18.07.12

Pablo III y el comienzo de la contrarreforma

A las 1:23 AM, por Alberto Royo
Categorías : Papas

CON ÉL LLEGÓ LA TAN ESPERADA REFORMA DE LA IGLESIA

El 15 de septiembre de 1534, tras haber ocupado la silla de Pedro durante 12 años, moría Clemente VII, el Pontífice que tuvo que sufrir el saqueo de Roma en 1527 a manos de las tropas del Emperador Carlos V, y tras reconciliarse con él lo coronó en Bolonia en 1530. Fue también el Pontífice que se mantuvo firme en la controversia matrimonial con Enrique VIII, a pesar de las amenazas del monarca inglés. Y fue el Pontífice que culminó la Capilla Sixtina con los frescos del juicio final, pintados por Miguel Ángel durante su pontificado. Tras solo dos días de conclave, fue elegido Alejandro Farnese, Pablo III, que reinó durante quince años.

Difícilmente se puede exagerar la importancia de este pontificado, que marca un rumbo nuevo en la historia de la Iglesia. Pablo III ha sido comparado felizmente a un timonel que en el momento justo cambia de ruta evitando virajes demasiado bruscos que podrían hacer zozobrar la nave y curvas demasiado largas que retrasarían la navegación, dejándose adelantar por otras más expertas. La tan deseada Reforma de la Iglesia, por lo menos en su vértice, empieza a realizarse no con el austero Adriano VI, sino con Alejandro Farnese, cuya vida no estaba inmune de manchas graves y es uno de tantos enigmas de la historia.

Hermano de Julia la Bella, sobre cuyas relaciones con Alejandro VI se ha discutido tanto, Alejandro debía a este hecho su promoción a los veinticinco años al cardenalato. Siguiendo la moda de la época, también tuvo (de dos personas distintas y no identificadas) cuatro hijos naturales, antes de llegar al pontificado: Pedro Luis, Octavio, Ranucio y Constanza. Todos ellos, a excepción de Constanza, fueron luego legitimados por Julio II o por León X. La madre de los dos primeros vivió en el palacio del cardenal hasta 1512. Pedro Luis era el predilecto de Alejandro, que aun después de ser Papa no dejo de hacer cuanto estaba en sus manos para encumbrarlo. Sin embargo, con el paso del tiempo y sobre todo después de recibir la ordenación sacerdotal en 1515 mejoró su conducta.

Era un excelente conocedor de los hombres y de las situaciones, inteligentísimo sin ser para nada un intelectual, enérgico a pesar de su aspecto físico de aparente debilidad, como aparece en los retratos de Tiziano, y ya en 1523 había tenido muchas probabilidades de resultar elegido Papa. Aun prescindiendo de su vida pasada, podrían hacérsele algunos reproches ya como Papa: el nepotismo (creación de cardenales en 1534 a dos sobrinos suyos de quince y dieciséis años; cesión a Pedro Luis de Parma y Piacenza en calidad de feudos; leyes políticas anti imperiales con el fin de proteger a Pedro Luis…); perplejidades en la orientación general de su actuación, que fueron aumentando con el paso del tiempo y retrasando siempre la Reforma; condescendencias practicas con los males que el mismo era el primero en deplorar; costumbres extrañas como la de consultar a los astrólogos antes de tomar sus decisiones más importantes…

Y, con todo, es el que tiene el mérito indiscutible de haber entendido la necesidad de un nuevo rumbo y de haberlo iniciado. Concilio, renovación del colegio cardenalicio, aprobación de órdenes religiosas nuevas y tan beneméritas como las ursulinas, los teatinos, los capuchinos y la Compañía de Jesús, fundación de la Inquisición romana en 1542 con jurisdicción universal para la represión de la herejía: tales son los medios elegidos para llevar a cabo la Reforma de la Iglesia.

Tras su coronación convocó un concilio ecuménico en la ciudad de Mantua para 1536, iniciando así el camino de la reforma. Los príncipes alemanes que se habían unido a la reforma luterana se negaron a enviar representantes a un concilio que se celebrase en Italia, y el duque de Mantua se negó a asumir la responsabilidad de mantener el orden en su ciudad durante la celebración del mismo, lo que frustró el primer intento que hizo el Pontífice para terminar con las diferencias en el seno de la Iglesia.

Llevó a cabo un segundo intento en 1537, invitando a nueve eminentes prelados para que formasen un comité que estudiara las modificaciones necesarias para la reforma de la Iglesia, y que un año más tarde comunicaron el resultado de sus estudios en el “Consilium de emendenda ecclesia”, en el que se recogían los abusos existentes en la curia, en la administración de la Iglesia y en el rito público, y propusieron medidas para abolir tan perniciosas conductas. Cuando este informe fue dado a conocer en Alemania, los protestantes se mofaron del mismo, e incluso Martin Lutero editó un documento en el que mostraba a los cardenales limpiando los establos de la Iglesia romana.

Pablo III, pese a ello, convocó un nuevo concilio ecuménico en Vicenza para 1538, pero la renovada enemistad entre Carlos V y Francisco I lo hacían imposible, pese a que Pablo III les convenció para que firmaran, en Niza, un tratado de paz por diez años en el que pudieran salvar a la Iglesia de la amenaza protestante y pactó los matrimonios de familiares suyos con un hijo de Francisco I y una hija, Margarita, de Carlos V. El emperador tardó varios años en comprender que catolicismo y protestantismo eran tan opuestos que la reconciliación era muy difícil de conseguir a nivel religioso, y Francisco I nunca dejó de temer al inmenso poder de su primo el emperador.

Fallados sus primeros intentos de celebrar un concilio ecuménico, Pablo III convocó otro a celebrar en Trento en 1545, para que en él se tratasen las cuestiones doctrinales y disciplinarias suscitadas por los protestantes. Los protestantes se negaban a participar en un concilio presidido por el Papa, a quien negaban autoridad sobre ellos, por lo que Carlos V se propuso obligarles por la fuerza, y Pablo III prometió ayudarle con trescientos mil ducados y veinte mil soldados, pero exigiendo al emperador que no realizase ningún tratado perjudicial para la fe o los derechos de la Santa Sede. Por su parte, Carlos V, previendo que le sería más difícil luchar contra los predicadores de la herejía que contra los príncipes protestantes, pidió al pontífice que no decretase nuevos dogmas de fe por el momento y confiase en las labores del concilio.

Tras largas discusiones entre ellos, se inició en Trento, en 1545, el XIX Concilio Ecuménico. Cuando el concilio estaba a punto de finalizar, hubo de aplazarse porque una plaga invadió Trento, por lo que se reanudaron las sesiones en Bolonia, aunque quince prelados fieles del emperador se negaron a abandonar Trento y el propio Carlos V solicitó el regreso del concilio a territorio alemán. El concilio prosiguió en Bolonia hasta que el Papa, temiendo un nuevo cisma, lo aplazó indefinidamente.

A nivel interno de la curia romana, Pablo III procuró la reforma de la curia con tanto interés que allanó el camino a los posteriores cánones disciplinarios del Concilio de Trento, nombrando comisiones para denunciar todo tipo de abusos y reformando la cámara apostólica, el Tribunal de la Rota, la penitenciaria y la cancillería. Aunque nunca faltaron en la Curia hombres eminentes, valerosos defensores de los programas de reforma, como Capranica, muerto en 1458 cuando estaba a punto de ser elegido Papa, Cayetano y otros, fueron en conjunto demasiados los cardenales durante aquellos útimos decenios en los que prevalecían los intereses mundanos o terrenos; solo así se explica la elección de un Rodrigo Borja.

Con Pablo III, al menos después de sus primeros desgraciados nom¬bramientos de 1534, manchados por el nepotismo, las cosas fueron cambiando. Entre los cardenales creados por el papa Farnese, hay que recordar a Juan Fisher, arzobispo de Rochester, que se haría acreedor a otra púrpura mas alta: la del martirio; Juan Pedro Carafa, fundador de los teatinos, que mas tarde Papa con el nombre de Pablo IV; Marcelo Cervini, tambien Papa (por desgracia solo pocas semanas) que se llamó Marcelo II; Giovanni del Monte, luego Julio III; Reginald Pole, humanista y diplomático, de talante conciliador, estuvo a punto de ser elegido a la muerte de Pablo (le faltó un solo voto para la elección y no hizo nada de su parte para conseguirlo); Otto Truchsess, de los pocos obispos alemanes que trabajaron por la revitalización de la vida religiosa; Giovanni Morone, quizás el más capaz de todos, acusado injustamente herejía por Pablo IV y encarcelado en el Castillo Sant’ Angelo y a quien Pio IV eligió después para dirigir la última y tan difícil etapa del concilio de Trento, que el consiguió sacar del punto muerto que se encontraba llevándolo a un término feliz; Gaspare Contarini, de noble familia véneta, amigo íntimo de Pablo Giustiniani, que durante largo tiempo dudó entre marcharse con su amigo a los camaldulenses o aspirar a la perfección en el siglo. Tras haber cumplido satisfactoriamente diversas misiones al ser de la república véneta, fue nombrado cardenal a pesar de no haber recibido hasta entonces ninguna de las órdenes sagradas; consagrado obispo inmediatamente, ejerció un influjo muy positivo en la curia por su piedad, su experiencia y su moderación. Su nombramiento en 1535 supuso una gran victoria el partido de la Reforma, que quedaba reforzado precisamente donde mayor era la resistencia, es decir, en el colegio cardenalicio.

Nunca el colegio cardenalicio, y menos entonces había sido un bloque homogéneo. No faltaban cardenales dispuestos a defender antes que nada privilegios contra cualquier intento de corregir abusos (es típica la oposición de Alejandro Farnese “junior”, sobrino de Pablo III, a la prohibición de acumulación de beneficios). El partido de la Reforma se dividía en dos grupos: hombres del estilo de Carafa, que hubiesen preferido terminar con las ambigüedades y que, sin tantas consultas inútiles con la base, se decidiese todo y pronto desde arriba, que se huyese de las componendas y que se actuase con rigor. Por el contrario, Contarini, Pole, Seripando, Morone, sobre todo en los primeros años de Pablo III, cuando no se había perdido aún la esperanza de una reconciliación con los protestantes, a la vez que abogaban por la eliminación inmediata de los viejos abusos, doctrinalmente confiaban en encontrar un entendimiento con los reformadores, aceptando algunos de sus postulados doctrinales.

Con motivo de la evangelización del nuevo mundo, el 2 de junio de 1537, con la bula “Sublimis Deus”, Pablo III prohibió la esclavización de los indios. Defendió la racionalidad de los mismos, en cuanto que son hombres, declaró que tenían derecho a su libertad, a disponer de sus posesiones y a la vez tenían el derecho a abrazar la fe, que debía serles predicada con métodos pacíficos, evitando todo tipo de crueldad.

Tuvo además tiempo de ocuparse de embellecer Roma: la capilla paulina, los trabajos de Miguel Angel en la Capilla Sixtina, el embellecimiento de las calles de Roma y las numerosas obras de arte que se asocian a los Farnesio dan fe de ello. En la plenitud del pontificado, buscando la seguridad de los dominios papales y la exaltación de su propia familia, Pablo III pidió al emperador Carlos y a sus cardenales que se constituyese un ducado -con Piacenza y Parma- con su hijo Pedro Luis como duque. En respuesta, Gonzaga, gobernador imperial de Milán, ordenó el asesinato de Pedro Luis Farnesio y sacó Piacenza de los Estados Pontificios. Disgustos como éste, además de su avanzada edad y los trabajos del pontificado llevaron a Pablo III al fin de sus días: a causa de una violenta fiebre, murió en el palacio del Quirinal el 10 de noviembre de 1549, cuando contaba ochenta y dos años de edad. Yace en San Pedro, en una tumba diseñada por Miguel Ángel y erigida por Guillermo della Porta.