15.10.12

 

Ya estamos en pleno Año de la Fe y en medio de un impulso eclesial a la nueva evangelización. Sin embargo, leyendo todo lo que se publica y se comenta sobre la manera de evangelizar, me da la sensación de que se buscan demasiadas explicaciones a sobre cómo se debe construir la rueda cuando solo hay una de hacerla bien: que sea redonda.

La evangelización es algo a la vez tan complicado y tan simple como anunciar al hombre que es pecador, que necesita aceptar a Cristo como Señor y Salvador para ser salvo y que se le ofrece gratuitamente la gracia para su justificación y santificación. Y que si por gracia responde positivamente a la gracia -que se recibe mayormente mediante los sacramentos y por la acción constante del Espíritu Santo en el alma del fiel- y produce las obras que Dios ha preparado de antemano para que las haga, podrá ser salvo. Si no, se condenará.

Es necesario transmitir ese mensaje teniendo en cuenta las particularidades históricas y culturales del mundo moderno y de las naciones que deben ser evangelizadas o reevangelizadas, pero o se predica ese kerigma sin restarle una tilde, o perdemos el tiempo. Y creo que estamos demasiado obsesionados en divagaciones sobre como es o deja de ser el mundo hoy en día, que ni es ni deja de ser lo que siempre ha sido. Es decir, los hombres son tan pecadores ahora como en el año 50 dC, y el mundo, en el significado bíblico del término, es y será siempre igual.

Hay naciones que han sido históricamente cristianas y que hoy están en un proceso de apostasía evidente. La transmisión de la fe de generación en generación se ha quebrado dramáticamente en multitud de familias. Y eso se ve agravado por el hecho de que los incrédulos no son como los que viven en naciones a las que nunca ha llegado el evangelio, de forma que la predicación del mismo supone una novedad real en sus vidas. No, en nuestros pueblos los incrédulos tienen una imagen distorsionada de la fe, de manera que cuando les hablas de Cristo y de la Iglesia, ellos ya tienen una idea preconcebida y errónea de ambas realidades.

Pero aunque parezca mentira, eso puede ayudar a la nueva evangelización, si es que esta se hace bien. Cuanto más radical sea la predicación de la necesidad del arrepentimiento y la gracia para la salvación, más “novedoso” será para el incrédulo dicho mensaje. Si buscamos adaptar nuestras palabras para que no causen escándalo en los oídos de los que están alejados de la fe, estamos convirtiéndonos en piedra de tropiezo para ellos en vez de en instrumentos en manos de Dios para su salvación. San Pablo supo predicar el evangelio a los ciudadanos de Atenas en un lenguaje que ellos podían entender, pero no se le ocurrió ocultar aquello que iba a causar escándalo a los oídos atenienses.

Y aun más, si predicamos un evangelio aguado y tibio, seguramente será porque estamos viviendo en esa tibieza tan peligrosa para nuestra propia salud espiritual. Los que convierten la caridad evangélica en un humanismo buenista de baja estofa están errando el tiro. A Cristo le costó mucho subir a la cruz para ser allá sacrificado por nuestros pecados como para que nosotros ahora nos dediquemos a predicar otro evangelio que no sea el de “arrepentíos porque el Reino de los cielos ha llegado” (Mt 4,17), el de “¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?” (Luc 6,46), el de “en ningún otro hay salvación, porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hech 4,12), el de “¿Qué, pues? ¿Pecaremos, porque no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia? En ninguna manera” (Rom 6,15), etc. Si no vamos a predicar eso, mejor nos callamos, pues la falsedad o la media mentira puede ser incluso más dañina que el silencio.

En relación a la acción misionera de la Iglesia, es justo reconocer que no siempre se han hecho las cosas bien en los últimos veinte siglos. Pero es absolutamente injusto arremeter contra quienes dejaron su vida en el empeño de obedecer a Cristo, que nos ordenó “id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo” (Mt 28,19). Quien va a evangelizar a los que nunca han recibido el evangelio no tiene como primera objetivo comprobar lo poco o mucho que Dios haya podido ir obrando en esos pueblos. No, va a llevarles la verdad completa, el evangelio que salva, la gracia que redime. El cristianismo ha de ser padre y madre de civilizaciones, no discípulo de religiones erradas y culturas descristianizadas. Sin que eso implique que los cristianos no sepamos ver la mano de Dios obrando entre aquellos que viven en esas culturas y practican esas religiones. Al fin y al cabo, no nos toca poner a nosotros límites a la misericordia del Señor para con toda la humanidad, haya sido evangelizada entera o no.

Es por ello especialmente triste comprobar como algunos líderes de órdenes y congregaciones religiosas hagan hoy el ejercicio de solicitar a la Iglesia que pidamos perdón por haber sido misionera de verdad y no una mera ONG que presta servicios sociales. Los principales responsables del evidente desplome del impulso misionero tienen la osadía de criticar a quienes en el pasado fueron fieles a su carisma. Y mientras tanto, aquellos que, es el caso de los protestantes evangélicos, durante siglos demostraron estar más interesados en robar fieles a la Iglesia que en predicar el evangelio -aun con errores doctrinales- a los no cristianos, son los que hacen hoy la labor que los religiosos tibios y heterodoxos han dejado de hacer. Desde luego Dios no va a esperar a que los misioneros católicos de órdenes religiosas vuelvan a hacer lo que hicieron siglos atrás y hoy no hacen. El cristianismo avanzará con o sin ellos. Y lo hará vía otras realidades eclesiales católicas o vía misioneros cristianos de otras denominaciones no católicas.

A los tibios y los que han traicionado su carisma, vaya esta advertencia: “El que en mí no permanece, será echado fuera como pámpano, y se secará; y los recogen, y los echan en el fuego, y arden” (Jn 15,6). Salta a ojos vista que ya se están secando. Si no se convierten, si no vuelven a su esencia, es cuestión de tiempo que desaparezcan en medio del fuego de su iniquidad, su pecado y su falta de fidelidad a sus fundadores, a Cristo y al resto de la Iglesia. No doy nombres. Al que le encaje el guante, que se lo ponga.

Luis Fernando Pérez Bustamante