28.05.12

Meditaciones sobre el Credo 5.-Descendió a los infiernos, y al tercer día resucitó de entre los muertos

A las 12:25 AM, por Eleuterio
Categorías : General, Serie meditaciones sobre El Credo
Por la libertad de Asia Bibi y Youcef Nadarkhani.

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Explicación de la serie

El Credo

El Credo representa para un católico algo más que una oración. Con el mismo se expresa el contenido esencial de nuestra fe y con él nos confesamos hijos de Dios y manifestamos nuestra creencia de una forma muy concreta y exacta.

Proclamar el Credo es afirmar lo que somos y que tenemos muy presentes en nuestra vida espiritual y material a las personas que constituyen la Santísima Trinidad y que, en la Iglesia católica esperamos el día en el que Cristo vuelva en su Parusía y resuciten los muertos para ser juzgados, unos lo serán para una vida eterna y otros para una condenación eterna.

El Credo, meditar sobre el mismo, no es algo que no merezca la pena sino que, al contrario, puede servirnos para profundizar en lo que decimos que somos y, sobre todo, en lo que querríamos ser de ser totalmente fieles a nuestra creencia.

La división que hemos seguido para meditar sobre esta crucial y esencial oración católica es la que siguió Santo Tomás de Aquino, en su predicación en Nápoles, en 1273, un año antes de subir a la Casa del Padre. Los dominicos que escuchaban a la vez que el pueblo aquella predicación, lo pusieron en latín para que quedara para siempre fijado en la lengua de la Iglesia católica. Excuso decir que no nos hemos servido de la original sino de una traducción al castellano pero también decimos que las meditaciones no son reproducción de lo dicho entonces por el Aquinate sino que le hemos tomado prestada, tan sólo, la división que, para predicar sobre el Credo, quiso hacer aquel Doctor de la Iglesia.

5.- Descendió a los infiernos, y al tercer día resucitó de entre los muertos .

Resucitó

Como algunas veces había dicho Jesús, al tercer día después de su muerte, resucitaría de entre los muertos. Y, como era de esperar, así sucedió.

Pero nada de lo que iba a suceder era ignorado por Cristo sino que, en una ocasión, cuando mostró su enfado porque algunas personas habían convertido la Casa de Su Padre en un lugar de negocio y latrocinio (cf Jn 2, 16) tuvo que responder a las dudas de los judíos y sucedió tal que así (Jn 2, 18-22)

“Los judíos entonces le replicaron diciéndole: ‘Qué señal nos muestras para obrar así?’ Jesús les respondió: ‘Destruid este santuario y en tres días lo levantaré.’ Los judíos le contestaron: ‘Cuarenta y seis años se han tardado en construir este Santuario, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?’ Pero él hablaba del Santuario de su cuerpo. Cuando resucitó, pues, de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho eso, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había dicho Jesús.”

Por lo tanto, Jesucristo estaba en la seguridad, aceptada además, de que iba a ocurrir, exactamente, lo que luego sucedería.

Antes, sin embargo, de su resurrección, tenía que descender, en efecto, a los infiernos. Podemos preguntarnos, a este respecto, la razón por la cual Jesús tenía que hacer tal cosa.

Dice, por ejemplo, Santo Tomás de Aquino (S. Th. III, 52, 5) que

“Los santos Padres estaban detenidos en el infierno por cuanto que, a causa del pecado del primer Padre, no les estaba abierta la puerta de la vida gloriosa. Y así Cristo, descendiendo a los infiernos, libró de los mismos a los santos Padres. Precisamente esto es lo que se dice en Zac 9,11: Tú, mediante la sangre de tu alianza, sacaste a los cautivos del lago en que no había agua. Y en Col 2,15 se escribe que, despojando a los principados y a las potestades, infernales se entiende, llevándose a Isaac y Jacob con los demás justos, los hizo pasar de un lugar a otro, esto es, los condujo desde este reino de las tinieblas al cielo, como dice la Glosa allí mismo.”

Y así,

“Al instante de haber padecido Cristo la muerte, su alma descendió al infierno, y manifestó el fruto de su pasión a los santos que allí estaban retenidos, aunque no salieran de tal lugar mientras Cristo moró en los infiernos, porque la misma presencia de Cristo pertenecía al culmen de la gloria.”

Debía, pues, Cristo, descender a los infiernos para liberar a los que, en época precristiana, debido al pecado de nuestros primeros padres, estaban esperando, aún siendo justos (o por eso mismo) la salvación eterna. Por eso, cuando descendió a los infiernos lo hizo como Salvador y para proclamar la buena noticia porque (1 Pe, 4,6)

“Por eso hasta a los muertos se ha anunciado la Buena Nueva, para que, condenados en carne según los hombres, vivan en espíritu según Dios.”


Pero se tenía que cumplir la voluntad de Dios y, como la misma era que Jesús resucitara como Él mismo había profetizado, Cristo resucitó. Según dice el mismo Pedro que, dirigiéndose a los israelitas (Hechos, 2, 22-24)

“A Jesús, el Nazoreo, hombre acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por su medio entre vosotros, como vosotros mismos sabéis, a éste, que fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios, vosotros le matasteis clavándole en la cruz por mano de los impíos; a éste, pues, Dios le resucitó librándole de los dolores del Hades, pues no era posible que quedase bajo su dominio.”

Tenía, pues, que ser liberado de la situación en la que se encontraba y tenía que serlo por el Padre. Y así, fue: al tercer día, resucitó de entre los muertos que había ido a liberar. Por eso, dice San Pablo, respondiendo a la pregunta (Ef, 4, 9)

¿Qué quiere decir ‘subió’ sino que también bajó a las regiones inferiores de la tierra?


que

“Este que bajó es el mismo que subió por encima de todos los cielos, para llenarlo todo.”

Al respecto de la resurrección de Cristo ya dejó escrito el apóstol de los gentiles (1 Cor 15, 3-8) que

“Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucito al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce; después se apareció a mas de quinientos hermanos a la vez, de los cuales todavía la mayor parte viven y otros murieron. Luego se apareció a Santiago; más tarde a todos los Apóstoles. Y en último lugar a mí como un abortivo”

 

El Mesías, pues, resucita, pero no es una situación que den por buena aquellos que escriben sobre la misma como para difundir lo que les convenía sino que sostienen aquella realidad con el testimonio de muchas personas que podían decir que, en efecto, aquel hombre a quien habían dado muerte en una cruz era el mismo que se les aparecía en tantas y tantas ocasiones para enseñarles. Así, desde la misma María de Magdala y otras mujeres (cf. Mt 28, 1-10; Mc 16, 1-9; Lc 24, 1-10; Jn 20, 1-2) hasta los que luego conocieron que, en verdad, era cierto lo que decían cuando se les apareció (Lc 24, 36-49) podían demostrar, con sus palabras, que Jesús había resucitado.

Antes que nada no podemos olvidar aquello que San Pablo escribió acerca de la importancia de la resurrección de Cristo. Dice, en concreto y como es de todo el mundo sabido (1 Cor 13, 14), que

 

“Si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía también vuestra fe”

Por otra parte, la resurrección de Jesucristo tiene un sentido profundo que, a nivel espiritual, conviene sea destacado. La misma no supone, en exclusiva, el cumplimiento de la voluntad de Dios aunque sea, la misma, esencial y fundamental para un hijo del Creador sino que, además, tiene un verdadero sentido salvífico o, lo que es lo mismo, válido para nuestra salvación eterna. Por eso, el discípulo que tanto amara Cristo, recogió en su Evangelio (Jn 6, 54) lo más importante de cara a nuestro destino eterno que es que

“El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día”.

 

pues a partir de lo que había quedado establecido en la Última Cena con la institución de la Santa Misa y el mismo Sacerdocio, cobra pleno sentido la muerte, descenso a los infiernos y resurrección del Hijo de Dios y, también, de la derrota del Mal y de la muerte.

No extraña, pues, que lo que proclama San Pablo cuando dice (Gal 2, 20)

“Con Cristo estoy crucificado; y no vivo yo, sino que es Cristo que vive en mí., la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí”

 

sea, exactamente, cierto y propio de los hijos de Dios que así nos consideramos y nos tenemos.

¡Alabado sea Dios que procuró, para nosotros, la salvación eterna!

Leer 1.-. Creo en un solo Dios, Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra

Leer 2.- Creo en Jesucristo, su Hijo, nuestro Señor

Leer 3.- Que fue concebido del Espíritu Santo y nació de la Virgen María

Leer 4.- Padeció Bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado

Eleuterio Fernández Guzmán