2.07.12

Meditaciones sobre el Credo 10.- La comunión de los santos, la remisión de los pecados

A las 1:51 AM, por Eleuterio
Categorías : General, Serie meditaciones sobre El Credo
Por la libertad de Asia Bibi y Youcef Nadarkhani.

……………………..

Enlace a Libros y otros textos.

……………………..

Explicación de la serie

El Credo

El Credo representa para un católico algo más que una oración. Con el mismo se expresa el contenido esencial de nuestra fe y con él nos confesamos hijos de Dios y manifestamos nuestra creencia de una forma muy concreta y exacta.

Proclamar el Credo es afirmar lo que somos y que tenemos muy presentes en nuestra vida espiritual y material a las personas que constituyen la Santísima Trinidad y que, en la Iglesia católica esperamos el día en el que Cristo vuelva en su Parusía y resuciten los muertos para ser juzgados, unos lo serán para una vida eterna y otros para una condenación eterna.

El Credo, meditar sobre el mismo, no es algo que no merezca la pena sino que, al contrario, puede servirnos para profundizar en lo que decimos que somos y, sobre todo, en lo que querríamos ser de ser totalmente fieles a nuestra creencia.

La división que hemos seguido para meditar sobre esta crucial y esencial oración católica es la que siguió Santo Tomás de Aquino, en su predicación en Nápoles, en 1273, un año antes de subir a la Casa del Padre. Los dominicos que escuchaban a la vez que el pueblo aquella predicación, lo pusieron en latín para que quedara para siempre fijado en la lengua de la Iglesia católica. Excuso decir que no nos hemos servido de la original sino de una traducción al castellano pero también decimos que las meditaciones no son reproducción de lo dicho entonces por el Aquinate sino que le hemos tomado prestada, tan sólo, la división que, para predicar sobre el Credo, quiso hacer aquel Doctor de la Iglesia.

10.- La comunión de los santos, la remisión de los pecados

La comunión de los santos

Dice el Catecismo de la Iglesia Católica, en su número 953 que, al respecto de la comunión de la caridad, “

“’Ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo0 (Rm 14, 7). 0Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo. Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte’ (1 Co 12, 26-27). ‘La caridad no busca su interés’ (1 Co 13, 5; cf. 1 Co 10, 24). El menor de nuestros actos hecho con caridad repercute en beneficio de todos, en esta solidaridad entre todos los hombres, vivos o muertos, que se funda en la comunión de los santos. Todo pecado daña a esta comunión.”

Tenemos por cierto y verdad, pues, que los católicos no somos islas que vamos caminando por el mundo sin relación alguna con nuestros hermanos en la fe. Lo bien cierto es que es justamente lo contrario y, por tanto, vivimos, debemos vivir en todo caso, la denominada comunión de los santos sin la cual no tendría sentido nuestra fe porque no tendríamos, entre nosotros, la consideración de hijos de Dios que se reconocen, entre ellos, como hermanos.

Es bien cierto que decir de nosotros que somos santos supone, seguramente, ir más allá de lo que cualquiera tiene de su propia persona y de su propia concepción y práctica de la fe. Sin embargo, ya en tiempos de San Pablo escribía éste a los que llamada “santos de Éfeso” (cf. Ef, 1,11) y también hacia lo mismo con “los santos que se encuentran en toda Acaya” (2 Cor 1,1). Por lo tanto, alejar de nosotros la idea según la cual el santo es sólo aquella persona a la que la Iglesia católica le reconoce (que es cierto), tras el correspondiente expediente, tal categoría espiritual, debería ser un buen punto de partida para saber qué supone la santidad y, así, la comunión de los santos.

Al respecto de la consideración de “santos” que deberíamos tener cada uno de los creyentes católicos en el número 301 de su libro “Camino” dejó escrito, San Josemaría, lo que es básico y esencial para reconocernos, vernos y sentirnos, en el sendero de la santidad:

“Un secreto. —Un secreto, a voces: estas crisis mundiales son crisis de santos. —Dios quiere un puñado de hombres ‘suyos’ en cada actividad humana. —Después… ‘pax Christi in regno Christi’ —la paz de Cristo en el reino de Cristo”.

Y, sin embargo, aún reconociendo la dificultad de ser santo, a lo largo de las Sagradas Escrituras se nos ha dado a entender que, en realidad, ser santos es cosa de todos (Lev 20, 26):

“Sed santos para mí, porque yo, Dios, soy santo, y os he separado de las gentes para que seáis míos”,

Y, también en 1 Jn, 2,5, dice el evangelista más joven del grupo de los doce

“Pero el que guarda sus palabras, en ese la caridad de Dios es verdaderamente perfecto. En esto conocemos que estamos en Él”

O esto otro que escribe el apóstol de los gentiles en Ef 1, 4

“Por cuanto que en Él nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante Él en caridad”.

Estamos, pues, destinados a ser santos y a vivir la comunión de los santos.

Por otra parte, dice el texto de la Epístola a los Efesios citado arriba que “nos eligió”, a nosotros, a cada uno de nosotros, con una finalidad clara: ser “santos e inmaculados”. Santos e inmaculados.

No es poco que se nos pida la santidad y, además, la falta de pecado. Seguramente no está al alcance de todos aunque a todos se nos pida. En realidad, lo que refleja la posibilidad de que, como entre los primeros cristianos se llamaban, santos, también se nos pueda llamar a nosotros, es aquel “Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación que todos pudieran decir al verte o al oírte hablar: éste lee la vida de Jesucristo” que recomienda el fundador del Opus Dei en el número 2 de “Camino”.

Podemos, pues, ser santos ahora mismo, aquí mismo, en el devenir de nuestra vida y frente a la mundanidad que nos rodea.

Sabemos que la palabra “santo” viene a mostrar la existencia de un alma cristiana que, una vez incorporada al Cristo por el Bautismo, es morada del Espíritu Santo y, como hemos dicho arriba, se entiende por santo al creyente al que se así se le denomina tras haber sido inscrito en el libro de los santos, lo bien cierto es que el primer sentido, el que viene a significar que el alma cristiana que permanece en estado de gracia santificante es santo es la que entendemos como adecuada para referirnos a la comunión de los santos.

La misma viene referida, tanto a

-La comunión de los bienes espirituales

como a

-La comunión entre la Iglesia del cielo y de la tierra.

Así, por ejemplo, en el primer caso, entendemos comprendida en tal concepción tanto la comunión de la fe, la de los sacramentos, la de los carismas y, como la de la caridad citada supra (Catecismo, 953) y que refleja de forma insuperable San Pablo en 1 Cor 13, 4-8 cuando escribe que

La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta. La caridad no acaba nunca.

y que deja poco más que decir acerca de esta especial comunión entre los santos.

Pero, en segundo lugar, la comunión de los santos tiene el sentido dicho arriba acerca de la existencia de comunión entre la Iglesia de la tierra, la de aquí, la que vivimos y compartimos, y la del cielo.

A este respecto debemos sostener y mantener que unión entre los fieles hermanos en la fe que peregrinan hacia el definitivo Reino de Dios y aquellos que han dormido en la paz de Cristo no se pierde. Es más, podemos decir que la comunión de los santos es asienta sobre tal relación que se refuerza con la comunión de los bienes espirituales.

Así, por ejemplo, imploramos la intercesión de los santos que están en los altares, en beneficio propio o, mejor, del prójimo. Pero acudimos a ellos porque estamos en seguridad, como se ha demostrado en muchas ocasiones, que, en efecto, interceden por nosotros.

Dice, a este respecto, la Constitución Dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium (Concilio Vaticano II) dice, en su número 50 que

“No veneramos el recuerdo de los del cielo tan sólo como modelos nuestros, sino, sobre todo, para que la unión de toda la Iglesia en el Espíritu se vea reforzada por la práctica del amor fraterno. En efecto, así como la unión entre los cristianos todavía en camino nos lleva más cerca de Cristo, así la comunión con los santos nos une a Cristo, del que mana, como de Fuente y Cabeza, toda la gracia y la vida del Pueblo de Dios".

Pero, también, la comunión con los difuntos la tenemos como instrumento espiritual propio de los hijos de Dios. Por eso, la misma Constitución citada arriba (y en el mismo número, el 50) dice que

“La Iglesia peregrina, perfectamente consciente de esta comunión de todo el cuerpo místico de Jesucristo, desde los primeros tiempos del cristianismo honró con gran piedad el recuerdo de los difuntos y también ofreció por ellos oraciones pues es una idea santa y provechosa orar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados.”

Además, los que aún estamos en esta tierra no debemos olvidar nunca rezar y orar por las benditas almas del purgatorio para que gocen sabiendo que las tenemos presentes en nuestras oraciones y en nuestros rezos y para que Dios también aprecie nuestro especial amor hacia ellas. Así, aunque para ellas haya pasado el tiempo de merecer y no puedan ayudarse sí que podemos, según lo dicho, acortar, según sea la voluntad de Dios, el tiempo que les queda de espera para subir al definitivo Reino de Dios con nuestras oraciones o con las misas que ofrezcamos por ellas.

Por otra parte, el perdón de los pecados en los que caemos es un instrumento espiritual del que se sirve Dios para mostrarnos, una vez más que tiene entrañas de Misericordia.

El perdón de los pecados

Aunque muchos tengan la idea de que la salvación de las criaturas se consigue sin más por el hecho de ser criaturas, lo bien cierto es que, aparte de la misma voluntad de Dios que puede salvar a quien quiera salvar, Jesús dejó bien claro que había que seguir, digamos, un proceso sin el cual la salvación no es posible.

Lo recoge el Evangelista Marcos cuando dice, en 16, 15-16, algo que no deberíamos olvidar nunca:

“Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará".

Y añade que el que no crea, se condenará”. Y es más que suficiente como para entender lo significa la salvación y a qué debemos atenernos.

Podemos decir que Dios no es escaso en generosidad. Lo demuestra cuando ya desde nuestro Bautismo, nos perdona el pecado original y los que, hasta entonces hayamos tenido (el caso de no ser bautizado un recién nacido, claro) Así, entramos a la Iglesia católica limpios de toda mancha.

Sin embargo, eso no quiere decir, como sabemos, que el ser humano no sea capaz de pecar o de volver a pecar. Y entonces necesita, también, perdón porque necesita, como el agua para existir, tener una relación con Dios que no sea menospreciada por la vileza del pecado.

Existe, para el perdón de los pecados, un Sacramento concreto llamado de Penitencia o de Reconciliación porque, en efecto, debemos penar por lo hecho o no hecho y, también, ansiamos reestablecer nuestra relación con el Creador.

Y Cristo, que todo lo hizo bien (cf Mc 7, 37) y tiene sabiduría eterna y divina, supo dejar, para siempre, en manos de la Iglesia que fundara tan importante remedio espiritual. Así, no sólo les dijo (Lc 24, 46-47)

”Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén.”

sino que al mismo Pedro le otorgó la posibilidad de atar y desatar en la tierra a sabiendas de que quedaría atado y desatado en el cielo (cf. Mt 16, 19) para, luego, hacerlo extensivo a todos los apóstoles (Mt 18, 18) cuando dijo Cristo “Yo os aseguro: todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo”. Y esto, que no se refiere, únicamente, al hecho de perdonar los pecados sí tiene una relación directa con lo dicho en Jn (20, 23) al respecto de que

“A quienes remitiereis los pecados, les son remitidos; y a quienes se los retuviereis, les son retenidos”.

Así, la Iglesia católica y, en su nombre, los sacerdotes, pueden perdonar los pecados en nombre de Cristo y limpiar el alma de aquello que le cause pesadumbre y la ponga en una situación contraria a la voluntad de Dios. Es más, en atención a lo que dice el número 982 del Catecismo de la Iglesia Católica

“No hay ninguna falta por grave que sea que la Iglesia no pueda perdonar. ‘No hay nadie, tan perverso y tan culpable que, si verdaderamente está arrepentido de sus pecados, no pueda contar con la esperanza cierta de perdón’ (Catecismo Romano, 1, 11, 5). Cristo, que ha muerto por todos los hombres, quiere que, en su Iglesia, estén siempre abiertas las puertas del perdón a cualquiera que vuelva del pecado (cf. Mt 18, 21-22). ”

Es por eso que, con confianza, nos debemos dirigir al Sacramento de la Penitencia. Sólo así podremos decir que, en verdad, somos hijos de Dios que imploramos su perdón.

Leer 1.-. Creo en un solo Dios, Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra

Leer 2.- Creo en Jesucristo, su Hijo, nuestro Señor

Leer 3.- Que fue concebido del Espíritu Santo y nació de la Virgen María

Leer 4.- Padeció Bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado

Leer 5.- Descendió a los infiernos, y al tercer día resucitó de entre los muertos

Leer 6.- Ascendió a los cielos y está sentado a la derecha del Padre

Leer 7.- Y de allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos

Leer 8.- Creo en el Espíritu Santo

Leer 9.- En la Santa Iglesia católica

Eleuterio Fernández Guzmán