podemos negar que confesarse viene a ser como un, a modo, de juicio previo al que nos someterá el Tribunal de Dios cuando, tras nuestra muerte terrena, nos presentemos (con la ayuda de nuestro Ángel Custodio como abogado nuestro) a dar cuenta de lo que hemos sido y hemos hecho en nuestro paso por el valle de lágrimas que es esta Tierra.

Bien podemos ver que, consecuentemente con lo hasta aquí dicho, es importante confesarse. Dirigirse, así, al sacerdote para que nos escuche y, tras hacer lo propio, nos perdone y nos dé la absolución, es un acto, por otra parte, no exento de valentía porque vencemos el temor al conocimiento de lo mal hecho y porque, también, huimos de la tentación del Mal que nos induce a mantener en secreto lo que, además, Dios ve y conocer.

El Sacramento de la Reconciliación nos cura de los males que nos hemos infringido por voluntad propia. ¿No queremos quedar curados?

Imaginemos, por ejemplo, que somos el hijo pródigo de la parábola que vuelve y ve como su padre le abraza y lo llena de besos perdonando el daño que le pudiera haber hecho. Imaginemos cómo nos sentiríamos después de haber sentido tanta culpa aunque no fuéramos, precisamente, buenos hijos.

Pues Dios es, comparando a aquel padre, mucho más Padre y mucho más misericordioso. Y nos espera en tal Sacramento, para que nos reconciliemos con Él.

 

Eleuterio Fernández Guzmán
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