3.09.12

 

En breve va a dar comienzo el Año de la Fe. A semejanza del año sacerdotal, es una iniciativa del Papa Benedicto XVI, que busca obviamente señalar el camino por el que debe avanzar la Iglesia. Un camino, por otra parte, que no es otro que el propio Cristo.

La vida cristiana es necesariamente una vida de fe, pues sin fe no se puede agradar a Dios, ni entenderle y conocerle, ni serle fiel. “El justo vive de la fe” es una frase repetida en la Sagrada Escritura (p.e. Rom 1,7). En ese sentido, cada año de nuestras vida es un año de fe. Y cada día un día de fe. Y bien haríamos en dejar que la fe iluminara todas nuestras actividades, incluso las que creemos más intrascendentales. Quien permite que la gracia se apodere de su vida se convierte en fuente de agua viva de la cual pueden saciarse los demás.

Esa entrega en los brazos de la gracia y de la fe no empieza por un activismo exacerbado, sino por un silencio activo en el que se busca conocer la voluntad de Dios para nuestras vidas. Yerra gravemente el que se marca a sÍ mismo el camino de la santidad, pues si el Señor no nos concede la santificación, es imposible que nos santifiquemos. Bastante haremos con no ser obstáculo de la obra de Dios en nuestras vidas. Pero es Él quien obra, a su modo y manera, en el tiempo que quiere y de la forma que predispone. “Es Dios el que obra en vosotros el querer y el obrar según su beneplácito” (Flp 2,12). “Dejarle hacer a Dios“, decía san Francisco de Sales.

De igual manera, la Iglesia ha de poner todo su ser en conocer lo que Dios quiere hacer en ella en estos momentos de la historia y en dejarse guiar por el Espíritu Santo, que sabe mejor que todos nosotros juntos cómo y de qué manera hemos de cumplir nuestra misión.

En esa tarea de lograr discernir cuál es la voluntad de Dios es absolutamente necesaria la oración de quienes han consagrado su vida a retirarse del mundo para servir al Señor y la Iglesia desde sus conventos y monasterios. La oración y la penitencia son la savia que alimenta el árbol de cuyas ramas brotamos como hojas perennes. Necesitamos penitentes y orantes que se dejen llevar por las manos de Dios para hacer hoy, aquí y ahora, lo que tantos santos han hecho a lo largo de muchos siglos. Pero también todos los cristianos, y más si estamos dedicados a tareas apostólicas, necesitamos crecer en penitencia y oración durante este año de la fe. “Los limpios de corazón verán a Dios” (Mt 5,8).

El año de la fe ha de ser también el año del martirio, en el sentido de dar testimonio de la verdad de Cristo y de la Iglesia a costa de lo que sea. San Pablo decía que no le importaría ser consumido en holocausto con tal de que su pueblo, Israel, aceptara a Cristo. Y eso a pesar de que estaba llamado a ser el apóstol de los gentiles. Pues bien, no dudo que Dios busca a quienes pidan ser para sus respectivos pueblos aquello que San Pablo quería ser para el suyo. Pimero para el pueblo de Dios, que es la Iglesia. Pero también para nuestras respectivas patrias, grandes y chicas. Hay que ser teas consumidas por el fuego del Espíritu para llevar la luz y el calor del evangelio a nuestras calles, a nuestros pueblos, a nuestras ciudades, a nuestras familias, a nuestros vecinos, a todos. Si vivimos en medio de la apostasía, mayor razón hay para brillar y sacar a muchos de las tinieblas a la luz admirable de Cristo. Y no desesperemos si al final de muhas noches levantamos las redes y no hay peces en ellas. En cualquier momento el Señor obrará el milagro y se llenarán nuestras comunidades de nuevos hijos de Dios.

Que el Señor nos conceda crecer en gracia en este Año de la fe que comienza en breve. Que podamos ser verdaderos testigos de su amor y de su misericordia. Que se conviertan los que hoy lastran la Iglesia con su pecado de infidelidad, de cisma y de herejía. Que seamos más santos porque Dios es santo.

Luis Fernando Pérez Bustamante