21.05.12

Cuando los obispos de Roma se marcharon a Avignon

A las 1:13 AM, por Alberto Royo
Categorías : Papas

EL DESTIERRO DE AVIGNON

Tras el breve pontificado de Benedicto XI, que trató de defender como pudo la memoria de Bonifacio VIII, lacerada por todo tipo de acusaciones procedentes de Francia, en Perugia y después de once meses de cónclave fue elegido en 1305 el arzobispo de Burdeos, Bertrand de Got, que no era cardenal y que en el conflicto entre Bonifacio VIII y Felipe el Hermoso había mantenido cierta neutralidad. Tomó el nombre de Clemente V, su coronación tuvo lugar en Lyon, en presencia de Felipe IV el Hermoso. Ya desde entonces se vio clara la presión del rey y la debilidad del papa. Ni siquiera bajó a Italia y en 1309 se dirigió a Avignon donde estableció su residencia y donde su sucesor, Juan XXII (1316-1334), elegido tras casi dos años y medio de cónclave, se instaló definitivamente, entre otras razones porque en Roma sus enemigos políticos, azuzados como se verá por Luis de baviera, le habían declarado herético y buscaban la convocatoria de un concilio.

Desde este año hasta 1377 los Papas permanecieron en esta ciudad donde Benedicto XII (1334-1342), hombre de moral rigurosa, cisterciense ansioso de reforma y Papa de buenas costumbres, que no permitió el nepotismo que tan común fue en aquella época, años después edificará un imponente palacio para que sea digna morada de los pontífices. Clemente VI (1342-1352), abad benedictino mucho menos riguroso y tendente al dispendio, compró el territorio de Avignon a la reina Juana de Nápoles para que, por lo menos formalmente, residiesen los Papas en territorio propio.

Tras el pontificado del más austero Inocencio VI (1352-1362) que contrastó con su fastuoso predecesor, llegó el momento de Urbano V, el cual recogiendo los frutos de la labor restauradora del cardenal Gil de Albornoz, que había restablecido cierto orden en el Estado de la Iglesia, e insistido por las insistencias de la virtuosísimas Santa catalina de Siena, santa Brígida de Suecia y el menos virtuoso Petrarca, entre otros, volvió a Roma y allí permaneció por espacio de tres altos, de 1367 a 1370, pero la inestabilidad política y la inseguridad de la península le animaron a volver a Avignon. Por fin, su sucesor Gregorio XI, movido una vez más por las suplicas de Catalina de Siena, por las necesidades objetivas de la Iglesia y de su Estado, por el estallido de la guerra entre Francia e Inglaterra, que hacía muy poco segura su permanencia en Francia, en 1377 traslado definitivamente la sede pontificia a Roma.

Con los historiadores, conviene señalar tres aspectos de este periodo: Antes que nada, los Papas, a pesar de ser jurídicamente libres e independientes, de hecho padecen plenamente el influjo de la monarquía francesa. Se ha dicho con cierta exageración, pero con gran fundamento, que los Papas se habían convertido en capellanes del Rey de Francia. Los siete pontífices de estos años fueron todos franceses; la mayoría de los cardenales fue también francesa (en estos setenta años fueron creados 113 cardenales franceses, 15 españoles, 13 italianos, tres ingleses y un saboyano). Sobre todo, Clemente V se mostró sumiso a Felipe el Hermoso rehabilitando a los enemigos de Bonifacio VIII, revocando la validez de la bula Unam sanctam en territorio francés y llegando a incoar incluso un proceso contra Bonifacio, que pudo cerrar más tarde, pero solo al precio de sacrificar la orden de los Templarios en aras de la avidez del monarca.

Aunque el resto de los Papas no se mostraron tan serviles, les alto plena libertad de acción y su misma permanencia en Francia contribuyó a la difusión de la impresión generalizada de que el pontificado estaba en manos de Francia, convertido en instrumento de los ambiciosos planes de la monarquía francesa; situación tanto más grave cuanto que por el mismo periodo se iban afirmando cada vez más el nacionalismo, desembocando la hostilidad entre Francia e Inglaterra en la llamada Guerra de los Cien Años (1339-1453). Los intentos de algunos historiadores por atenuar la influencia francesa sobre el papado, por justificar a los Papas de Avignon y por acentuar los aspectos positivos de su actuación, no resultan en absoluto convincentes. No solo los italianos, sino también los alemanes y los ingleses protestaban por la pérdida del carácter universalista del papado, que contribuyó ciertamente a disminuir su autoridad, preparando el camino a las graves crisis que iban a estallar poco después.

Por otra parte, si Clemente V se puso casi por completo en manos de Felipe el Hermoso, su sucesor Juan XXII (elegido a los setenta y dos años y fallecido a los noventa) cometió el error igualmente grave de iniciar un enfrentamiento continuo, áspero, inútil y absolutamente negativo con el emperador Luis de Baviera. En la lucha entre los dos candidatos a la corona imperial, Luis de Baviera y Federico de Ausburgo, Juan XXII se mantuvo en un primer momento neutral, sin reconocer ni al uno ni al otro, pero reivindicando a la vez para la Santa Sede el antiguo derecho a designar el candidato en el caso de una elección dudosa. Poco después, continuando impertérrito por este camino erizado de peligros, se arrogó Juan el derecho de gobernar, hasta que la cuestión no quedase resuelta, la parte del Imperio que constituía el reino de Italia y eligió como vicario suyo a Roberto de Anjou, conocido adversario de Luis.

Al negarse éste a aceptar la designación, el Papa le conminó bajo amenaza de excomunión a que dejase el gobierno en el plazo de tres meses y a que fuese a Avignon a rendir cuentas de su comportamiento. Luis no solo no obedeció sino que pasó a la ofensiva: acusó al Papa de simonía y apeló a un concilio. Juan XXII excomulgó al Emperador y declaró a sus súbditos libres del juramento de fidelidad. El Emperador no hizo caso de la excomunión, bajo a Italia, hizo proclamar la deposición de Juan, promovió la elección de un nuevo Papa, que tomó el nombre de Nicolas V, y se hizo consagrar Emperador por él, no sin haberse hecho antes coronar por Sciarra Colonna, como representante del pueblo.

Continuó la lucha bajo los pontificados de Benedicto XII y de Clemente VI, no finalizando hasta la muerte de Luis. Durante veinte años estuvo Alemania bajo el entredicho y el Emperador y sus secuaces fueron excomulgados varias veces. Como es obvio, el único resultado fue una perdida alarmante de autoridad por parte del pontificado, que prodigaba excomuniones con toda largueza y más que nada por razones políticas. Luis apoyó decididamente a cuantos atacaban, negaban o minimizaban por los motivos que fuesen la autoridad del Papa: Marsilio de Padua, Occam, el sector de los franciscanos que estaba en conflicto con él debido a discusiones teóricas y prácticas sobre la pobreza. En la dieta de Francfort de 1338 declaró el Emperador, confirmando una decisión tomada unas semanas antes por los príncipes electores, que la elección imperial quedaba reservada a los siete príncipes electores alemanes, excluyendo la confirmación por parte del Papa. Con esto quedaban las tesis de Inocencio III definitivamente superadas. Luis murió en 1347 y el nuevo emperador, Carlos IV, fue reconocido por todos y, después de veinte años, volvió la paz.

Un tercer factor que contribuyó a aumentar la aversión a la Curia de Avignon: su fiscalismo, que Juan XXII elevó a la categoría de sistema. Las entradas de la Curia procedían fundamentalmente de estas fuentes: los censos (tributos impuestos al Estado pontificio y a los reinos vasallos de la Santa Sede, como el reino de Nápoles); las tasas pagadas por los monasterios exentos y por los obispos y otros prelados con motivo de su nombramiento y en otras ocasiones; los expolios de los prelados difuntos, es decir, sus bienes, que muchas veces pasaban al Papa; las procuraciones o contribuciones liquidadas en el momento de la visita canónica; las tasas de la cancillería, condición previa para obtener dispensas, privilegios, gracias diversas espirituales o materiales; las añadas o frutos del primer año de todos los beneficios otorgados.

El incremento del sistema fiscal iba unido con la tendencia del papado a reservarse el nombramiento de muchos de los oficios diocesanos que hasta entonces habían sido elegidos por alguna parte del clero o designados por el obispo. Clemente IV fue el primero en reservar a la Santa Sede el nombramiento de los beneficios vacantes, es decir, de aquellos cuyo titular moría en la Curia. La centralización o, dicho de otra manera, la creciente intervención de Roma, fue mal vista por muchos y realmente no carecía de inconvenientes. Si podía por una parte neutralizar el nacimiento de partidos, también es cierto que impedía a los obispos gobernar libremente su diócesis; por lo demás, los cargos eran otorgados a menudo a personas que no residían en el lugar de su beneficio, sino que ejercían su función por medio de un vicario.

Así, Avignon se convirtió en la meta de muchísimas personas que solo pretendían obtener un puesto; la Curia pontificia parecía ser la fuente de la que todos esperaban el sustento. Algunos historiadores antiguos y modernos han tratado de calcular el montante de las rentas pontificias: Villani, basandose en testimonios de su hermano, banquero del Papa, habla de que Juan XXII dejo 18 millones de florines; Mollat rebaja las rentas a 228.000 florines anuales y la suma recogida por Juan XXII a cuatro millones y medio, consumidos con creces en la guerra de Italia.

Aun reduciendo a sus límites precisos el alcance del fiscalismo, reconociendo la necesidad de una administración adecuada y de una solida base económica y admitiendo que muchas de las criticas o son exageradas o malintencionadas, ya que fueron hechas por los amargados que no consiguieron lo que pretendían (es el caso de Petrarca), hay que reconocer que la solida organización fiscal creada por Juan XXII y desarrollada por sus sucesores contribuyó poderosamente a indisponer los ánimos contra la Curia y provocó innumerables opúsculos críticos que, tras desatarse en amargas acusaciones contra el papado, terminaban siempre con la misma conclusión, convertida un poco en el lema de la nueva época: ¡Reforma de la Iglesia! No era fácil, dada la excitación de los ánimos, distinguir entre la reforma moral y disciplinar de la dogmático-institucional.