Fe y Obras

La respuesta de Dios al hombre

 

 

09.08.2012 | por Eleuterio Fernández Guzmán


No es poco cierto que en algunas ocasiones y según qué circunstancias puede tener asiento en nuestro corazón la duda acerca de si Dios nos escucha y, lo que es peor para nosotros, si responde a lo que le decimos en nuestras oraciones o súplicas.

Las Sagradas Escrituras tienen respuesta, también, para esto. Lo dice el Salmo 4:

“Cuando clamo, respóndeme, oh Dios mi justiciero,   en la angustia tú me abres salida;  tenme piedad, escucha mi oración.

Vosotros, hombres, ¿hasta cuándo seréis torpes de corazón, amando vanidad, rebuscando mentira?
¡Sabed que Dios mima a su amigo,  Dios escucha
cuando yo le invoco.

Temblad, y no pequéis; hablad con vuestro corazón en el lecho
¡y silencio!
Ofreced sacrificios de justicia y confiad en Dios.

Muchos dicen: ‘¿Quién nos hará ver la dicha?’ ¡Alza sobre nosotros la luz de tu rostro!

Dios, tú has dado a mi corazón más alegría  que cuando abundan ellos de trigo y vino nuevo.

En paz, todo a una, yo me acuesto y me duermo, pues tú solo,
Dios, me asientas en seguro”.

Y el Santo Padre también tuvo algo que decir al respecto porque resulta muy peligroso, para un fiel católico, caer en ciertas dudas. Fue en la Audiencia General del  7 de septiembre de 2011 cuando dijo que “La situación de angustia y de peligro experimentada por David es el telón de fondo de esta oración y ayuda a su comprensión”, porque “en el grito del salmista todo hombre puede reconocer estos sentimientos de dolor, de amargura, a la vez que de confianza en Dios que, según la narración bíblica, acompañó a David en su huida de la ciudad”.

Vemos, pues, que en la necesidad más imperiosa que tengamos o que así la consideremos nosotros el corazón de Dios está atento a lo que le manifestemos. Dolor, amargura… y todo aquello que oprima nuestro ser y que nos mantenga alejados de la tranquilidad de espíritu nos hace mirar a Dios. Pedimos lo que necesitamos como, por ejemplo, aquello que pueda tranquilizar y serenar nuestra alma y que nos impela a mirar al futuro con la visión optimista que nunca debe perder el hijo de Dios.

Con toda claridad dice el salmista que “Dios escucha cuando le invoco” y, así, se siente en la seguridad de no estar orando a la nada o a nadie sino, muy al contrario, al Padre que lo creó y que, con su misericordia, le permite seguir viviendo porque el Creador nos contempla y nos comprende.

Y Dios responde porque un Padre nunca puede quedar impertérrito ante la petición de su hijo que, seguro de la bondad de quien lo trajo al mundo, espera, del mismo, comprensión y, ante las insinuaciones que el salmista hace de que puedan pensar los que le acosa que Dios no lo escucha, se manifiesta con rotundidad diciendo “Tú, Dios, me asientas en seguro” porque reconoce que nunca ha dejado de responderle ante sus súplicas y que sostiene, por eso mismo, su vida de mortal.

Por eso dice el Santo Padre, en la catequesis citada arriba, que “En el dolor, en el peligro, en la amargura de la incomprensión y de la ofensa, las palabras del Salmo abren nuestro corazón a la certeza consoladora de la fe. Dios está siempre cerca -también en las dificultades, en los problemas, en las tinieblas de la vida- escucha, responde y salva a su modo”.

Tenemos, por tanto, que estar en la seguridad de que el Creador no deja de respondernos y que, en todo caso, es realidad espiritual nuestra darnos cuenta de qué nos dice y cuándo nos lo dice. Así, permanecer a la escucha de la manifestación de la voluntad de Dios es tarea que cada discípulo de Jesucristo ha de llevar a cabo si es que quiere, en realidad, estar a la voluntad del Todopoderoso.

Algo, por otra parte, que no debemos olvidar es la actitud que muestra el salmista ante la persecución que está sufriendo. No responde con soberbia humana y no se enfrenta a los perseguidores con armas y bagajes sino, en todo caso, con el recurso a la oración y, dirigiéndose a Dios, sabe que será escuchado y, como el Creador quiera, respondido.

Es decir, muestra fe ante lo que es ambición humana y, por eso mismo, sabe que Dios lo escuchará y que atenderá su orar y su demanda de auxilio. Esto muestra, una vez más, el sentido de fidelidad que tenía aquella persona que, inspirada por el Espíritu Santo, ponía por escrito lo que le dictaba su corazón de hijo que se siente poco ante el Padre pero que sabe, por eso mismo, que nunca le defraudará y que le responderá con gran beneficio y gozo para su alma y para su vida ordinaria.

Que Dios responde a cada uno de los que se dirigen a Él es algo que a cada cual corresponde conocer y reconocer. Que no puede hacer otra cosa el Padre es algo que, sin duda alguna, todos sabemos. Lo que nos falta, muchas veces, es la intención de ponernos a la escucha y nos basta, en demasiadas ocasiones, con pedir sin saber que no siempre nos conviene lo que pedimos y que Dios sí sabe lo que, en cada momento, tenemos que demandar a su voluntad.

Escuchar a Dios es, por eso mismo, una forma de manifestar nuestra filiación divina y de demostrar que, al menos en eso, no faltamos a nuestra obligación pues Quien responde merece ser escuchado.

Dios quiera que sepamos escucharlo y que, luego, llevemos a cabo lo que Él quiera que hagamos en nuestra vida de hijos del Padre.

Eleuterio Fernández Guzmán
eleu@telefonica.net