25.07.12

 

Bien sé, hermano separado, que amas a Dios con todo tu corazón. Bien sé que crees en Cristo como tu Señor y Salvador. Pero también sé que no crees todo lo que Cristo nos enseñó y de esa manera pones en peligro tu alma. Ya que, como dijo el Maestro:

¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?
Luc 6,46.

Me preguntarás qué no haces que el Señor dijera que debías hacer. La respuesta la tienes en el evangelio de Juan:

El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero. Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece, y yo en él.
Juan 6,54-56

Lamento decirte, estimado hermano separado, que tú reaccionas ante esas palabras de Cristo de la misma manera que hicieron los que le abandonaron al no aceptar que, en espíritu y en verdad, había que comer su carne y beber su sangre (Jn 6,66). Sin embargo, ¿qué otra cosa entendieron los apóstoles? Lo vemos en San Pablo:

La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo?
1ª Cor 10,16

¿Cómo es posible, hermano, que tú respondas NO a esas dos preguntas? ¿No ves lo que dice el apóstol más adelante?:

De manera que cualquiera que comiere este pan o bebiere esta copa del Señor indignamente, será culpado del cuerpo y de la sangre del Señor.
1ª Cor 11,27

¿De verdad piensas que si tomaramos solo pan y solo vino se nos podría culpar del cuerpo y de la sangre del Señor? ¿No es indigno el no aceptar las palabras de Cristo refrendadas por los apóstoles y por la Tradición de la Iglesia? Mira lo que dijo, por ejemplo, San Cipriano de Cartago en el siglo III: “¿Cómo podemos derramar la sangre de Cristo los que nos avergonzamos de beber la sangre de Cristo?” (Carta 63, 15)

Conviértete, pues, a la fe de la Iglesia, para así poder salvo. Ya no puedes alegar ignorancia invencible. No tienes excusa alguna para seguir en el error y en la herejía.

Además, hermano, conozco tu oposición a creer en que la Virgen María, madre de nuestro Señor, nos lleva a los pies de Cristo. ¿Cómo es eso posible? ¿de verdad aceptas el engaño de que el amor por María se opone o se resta del amor que profesamos a Dios? Mira, lee bien lo que pasó en Israel hace veinte siglos:

En aquellos días, levantándose María, fue de prisa a la montaña, a una ciudad de Judá y entró en casa de Zacarías, y saludó a Isabel. Y aconteció que cuando oyó Isabel la salutación de María, la criatura saltó en su vientre; e Isabel fue llena del Espíritu Santo y exclamó a gran voz, y dijo: Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre. ¿Por qué se me concede esto a mí, que la madre de mi Señor venga a mí? Porque tan pronto como llegó la voz de tu salutación a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre.
Lucas 1,39-44

¿Lo ves? La voz de María hace saltar a Juan el Bautista en el seno de su madre. Isabel se llena del Espíritu Santo al oir hablar a la Madre del Señor. La Madre lleva al Hijo y nos lleva al Hijo. No hay idolatría alguna en bendecir a la Madre como se bendice al Hijo. No hay nada en el amor a María que nos aleje de Dios, sino exactamente todo lo contrario.

De hecho, cuando Cristo estaba en la Cruz dando su vida por nosotros, ¿sabes en quién pensó, además de en todos los pecadores que estaba salvando? Sí, en su madre. Y también en el discípulo fiel, el único de los doce que estaba a su lado en esos momentos:

Cuando vio Jesús a su madre, y al discípulo a quien él amaba, que estaba presente, dijo a su madre: Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa.
Juan 19,26-27

Querido hermano, ¿vas a rechazar el don de la maternidad de María que Cristo nos regaló en la Cruz? ¿eres como el fiel apóstol que aceptó tomar por madre a María o te negarás a reconocer su maternidad?

Conviértete, pues, a la fe de la Iglesia, para así poder ser salvo.

Luis Fernando Pérez Bustamante

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