22.06.12

 

El Papa está preocupado por el avance de las comunidades eclesiales evangélicas y (*) pentecostales en Colombia. Damos por hecho que su preocupación no se limita a ese país sino a todo el continente americano. En algunas naciones, sobre todo en Centroamérica, el avance es tal que no es descartable que en breve -si no ya- haya en ellas más evangélicos que católicos.

Dice el Santo Padre que muchas veces, quienes abandonan el catolicismo no lo hacen por razones doctrinales, dogmáticas o teológicas, «sino por motivos pastorales y de método de nuestra Iglesia». Dice también que «para evitar esos abandonos hay que ser mejores creyentes, más piadosos, afables y acogedores en nuestras parroquias y comunidades, para que nadie se sienta lejano o excluido».

Pues bien, tiene razón pero quisiera añadir algún matiz basado en mi experiencia personal. Es bastante probable que muchos católicos dejen sus parroquias camino de las comunidades eclesiales protestantes porque en ellas encuentran un ambiente más familiar, más cercano, de mayor hermandad. No sé en Iberoamérica, pero lo que ocurre en España no admite discusión. Habrá excepciones pero en la inmensa mayoría de las parroquias católicas, el fiel que acude a Misa no tiene ninguna relación personal con el 90-95% del resto de fieles presentes. Salvo los que participan activamente en actividades parroquiales (catequesis, Cáritas…), a todo lo que se llega es a conocer las caras de los demás parroquianos. Eso no ocurre en las Hermandades, Cofradías, nuevos movimientos eclesiales, etc, pero el porcentaje de católicos practicantes pertenecientes a esas entidades es minoritario. De los ocho-diez millones de fieles que acuden a Misa dominical y fiestas de precepto, la inmensa mayoría no participa en ninguna otra actividad eclesial.

Sin embargo, entre los evangélicos, incluso en las comunidades grandes de más de 500 fieles, están organizados de tal manera que siempre hay una relación entre sus fieles que va más allá de la participación en los cultos. Y si la comunidad es pequeña, la relación llega a ser muy intensa. La comunidad evangélica a la que pertenecimos mi esposa y yo era, en muchos aspectos, más familia que nuestra propia familia. Nos veíamos al menos dos-tres veces por semana. Acudíamos varias veces al año a retiros espirituales, salíamos a predicar juntos a la calle de vez en cuando, etc. Raro era el mes en que yo no hablaba con mi pastor sobre como me iban las cosas. No hacía falta que le pidiera audiencia, pues él mismo se ocupaba de preguntarme qué tal estaba.

Pero eso no significa que no haya razones doctrinales y teológicas para dejar la Iglesia o para mantenerse como evangélico. A pesar de sus crasos errores y de sus herejías, los evangélicos tienen bastante más celo por su sana doctrina que lo que se tiene hoy en la Iglesia. Es decir, no busquen ustedes eclesio-progres entre los evangélicos, pentecostales o no, porque apenas los van a encontrar. No busquen fieles evangélicos a los que les dé lo mismo estar de acuerdo o no con la teología que se predica desde sus púlpitos, porque apenas los van a encontrar. Si acaso, cambiarán de «iglesia» o denominación, pero bien que procuran estar en una comunidad eclesial donde se predique lo que ellos creen que es el verdadero evangelio. Por el contrario, ya me dirán ustedes cuántos católicos cambian de parroquia si el cura les predica cada domingo una homilía no conforme con la fe de la Iglesia. Conozco a unos cuantos que sí lo hacen, pero la gran masa pasa de ir a otro barrio, a otro pueblo o a otra ciudad para no ser contaminado por la herejía.

Los pentecostales, que van camino de convertirse en algo diferente a los evangélicos, ponen mucho más énfasis en la cuestión litúrgica -sus cultos son todo un espectáculo- que en la doctrinal, pero por eso mismo tienen mucho mejor cubierta la cuestión anímica. Conozco perfectamente lo que se siente en medio de un culto lleno de cantos de alabanza con canciones pegadizas, con oraciones en lenguas, etc. Desde luego no cambio todos los cultos evangélicos a los que asistí por una verdadera Misa y no digamos nada si es celebrada con solemnidad. Todavía me acuerdo del impacto en mi alma cuando asistí a la primera liturgia bizantina en una iglesia ortodoxa griega de Madrid. Y jamás antes había sentido tanto la presencia de lo sagrado como cuando empecé a ir a las misas ortodoxas rumanas en las que durante dos horas no se oía ni una mosca, a pesar de que había niños pequeños. Como católico pido al Señor que me conceda la gracia de vivir cada Misa como si estuviera ya en el cielo dando culto a Dios, aunque a veces me cuesta un poco entrar en materia dada la frialdad reinante en según qué misas. Pero supongo que no todo el mundo tiene la misma sensibilidad espiritual que yo. Y desde luego, no podemos basar nuestra espiritualidad en las emociones y en pasárnoslo bien.

El Papa asegura que el facilitar un intercambio «sereno y abierto» con los otros cristianos, sin perder la propia identidad católica, puede ayudar también a mejorar las relaciones con ellos, a superar desconfianzas y enfrentamientos innecesarios. Y tiene razón en que conviene que nos llevemos bien con los hermanos separados, pero no se nos vaya a olvidar que ellos crecen en base a lo que nosotros menguamos. Y no es lo mismo estar en la Barca de Pedro que fuera de ella. Y cuando lo que está en juego es ni más ni menos que la salvación de las almas, algún tipo de enfrentamiento habrá de producirse.

Cuando San Francisco de Sales llegó a la región de Chablais, en Suiza, allá apenas había siete católicos. El resto eran calvinistas. Cuatro años más tarde apenas quedaban siete calvinistas y el resto había regresado a la Iglesia. El santo fue instrumento de Dios para la conversión a la fe verdadera gracias a su capacidad de combinar la caridad con la brillante exposición de la sana doctrina. Y por ese orden, además. La caridad siempre es lo primero, pero nadie dude que la predicación de la fe católica es, en sí misma, una acto de caridad. Es más, he sido testigo directo de que se consigue más explicando los fundamentos de nuestra fe que refutando los errores del protestantismo, aunque esto sea también necesario.

En breve empieza al Año de la Fe. Estamos inmersos en lo que se denomina nueva evangelización. Pero si queremos que eso vaya más allá de un mero tecnicismo, toca ponerse manos a la obra. Hay que predicar, predicar y predicar el evangelico conforme al Magisterio de la Iglesia. Los púlpitos deben ser instrumentos de buena predicación. Los confesionarios instrumentos de santidad. Las catequesis instrumentos de formación en la sana doctrina. La Eucaristía, verdadero alimento para el alma y no mero pasar adelante a comulgar como el que va a tomarse un piscolabis.

Es tan grande el tesoro de la fe católica, brilla con tal fuerza, que ni mil reformas protestantes pueden impedir que las almas que buscan sinceramente cumplir la voluntad de Dios no acaben entrando o regresando al seno de la Iglesia de Cristo. Pero no podemos enterrar ese tesoro en el barro de la secularización interna, de la dejadez, del abandono y del pecado. Seamos santos. Seamos verdadera luz del mundo. Solo así podremos ser siervos inútiles listos para cumplir la voluntad del Señor. Solo así podemos ser pescadores de hombres. En la Barca de Pedro hay sitio para todos. En la cerca donde mora el rebaño de Pedro, que es el de Cristo, hay pasto para todas las ovejas del Señor. Una sola fe, un solo bautismo, una sola Iglesia Santa, Católica y Apostólica.

Que María, causa de nuestra salud, segunda Eva, madre de la Iglesia y madre nuestra, interceda por nosotros y por el regreso a la Iglesia de los hermanos separados.

Luis Fernando Pérez Bustamante

(*) A día de hoy todavía se puede decir que la gran mayoría de los pentecostales encajan dentro de la definición de evangélicos de la misma manera que los bautistas, asambleas de hermanos, anglicanos low church, etc.