16.04.12

 

Desde que en las últimas semanas la Iglesia parece decidida a dar un paso adelante a la hora de defender la sana doctrina y amonestar, siquiera someramente, a quienes se oponen públicamente a la misma (curas austriacos, Queiruga, Flannery), los defensores de los heterodoxos se rasgan las vestiduras hablando del regreso de la Inquisición, de la Edad Media, etc.

Ciertamente la Iglesia ha combatido la herejía antes del último concilio. En dicho combate se llegaron a usar métodos absolutamente brutales, que esperamos y deseamos que no se vuelvan a repetir. Ahora bien, la defensa de la sana doctrina contra la heterodoxia no es cosa de Torquemadas, ni empezó cuando se implantaron las hogueras para quemar herejes. Aparece en el Nuevo Testamento y sigue, sin solución de continuidad, en los primeros siglos del cristianismo. Prueba de ello es que una de las obras cumbre del siglo II lleva como títlo “Contra los herejes”. Escrita por San Ireneo de Lyon, tiene hoy exactamente la misma actualidad que en el momento de su composición.

Leamos al más grande de los teólogos de ese siglo:

1.2. Los herejes ante la Escritura y la Tradición
2,1. Porque al usar las Escrituras para argumentar, la convierten en fiscal de las Escrituras mismas, acusándolas o de no decir las cosas rectamente o de no tener autoridad, y de narrar las cosas de diversos modos: no se puede en ellas descubrir la verdad si no se conoce la Tradición. Porque, según dicen, no se trasmitiría (la verdad) por ellas sino de viva voz, por lo cual Pablo habría dicho: «Hablamos de la sabiduría entre los perfectos, sabiduría que no es de este mundo» (1 Cor 2,6). Y cada uno de ellos pretende que esta sabiduría es la que él ha encontrado, es decir una ficción, de modo que la verdad se hallaría dignamente unas veces en Valentín, otras en Marción, otras en Cerinto, finalmente estaría en Basílides o en quien disputa contra él, que nada pudo decir de salvífico. Pues cada uno de éstos está tan pervertido que no se avergüenza de predicarse a sí mismo (2 Cor 4,5) depravando la Regla de la Verdad.

Es cierto San Ireneo de Lyon que hablaba de los herejes gnósticos, pero lo que apunta vale para cualquier tipo de herejes y de herejías. Por ejemplo, si aplicamos sus palabras a lo que viene diciendo Torres Queiruga desde mucho antes de que fuera objeto de una notificación por parte de la CEE, encontramos una coincidencia casi total entre el argumentario de los heterodoxos de entonces con “nuestro” heterodoxo del siglo XXI. Si a la lista de Valentín, Marción y Basílides añadimos el nombre de Queiruga, no hay que cambiar una letra ni una coma al resto del texto.

Vean ustedes más coincidencias entre los herejes del siglo II y los del siglo XXI:

2.2. Cuando nosotros los atacamos con la Tradición que la Iglesia custodia a partir de los Apóstoles por la sucesión de los presbíteros, se ponen contra la Tradición diciendo que tienen no sólo presbíteros sino también apóstoles más sabios que han encontrado la verdad sincera.

¿Acaso no apelan los heterodoxos de hoy a la cantidad de sacerdotes y de teólogos que comparten sus tesis heréticas? ¿No ha sido el mismísmo Queiruga quien acaba de declarar en El País que “los teólogos actualizados no creemos en milagros"?

No puede haber duda alguna. La lucha entre la luz y las tinieblas tiene lugar en el seno de la misma Iglesia y alrededor de sus atrios. Los fieles acudimos a las Escrituras, a la Tradición y al Magisterio -sucesión apostólica- para que brille la luz, para que brille Cristo. Los herejes pretenden valerse de las Escrituras, sea para interpretarlas según les viene en gana, sea para restarles credibilidad y autoridad doctrinal, oponiéndose a la Tradición y al Magisterio. Da igual que el hereje se llame Marción, Martín Lutero, Juan Calvino, César Vidal, Andrés Torres Queiruga o Tony Flanner. Todos tienen un mínimo común múltiplo. Rechazan la autoridad de la Iglesia y desde ahí multiplican sus herejías.

Ahora bien, de la misma manera que los herejes del siglo II comparten mesa y mantel con los herejes de nuestro siglo, los que defendemos la fe de la Iglesia en el siglo XXI compartimos mesa y mantel con quienes hicieron tal cosa en el siglo II. Y no hablamos de una mera confrontación de ideas. Esto es una guerra, una auténtica batalla. Miren como lo describió San Ireneo:

2,3. Contra ellos luchamos, ¡oh dilectísimo!, aunque ellos tratan de huir como serpientes resbaladizas. Por eso es necesario resistirles por todos los medios, por si acaso podemos atraer a algunos a convertirse a la verdad, confundidos por la refutación. Cierto, no es fácil apartar a un alma presa del error, pero no es del todo imposible huir del error cuando se presenta la verdad.

Nuestra guerra es un tanto peculiar. No buscamos la destrucción del enemigo sino su salvación. Buscamos que dejen de ser instrumentos del error y de las tinieblas para que en verdad pueda decirse de ellos que anuncian “las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pe 2,9). Sí, es cierto que mientras no se conviertan son verdaderos enemigos que, incluso en el nombre de Cristo, llevan a otros al abismo de la perdición. Pero nunca debemos olvidar que la razón de nuestra forma de actuar viene marcada por los dos últimos versículos de la epístola de Santiago:

Hermanos, si alguno de entre vosotros se ha extraviado de la verdad, y alguno le hace volver, sepa que el que haga volver al pecador del error de su camino, salvará de muerte un alma, y cubrirá multitud de pecados.
Stg 5,19-20

¡Ay de mí si no anunciara el evangelio!” (1 Cor 9,16), dijo San Pablo. Pues bien, el evangelio también se anuncia combatiendo a aquellos que lo corrompen. Escribió también el apóstol: “Si alguno os predica diferente evangelio del que habéis recibido, sea anatema” (Gal 1,9). Y llegó a decir “¡Ojalá se mutilasen los que os perturban!” (Gal 5,12) de los herejes judaizantes. De nosotros se podrá decir que no tenemos la autoridad de los apóstoles ni de sus sucesores. Y es cierto. Ni la tenemos, ni la tendremos, ni la buscamos o pretendemos. Pero nadie nos puede negar nuestra condición de “reyes y sacerdotes (Ap 1,6). Se nos concedió mediante el bautismo. Y es desde esa condición, vivida por gracia en fidelidad a la Iglesia, que hacemos lo que hacemos. Y, si el Señor no dispone otra cosa, seguiremos haciéndolo.

Ad maiorem Dei gloriam.

Luis Fernando Pérez Bustamante