7.05.12

Meditaciones sobre El Credo.- 2.- Creo en Jesucristo, su Hijo, nuestro Señor

A las 12:24 AM, por Eleuterio
Categorías : General, Serie meditaciones sobre El Credo
Por la libertad de Asia Bibi y Youcef Nadarkhani.

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Explicación de la serie

El Credo

El Credo representa para un católico algo más que una oración. Con el mismo se expresa el contenido esencial de nuestra fe y con él nos confesamos hijos de Dios y manifestamos nuestra creencia de una forma muy concreta y exacta.

Proclamar el Credo es afirmar lo que somos y que tenemos muy presentes en nuestra vida espiritual y material a las personas que constituyen la Santísima Trinidad y que, en la Iglesia católica esperamos el día en el que Cristo vuelva en su Parusía y resuciten los muertos para ser juzgados, unos lo serán para una vida eterna y otros para una condenación eterna.

El Credo, meditar sobre el mismo, no es algo que no merezca la pena sino que, al contrario, puede servirnos para profundizar en lo que decimos que somos y, sobre todo, en lo que querríamos ser de ser totalmente fieles a nuestra creencia.

La división que hemos seguido para meditar sobre esta crucial y esencial oración católica es la que siguió Santo Tomás de Aquino, en su predicación en Nápoles, en 1273, un año antes de subir a la Casa del Padre. Los dominicos que escuchaban a la vez que el pueblo aquella predicación, lo pusieron en latín para que quedara para siempre fijado en la lengua de la Iglesia católica. Excuso decir que no nos hemos servido de la original sino de una traducción al castellano pero también decimos que las meditaciones no son reproducción de lo dicho entonces por el Aquinate sino que le hemos tomado prestada, tan sólo, la división que, para predicar sobre el Credo, quiso hacer el mismo.

2.- Creo en Jesucristo, su Hijo, nuestro Señor

Jesucristo

Siguiendo con la meditación sobre el Credo, es muy cierto que afirmar que Cristo es Hijo de Dios y que, además, es Señor nuestro, es sostener lo que, en verdad, llena nuestra vida de descendencia divina.

Decimos, en el Credo Niceno-Constantinopolitano, que Jesús fue “engendrado” y no creado por Dios. Por eso tenemos por cierto que el Emmanuel es Hijo Único del Creador en cuanto tal relación establecida entre estas dos personas de la Santísima Trinidad y no porque creamos que el ser humano no tenga tal filiación divina.

Pero Jesús, antes de aparecer entre nosotros con una realidad humana débil y mortal ya estaba en la eternidad en el seno del Padre. Y esto lo describe el evangelista Juan cuando dice (Jn 1, 1) que “En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios”. O un poco después (1,4) cuando se establece entre nosotros: “Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad”, para certificar algo que es fundamental tener como verdad y siempre presente (1, 18) y que es que“ A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado”.

Cristo, aún estando desde la eternidad en el seno de Dios y ser Dios mismo, fue enviado por el Creador. Es la llamada plenitud de los tiempos en la que (Gal 4, 4-8) “Envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios. Pero en otro tiempo, cuando no conocíais a Dios, servíais a los que en realidad no son dioses.

Afirma, pues, el apóstol de los gentiles, que somos hijos de Dios pero que Jesús es a través de quien recibimos la filiación, dice, “adoptiva” pues, en efecto, no hemos sido engendrados sino creados por Quien todo lo hizo y hace.

Por otra parte, aunque Jesús era Dios lo era hecho hombre y, por lo tanto, tuvo una existencia mortal aunque, en efecto, sin pecado alguno (“perfecto Dios y perfecto hombre” según el símbolo Atanasiano). En este tiempo, de algo más de treinta años, no perdió su especial filiación que lo hacía Hijo Único de Dios. Ya desde el principio de vida pública, en el propio Bautismo a manos de su primo Juan, la voz del Padre (Mt 3, 17) o, posteriormente, en el episodio de la Transfiguración (Mt 17,5) cuando, ante el asombro de Santiago, Juan y Pedro, exclamó el Creador “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle”. Hizo saber, por lo tanto, que era su Hijo, que lo amaba y, por eso mismo, en la oración que enseño a los apóstoles, llamaba a Dios “Padre” y, de forma más íntima, en la oración, “Abbá”, papaíto.

Y Jesús, siendo Hijo, se sabe necesitado del Padre. Por eso, en un momento determinado, dirá (Jn 5, 19) “El Hijo no puede hacer nada por su cuentaporque (Jn 10, 30) “El Padre y yo somos uno”. Y por eso mismo, para darnos a entender qué tipo de relación establecemos con el Hijo Único en Jn 15, 5 recoge el discípulo amado aquello de “Separados de mí no podéis hacer nada” que es lo que certifica que Jesús es Dios mismo y que, como Él nada puede hacer sin el Padre tampoco nosotros podemos hacer nada sin el Hijo porque (Jn 14,10) “Quien me ve a mí, ve al Padre” y eso nos une de una manera radicalmente esencial con Cristo y, así, con Dios mismo.

Tenemos, pues, por seguro, que Jesús es el Mesías (Ungido, porque en el pueblo elegido por Dios los ungidos en el nombre del Creador eran los elegidos por el mismo para llevar a cabo una misión importante), el Cristo, el Enviado por Dios para que el mundo se salvara y no pereciera para siempre. Y era, por eso mismo, su Único Hijo.

A lo largo de su vida, Jesús tuvo conciencia de ser el Ungido de Dios pero no quiso, como puede verse en diversos momentos de los Santos Evangelios, que se supiera antes de que fuera necesario que así sucediera. Era el Único Hijo y, por eso mismo, no podía llevar a cabo, en esta tierra, un Reino político y violento en contra del opresor romano sino, muy al contrario, uno que lo fuera de amor y de misericordia abierto, además, a todas las gentes.

En realidad, Jesús era un Mesías distinto al que muchas personas esperaban. No secundó el nacionalismo casi suicida de muchos de sus contemporáneos que llevaría, precisamente, a la destrucción del Templo en la guerra de los años 70 de la era cristiana. Era otro tipo de Mesías que sembraba esperanza y sabía que era el sábado el que estaba sometido al hombre y no al revés como muchos creían y aplicaban, como ley dura y sin corazón.

Pero Jesús es, también, Señor, nuestro Señor.

Con la Anunciación llega el momento de que se cumpla lo que de pleno tienen los tiempos. Así, la promesa de Dios de que el Mesías sería enviado y en quien habitaría “corporalmente la plenitud de la divinidad” (Col 2, 9) ha llegado a su cumplimiento. Y Jesús, el Verbo, se encarnó para que conociéramos así el amor de Dios (cf. 1 Jn 4,9), para que fuera nuestro modelo de santidad (cf. Mt 11, 29 o cf. Jn 14,6) o para hacernos partícipes de la naturaleza divina (cf. 2 Pe 1,4). Por eso, en el Credo Niceno-Constantinopolitano confesamos “Que por nosotros los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre”. Y nació, así, nuestro Dios y nuestro Señor.

Jesús, a lo largo de su predicación, habló de sí mismo llamándoseHijo del Hombre” (Mt 16, 27; Mc 2, 28). Lo hacía para que sus discípulos vinculasen tal forma de darse a conocer con lo que estaba establecido en las Sagradas Escrituras hasta entonces conocidas (el Antiguo Testamento) porque así lo recoge el profeta Daniel (7, 13) y le reconociesen como su Señor. Por eso debió sentir mucho gozo cuando Simón Pedro dijo (Mt 16, 16) “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” ante la pregunta de quién decía la gente que era el Hijo del hombre. Y eso, a saber y según Cristo, se lo había revelado, a Pedro, el mismo Dios (cf. 16,17) y no nadie de carne y hueso o, lo que es lo mismo, otro ser humano. El Espíritu Santo había soplado, así, en el corazón de Simón.

Que Jesús era el Señor, que es el Señor y que siempre será el Señor lo dice Él mismo cuando, por ejemplo, dijo que “antes de Abraham naciese, Yo Soy” (Jn 8, 58) y que, además, “Si no creyeres que Yo Soy, moriréis en vuestros pecados” (Jn 8, 24) o, lo que es lo mismo, a causa de los mismos. Y, para cuando llegar el momento de su Pasión y en la cumbre de la misma fuese levantado en su cruz, Jesús mismo profetizó que “Cuando levantéis en alto al Hijo del Hombre, entonces conoceréis que Yo Soy” (Jn 8, 28). Y, por su no fuera eso ya suficiente, en otra ocasión dijoYo y el Padre somos una misma cosa” (Jn 10, 30) y como Dios es el Señor, es más que evidente que, en efecto, Jesús es el Señor.

Ante tal verdad, estamos con San Pablo cuando dice queSi proclamas con tu boca que Jesús es el Señor y crees con tu corazón que Dios lo ha resucitado de entre los muertos, te salvarás” (Rm 10,9) que son las varias oportunidades que se nos da de demostrar que tenemos fe: decir que Jesús es el Señor y, además, tener como verdad y certeza su resurrección.

Jesús es, entonces, el Señor que todo lo hace y todo lo mantiene. Con Él, todo lo bueno es posible y todo lo malo, el mal y sus asechanzas, quedan disipadas por el Amor y la Misericordia que Dios pone en todo lo que hace, perfecto y sin mancha.

Y nosotros, los discípulos de Cristo, ante los muchos poderes que el mundo trata de imponer sobre nuestros corazones y sobre nuestra vida, llevándonos por caminos de perdición y de olvido de Dios, tenemos la obligación espiritual y material de reconocer a Cristo como único Señor. Por eso dice San Pablo que “todo os pertenece, el mundo, la vida, la muerte, lo presente y lo futuro; todo es vuestro; pero vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios” (1 Cor 3, 22-23).

Somos, pues, de Quien se entregó por nosotros y de Quien dio su sangre por sus amigos. Y por eso mismo a nadie más puede entregar su corazón quien se dice hermano suyo y discípulo suyo. Es, además, el máximo gozo de quien reconoce que la vida eterna está dispuesta y ganada, para nosotros, por Cristo, Único hijo engendrado de Dios y Señor nuestro.

¡Alabado sea Dios que entregó a su Único Hijo para sanar nuestros pecados!

Leer 1.-. Creo en un solo Dios, Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra

Eleuterio Fernández Guzmán