4.04.12

Caso Torres Queiruga: llegan los «olifantes»

A las 6:27 PM, por Juanjo Romero
Categorías : Disenso

La carga de los olifantes

Lo de Torres Queiruga está tomando tientes de «chiste de gallegos», mis amigos americanos saben a lo que me refiero. Pero se me ocurrían tres reflexiones interesantes (al menos interesantes para mi, que para eso es mi blog).

La primera es que aunque pasase, no pasa nada. Los pastores deben ejercer su misión, y mejor con prontitud. La «Notificación» sobre la poca catolicidad de algunas obras del teólogo Torres Queiruga llega tarde y corta:

  • para él, porque tiene todo el derecho del mundo a desarrollar su labor teológica y si se desvía, todo el derecho a ser advertido a tiempo
  • para los demás, porque como dice la Notificación, «en repetidas ocasiones han llegado a la Conferencia Episcopal Española consultas sobre la conformidad de los escritos del Prof. Rvdo. D. Andrés Torres Queiruga con la enseñanza de la Iglesia Católica»; los fieles tenemos derecho a que se responda en tiempo, sin miedos.

Haberlo retrasado por cálculos humanos no hizo ningún bien, a ninguno. Respecto a esos cálculos, los pastores pueden comprobar que no se hunde el mundo, que aunque José Manuel Vidal lo haya tomado como un tema personal y haga de catalizador, ya han desfilado todos por la web que dice dirigir, quizá falte en la foto alguno de la autodenominada «Asociación de Teólogos Juan XXII». Como Saurón, ha convocado a todas sus huestes y han acudido a rendir pleitesía, incluyendo los «olifantes». ¿Y? Pues que no ha pasado absolutamente nada.

No dan para más, ni las insidias, ni las medias verdades, ni los circiterismos, ni el tono mafioso de las exigencias. Se les ha acabado el matonismo. Comprobar que no infunden miedo, su única arma, les produce vértigo.

Los límites de la teología

La segunda reflexión es sobre los límites de la misión teológica. Para ello tomo una anécdota que cuenta Ratzinger de su etapa como universitario, en un ambiente muy anti-romano y con gran influencia de la crítica protestante.

En este contexto quisiera contar un breve episodio que me parece que ilumina muy bien aquella situación. Cuando se estaba muy próximo a la definición dogmática de la asunción en cuerpo y alma de María al cielo, se solicitaron las opiniones de todas las facultades de teología del mundo. La respuesta de nuestros profesores fue decididamente negativa. En este juicio se hacía sentir la unilateralidad de un pensamiento que tenía un presupuesto no sólo y no tanto histórico, cuanto historicista. […]

En el ámbito del diálogo ecuménico, en cuyo vértice estaban el arzobispo de Paderborn y el obispo luterano Stahlin (de este círculo, sobre todo, nació después el Consejo para la Unidad de los Cristianos), se pronunció Gottlieb Sohngen apasionadamente contra la posibilidad del dogma alrededor del año 1949. En tal circunstancia, Eduard Schlink, profesor de teología sistemática en Heidelberg, le preguntó de un modo muy directo: «¿Qué hará Vd. si el dogma es finalmente proclamado? ¿No debería volver la espalda a la Iglesia católica?» Sohngen, después de un momento de reflexión, respondió:«Si el dogma fuera proclamado, recordaré que la Iglesia es más sabia que yo, y que debo fiarme más de ella que de mi erudición». Creo que esta escena dice todo sobre el espíritu con que en Munich se hacía teología, en forma crítica pero creyente.

– JOSEPH RATZINGER (1997) Mi vida

Y el dogma fue proclamado.
 

«Cronolatría»

La tercera es sobre la novedad en teología. Para ello me ayudo de un texto del Cardenal Biffi, «La Bella, la Bestia y el Caballero: Ensayo de teología inactual». Biffi dedica un capítulo entero a explicar el título. Con la sorna que le caracteriza, pero con profundidad, reivindica la «inactualidad» entre otras cosas por

el temor, aunque esté poco justificado, de que algún despistado le clasifique a uno entre los teólogos contemporáneos. Es una clasificación de la que no me siento merecedor. Y no sólo porque sería un honor indebido, sino también porque de unos años acá circulan en la república teológica muchos con los que no me gustaría que se me confundiera.

Y expresa

la convicción de que, si se desea hablar eficazmente al hombre y no al envoltorio efímero que lo contiene, hay que hablar al hombre en cuanto hombre; y por lo mismo, si se quiere llegar al hombre de hoy, hay que apuntar al hombre de siempre. Los discursos programados para los «hombres de nuestro tiempo» no calan más allá de la cáscara y no llegan a la verdadera sustancia del hombre

Luego le dedica unas páginas a los ídolos de esa «actualidad» con la que no quiere identificarse, entre los que destaca la «cronolatría» (perdonad que sea tan extensa la cita):

El segundo ídolo lo ha señalado J. Maritain al hablar de «cronolatría» o «adoración de la actualidad». La lucidez de la denuncia del pensador francés no ha impedido, sin embargo, que este «culto» se extendiese o se afirmase cada vez más en la cristiandad, hasta el punto de ser ya un hábito mental adquirido que ni siquiera tiene necesidad de justificarse.

Sin afirmarse nunca expresamente, tal actitud se trasparenta de modo con frecuencia involuntario y por lo mismo más significativo en el lenguaje de uso corriente, en el que la adjetivación del reproche teórico no es: falso, errado, ilógico, malo, aberrante; sino más bien: superado, sobrepasado, retardado, viejo. No cuenta tanto la verdad cuanto su formulación reciente. Las ideas, como los huevos, deben ser «del día».

Hasta se oye a veces la descalificación de un teólogo o de un obispo con la frase: «se quedó en el concilio de Trento»; donde sorprende que la condena no se exprese con la indicación de lo que, una vez demostrado, podría constituir una crítica justa (esto es, por ejemplo, su no consonancia con la doctrina del Vaticano II), sino de lo que acaso debería representar un título meritorio (esto es, su fidelidad a la doctrina de un magisterio solemne que, aunque sea antiguo, sigue teniendo autoridad). Y con esta desenvoltura «cronolátrica» se dispensa de presentar pruebas de una eventual infidelidad al magisterio más reciente.

Del mismo modo, se nos exhorta con frecuencia a rezar por los «hombres de nuestro tiempo», como si acaso alguien hubiera tenido la tentación de recordar en sus oraciones a los asirio-babilonios; o a vivir en el «mundo de hoy», contra el peligro de caer inadvertidamente en la época carolingia; o a comprometerse a «ser modernos», que es un poco como si una vaca se empeñase en tener rabo.

No nos maravilla entonces advertir que el tema de la «vida eterna» sea cada vez más raro en los tratados eclesiásticos, donde en cambio ocupan cada vez más espacio las cuestiones del «tiempo presente». Es justo y necesario tratar de éstas sin evasiones alienantes, pero no «en vez de aquélla», sino «a la luz de aquélla»: sólo con la conciencia siempre inquieta de la «vida eterna» y de su importancia incomparable es posible «redimir al tiempo presente», volviéndole a dar sentido y plenitud.

A veces se tiene la impresión de que los creyentes se aprestan sobre todo a rescatar el tiempo presente, no de la vanidad y de la malicia de los «días malos» (cfr. Ef 5,16), sino precisamente de la amenaza opresiva de lo eterno, ante lo que se tiene el temor –como se ha recordado demasiadas veces– de que no deje espacio para la inserción en lo cotidiano.

El caso es preocupante: cuando se sustituye el fundamento de la libertad por la razón de la tiranía, la medicina por la enfermedad, la fuente de la energía por la causa de la parálisis, las esperanzas de sobrevivir son pocas.

Además suele ocurrir que atentar contra la fe lleva también a hacerlo contra la razón. Y así la «cronolatría», al invertir la perspectiva cristiana, daña también los mecanismos del raciocinio […].

Lógicamente la teología avanza, se desarrolla, pero no con los supuestos que nos quieren hacer tragar algunos.