6.10.12

Mayordomo papal: historia de una (cínica) traición

A las 10:37 PM, por Andrés Beltramo
Categorías : El Vaticano

Culpable. No podría ser otra la sentencia contra Paolo Gabriele. Apenas dos minutos tardó el juez Giuseppe Dalla Torre en leer la condena a 18 meses de prisión aplicada al ex mayordomo papal, hallado culpable del delito de “robo calificado con agravantes”. El reloj marcaba las 12:15 horas en la sala del tribunal vaticano, a unos pasos de la Basílica de San Pedro. “En nombre de Su Santidad Benedicto XVI, gloriosamente reinante, el tribunal, invocada la Santísima Trinidad, declara…”. Mientras el magistrado anunciaba el veredicto en voz alta, el imputado movía sus labios casi imperceptiblemente. Era el momento de la verdad para el “cuervo” del “vatileaks”.

Un “proceso relámpago”, porque duró apenas cuatro audiencias entre el 29 de septiembre y el 6 de octubre. El “juicio del siglo”, porque en casi 100 años de vida del Estado de la Ciudad del Vaticano nunca se había llevado a cabo un proceso tan importante. Fiel a su costumbre, la prensa otorgó diversos adjetivos a una causa judicial que atrajo –durante meses- la atención mediática.

Es verdad, el caso contaba con todos los ingredientes propios de una novela detectivesca: una institución milenaria como la Iglesia, un líder mundial como Benedicto XVI, documentos secretos que pasan de mano en mano y un mayordomo infiel, sugestionable, obsesionado con las grandes conjuras de la historia, la masonería y el espionaje. Aunque suene a lugar común, una vez más la realidad superaba a la ficción.

Lo que parecía plantearse como un gran complot para desestabilizar el gobierno central de la catolicidad, finamente orquestado y de consecuencias devastadoras, se convertiría lentamente –gracias al tiempo y a las declaraciones surgidas durante el juicio- en una escuálida traición en familia. Una traición de magnitudes colosales, pero traición al fin. Una historia ocurrida no en cualquier familia, en la “familia pontificia”, cuyos miembros no poseen un parentesco de sangre sino un vínculo espiritual que, para los creyentes, debería tener un peso superlativo.

No fue así para Paolo Gabriele quien, durante años, traicionó la confianza del Papa y de sus colegas. Prácticamente desde que asumió su responsabilidad en el año 2006, el mayordomo fotocopió decenas… cientos de documentos confidenciales. Lo hizo cada día, en un mastodóntico trabajo de hormiga mediante el cual se apropió de cartas, telegramas, tarjetas, resúmenes, reportes, informes, correos electrónicos y todo aquello que encontraba interesante en el apartamento pontificio.

Impasible, como actuó a lo largo de las audiencias del juicio, así también se comportó cuando tomaba los textos reservados del escritorio del secretario privado de Benedicto XVI, Georg Gaenswein, y se dirigía a la fotocopiadora, al otro lado de la oficina. Allí los duplicaba, uno a uno y quizás, los leía superficialmente. Luego, en el departamento que comparte con su esposa y sus tres hijos, tenía oportunidad de visionarlos totalmente. De esa manera se enteró de asuntos de una gravedad inaudita. Muchos de ellos lo debieron turbar verdaderamente, dejando inquieta su alma.

Mientras tanto nadie sospechaba de él. Ninguno de los más estrechos colaboradores de Joseph Ratzinger habría puesto en duda la fidelidad de aquel padre de familia de 46 años, limpio y pulcro en el vestir, premuroso en la atención al Papa y conversador en los corredores del Vaticano.

Si el pontífice es el “vicario de Cristo”, aclamado por millones en Roma y durante sus viajes por el extranjero, para el mundo católico (y salvando las enormes distancias) ser su mayordomo es tanto como ser el guardaespaldas de cualquier estrella de rock de magnitud planetaria. Alguien que, sin contar con un poder de decisión real, posee acceso directo al personaje. Por ello, es susceptible de ser abordado por un sinnúmero de personas. Desde cardenales hasta simples sacerdotes o miembros de la Gendarmería Vaticana.

Y así ocurría, regularmente. Gabriele hablaba con personalidades de todos los niveles en la Curia Romana. A algunos los conocía desde hace 20 años, cuando ingresó a trabajar como limpiador de pisos en la Secretaría de Estado. Era preciso y efectivo, incluso cuando pasaba el trapo en la oficina de Paolo Sardi, hoy cardenal. El clérigo coordinaba entonces la redacción de los discursos del Papa Juan Pablo II, ambos congeniaron inmediatamente y entretejieron una amistad que permaneció en el tiempo, incluso cuando el hacendoso empleado tuvo la suerte de ser promovido a la Prefectura de la Casa Pontificia.

Más tarde, en 2006, el prefecto estadounidense, James Michael Harvey, le propuso al secretario papal Gaenswein los servicios de Gabriele para ocupar el puesto del histórico ayudante de cámara de Karol Wojtyla, Angelo Gugel, cercano a la pensión. Como el candidato tenía impecables antecedentes, su contratación fue un trámite, aunque Gugel tuvo justificadas reservas sobre su sucesor. No eran sospechas concretas, más bien malos presentimientos nacidos a lo largo de los dos meses que le tocó entrenarlo.

No se había equivocado el saliente mayordomo. Su sustituto era un mentiroso, un hombre ambiguo y contradictorio. En su nuevo rol recibió la estima de personajes variopintos. Y comenzó a dialogar con ellos sobre las situaciones relacionadas con el gobierno de la Iglesia católica. Él tenía una fuente privilegiada de información: el escritorio del Papa. Simultáneamente se volvió una apetitosa fuente de datos, fácilmente abordable para quienes, dentro y fuera de la estructuras vaticanas, deseaban mantenerse al corriente de lo que ocurría en el primer círculo del obispo de Roma. Así pueden explicarse algunas exclusivas “bomba” lanzadas por acreditados vaticanistas en los últimos años.

A medida que se convertía en el nodo clave de una informal red de confidencias, más casuales que organizadas, “Paoletto” (como le llamaban coloquialmente) comenzaba una lenta pero inexorable sugestión interna que lo llevaría casi a perder la razón. A la cual, contribuyeron seguramente, sus constantes conversaciones con Ingrid Stampa, la antigua auxiliar de Joseph Ratzinger que fue desplazada a un segundo nivel cuando su jefe llegó al trono de San Pedro. O sus diálogos, de fuerte tono reflexivo, con el cardenal Angelo Comastri, arcipreste de la Basílica de San Pedro. Algo similar le ocurrió con Francesco Cavina, hasta 2011 oficial de la Secretaría de Estado y hoy obispo de Carpi, en el norte de Italia.

Con ellos y con muchos otros intercambió opiniones. Más de uno debió haberle llenado la cabeza. A toda esta situación el ex mayordomo la calificó de “sugestión ambiental” en uno de sus interrogatorios durante sus días de detenido, en una celda de seguridad del cuartel general de la Gendarmería Vaticana. Aunque, en el juicio, negó de manera tajante que ellos lo hayan sugestionado en manera alguna y sostuvo haber decidido filtrar los documentos sólo porque advirtió cómo el Papa “es fácilmente manipulable” y “no estaba informado de ciertos hechos”.

En 2011 explotó un caso clamoroso. El entonces secretario general de la Gobernación del Estado Vaticano, Claudio Maria Viganó, fue enviado a Estados Unidos como nuncio apostólico, en medio de una fuerte controversia interna. Según el prelado, la corrupción y el tráfico de influencias campeaban en las licitaciones vaticanas. Así lo dejó plasmado en dos cartas dirigidas a Benedicto XVI, pero su descargo no impidió su traslado lejos de Roma.

Este episodio llevó al, hasta entonces, “fiel y religioso” mayordomo a convertirse en “el cuervo”. Una especie de doctor Jekyll y Mr. Hyde. Entonces buscó al periodista italiano Gianluigi Nuzzi, ya autor de un libro sobre las finanzas papales titulado “Vaticano S.A.”. Entre noviembre de 2011 y enero de 2012 le entregó unos 100 documentos confidenciales, información de lo más variopinta. “Quería generar un shock mediático”, explicaría a la postre. Y logró su objetivo. Primero gracias al programa “Los Intocables”, transmitido por el canal de televisión La7. Luego mediante otras publicaciones, especialmente en el diario “Il Fatto Quotidiano”. Finalmente con el libro “Su Santidad. Las cartas secretas de Benedicto XVI” firmado por el mismo Nuzzi, que salió a la venta el 19 de mayo último y se convirtió, rápidamente, en un best-seller.

“El libro nunca estuvo en mis planes. La ganancia (para el autor) es evidente. A mí sólo me provocó efectos destructivos”. Palabras contradictorias pronunciadas por Gabriele el 2 de octubre, que describen bien la actitud del mayordomo infiel desnudo ante las consecuencias de sus actos.

La publicación del libro precipitó los acontecimientos. Un mes antes la Sede Apostólica había anunciado el establecimiento de una “comisión independiente” compuesta por tres cardenales y presidida por el español, Julián Herranz, que tenía como objetivo descubrir la verdad sobre la filtración de los documentos confidenciales. Para ese momento y gracias al portavoz papal, Federico Lombardi, el escándalo ya se llamaba “vatileaks”. La oficina de prensa vaticana había intentado, con una serie de comunicados y sin éxito, tamponar la cloaca mediática desatada por la constante exposición al sol mediático de los trapitos sucios de la Iglesia católica universal.

Los indicios que Georg Gaenswein esperaba estaban justamente en “Su Santidad”. Al leerlo el secretario privado identificó tres documentos incriminatorios. Una carta del periodista italiano Bruno Vespa, un mensaje de un director de banco y un mail sobre el caso Emanuela Orlandi, la ciudadana vaticana desaparecida sin rastro en la década de los 80. Esos escritos eran la “pistola humeante”, la prueba irrefutable contra el artífice de la filtración. Nunca habían salido del escritorio del secretario, sólo podían haberse evaporado directamente de las manos de Gabriele.

Por ello y con autorización de Benedicto XVI, Gaenswein convocó una tensa reunión de la “familia pontificia” el lunes 21 de mayo. Entre los asistentes algunos ya tenían en mente que el traidor era Gabriele. Las cuatro consagradas Memores Domini encargadas de la limpieza en el apartamento papal, el segundo secretario Alfred Xuereb y la responsable del archivo personal del Papa, sor Birgit Wansing. El ayudante de cámara, cínico, los miró a los ojos y negó, insistentemente, cualquier responsabilidad. Las sospechas ya estaban sobre él.

Dos días después la comisión cardenalicia determinó suspenderlo “ad cautelam”, pero ya no fue necesario. Ese miércoles, poco después de las 15:00 horas, cuatro gendarmes vaticanos se presentaron en su casa. Lo esperaron por más de 50 minutos y, cuando llegó, le notificaron que tenían autorización para catear la habitación. Él se mostró sorprendido y disimuló, una táctica en la cual ya era experto. De una enorme librería ubicada en el salón y un armario en el estudio, salió a la luz un archivo digno de cualquier biblioteca respetable. Cientos y cientos de documentos sobre los temas más variados, casi todos bajados de internet o recortados de periódicos. Entre ellos, casi como escondidos, empezaron a surgir los informes confidenciales. Originales y fotocopias. Tanto era el material que, luego de siete horas de revisión, los gendarmes cargaron todo en 82 cajas y lo llevaron a su comando general, ubicado a no más de 100 metros de distancia.

Desde ese 23 de mayo Paolo Gabriele permaneció detenido. Mantuvo esa condición durante 59 días, tiempo récord para la historia vaticana. El “cuervo” empezó a cantar. Y el rompecabezas comenzó a tener sentido. Luego vino el arresto domiciliario, el envío a juicio y el proceso en el aula, cuya sentencia no cierra definitivamente uno de los casos más traumáticos de la historia vaticana reciente. Aunque fue condenado a 18 meses de cárcel, un veredicto realmente leve, el ex mayordomo difícilmente pisará la cárcel. El Papa le concederá el indulto. Pero quedará en los anales de la crónica su última declaración ante el jurado, un desfogo que ilustra su ambigüedad, su paranoia, su fragilidad mental. “La cosa que siento fuerte dentro de mí, es la convicción de haber actuado por exclusivo amor, visceral diría, por la Iglesia de Cristo y por su jefe visible. Si lo debo repetir, no me siento un ladrón”.