Fe y Obras

De lunes a Domingo

 

02.04.2012 | por Eleuterio Fernández Guzmán


Esta semana no es una que lo sea, o que podamos entender que lo es, normal. Para un cristiano, aquí católico, lo que sucede en la misma va más allá del paso de unos días que acaban terminando, como siempre, en el día del Señor, el domingo.

Desde el Lunes santo hasta el Domingo de Resurrección las calles de España se van a ver transitadas por unas personas que tienen lo religioso, la religión, el catolicismo, como algo muy importante en sus vidas y aunque no podamos sostener (eso sólo Dios lo sabe) si la totalidad de personas que procesionan tienen una fe profunda o es de ocasión, bien podemos decir que hacen lo que hacen porque algo, al menos, de fe han de tener.

Caminar con paso pausado, hoy día, por las calles de nuestra patria, y acompañando a uno o varios pasos de Semana Santa es poner, como se dice actualmente, en valor lo que es nuestra fe. No es un modo de demostrar más que lo es evidente: creemos en Dios y en Su Hijo Jesucristo y, por eso mismo, gozamos con recordar lo que fue un tiempo muy especial que, dando comienzo cuando Jesús entró, entre aclamaciones, en la Ciudad Santa y terminando con la Resurrección de Nuestro Señor, nos llega el corazón de lo que sólo Dios sabe llenar.

De lunes a domingo, de éste mismo al próximo 8 de abril, vamos a hacer presente lo que fue para que sea y para que siga siendo hasta que Cristo vuelva en su Parusía. Así de simple es la cosa y así de profunda: hacemos porque amamos y amamos porque queremos que así sea. Y no nos valen acusaciones de trivialidad o de tibieza en la fe.

En realidad, celebrar la Semana Santa es no dejar en el cajón de lo cotidiano lo importante que es la historia la salvación para los salvados porque, una vez terminada la Cuaresma como tiempo de conversión, la realidad misma nos hace presente un itinerario, el Gólgota, que será para nosotros vida y salvación y que, por eso mismo, nos permitirá decir un sí, como un “hágase”, a la voluntad de Dios expresada en la necesidad de tener a Cristo en nuestra vida.

Es bien cierto que lo que se recuerda puede que no sea bien visto por el mundo y su mundanidad y que la sangre de Cristo, derramada por todos pero para que se salven los que acepten a Quien la derramó, pueda causar estragos en los corazones excesivamente sensibles y dominados por la pasión del no dolor y del no sufrimiento. Sin embargo, el tal dolor y el tal sufrimiento es sobrenaturalizado por Cristo y, por donación graciosa de Dios, por cada uno de nosotros  cuando los padecemos. Cruz que es nuestra cruz y que llevamos, tras el Señor, para alcanzar la vida eterna que con su muerte nos consiguió.

Y eso es la semana que ahora acabamos de empezar y que, poco a poco, entre procesión y procesión, nos llevará hasta el glorioso encuentro entre María, madre que padece por su hijo, y Cristo, hijo que ama a su Madre y que la abraza tras volver a estar entre aquellos otros nosotros.

Para esto no basta con asistir a las procesiones de forma inactiva sino que se nos reclama una participación, al contrario, activa. Así, activamente, el corazón lo tenemos que tener dispuesto a aceptar al sacrificio de Cristo y a tenerlo como propio; activamente se nos pide recogimiento interior para meditar el misterio pascual; activamente se nos demanda volver a Dios si es que nos hemos alejado de Él porque está muriendo por nosotros; y, activamente, somos llamados a tener un propósito de enmienda de nuestros pecados porque, ante la sangre de Cristo, no cabe otra cosa ni se nos puede pedir nada menos importante.

Por eso todo nos conmueve por dentro y todo nos trae a nuestra presencia cada gota de sangre con la que Jesús sembrará semilla de nuevos discípulos suyos porque la contemplación de tal sacrificio supone, sin duda alguna, una llamada al amor, a la entrega y al servicio a los demás, prójimos que sólo deberían esperar de nosotros amor y ayuda y no odio y malas formas.

Cristo es ejemplo de muchas cosas pero en esta semana lo es, sobre todo, de que el que quiere entregarse por amor puede hacerlo esperando la bondad del Padre. Y luego, como en su caso, ser salvados para siempre, en nuestra propia resurrección que, si lo hemos merecido, será para la vida eterna.

Eleuterio Fernández Guzmán
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