9.11.12

Recordando el Vaticano II: Reflexiones sobre el Concilio

A las 1:01 PM, por Alberto Royo
Categorías : Vaticano II

EL CONCILIO Y LA TENTACIÓN REVOLUCIONARIA

RODOLFO VARGAS RUBIO

No podemos evitar, en este punto, hacer una observación muy sugestiva. El concilio Vaticano II fue definido como “1789 para la Iglesia” por el cardenal belga Leo Jozef Suenens (1904-1996), arzobispo de Malinas-Bruselas. La comparación no era antojadiza, pues ya el cardenal jesuita Louis Billot (1846-1931) la había empleado —aunque con una connotación bien distinta— al advertir a Pío XI, cuando se habló en 1923 de la eventualidad de un concilio, que éste podría ser manipulado por “los peores enemigos de la Iglesia, los modernistas, quienes ya se están preparando, como ciertas indicaciones muestran, a producir la revolución en la Iglesia, un nuevo 1789”. Esto es tanto como decir que el concilio era una revolución: la Revolución Francesa.

Si se considera atentamente el desarrollo de los acontecimientos, no pueden dejar de hacerse comparaciones entre la situación de la Iglesia y la de la Francia del tránsito entre el siglo XVIII y el XIX. Luis XV y Pío XII habían reinado, con mano enérgica, en períodos respectivos de aparente florecimiento, aunque era por dentro por donde la situación real se iba descomponiendo. El beato Juan XXIII puede compararse a Luis XVI, un buen hombre que, como él, amaba la paz y la concordia (educado como había sido en la escuela del Télémaque de Fénelon), pero no fue capaz de sospechar lo que podía desencadenar la convocatoria de los Estados Generales (que fueron preparados también concienzudamente, sólo que, en lugar de vota y consilia, en Versalles se recibieron los cahiers de doléances). Una suntuosa y deslumbrante procesión (como la de la Plaza de San Pedro en 1962) había dado inicio a la reunión de los tres órdenes en los que reposaba el Reino de San Luis, pero una vez instalados los diputados en sus escaños del Jeu de Paume, se desencadenaría la intriga que iba a cambiar el rostro del país: el Tercer Estado no quiso acatar las reglas de juego establecidas por una tradición secular y, con la complicidad de diputados de los otros tres estamentos, llevó a cabo la auténtica revolución, al establecerse a sí mismo como Asamblea Constituyente y jurar que no se disolvería antes de haber dado a Francia una constitución. Tal como sucedería en el aula conciliar cerca de dos siglos más tarde (según acabamos de ver).

El Concilio tuvo también sus partidos como en la Revolución: uno minoritario seguidor de la Tradición (el de la Curia, correspondiente al de la Corte); otro moderado y mayoritario (que era la extensa mayoría de obispos, correspondiente a los girondinos); otro minoritario pero agitador y propugnador del cambio a toda costa (el de la “Alianza Europea” con sus periti, a semejanza de los montañeses con los jacobinos como su sector intelectual). Si quisiéramos extremar las analogías, diríamos que el Concilio fue como la Revolución desde los Estados Generales hasta la abolición de la monarquía; el largo período postconciliar es equiparable al período que va hasta el 18 de brumario; en fin, la época de Bonaparte, en la que éste transformó la Revolución dándole un rostro respetable, sería el pontificado de Juan Pablo II… Más lejos fue el teólogo dominico Yves Congar, que escribió: “La Iglesia hizo pacíficamente su Revolución de Octubre” (Le Concile au jour le jour, deuxieme session, Éd. du Cerf, 1977). Pero no vamos a intentar aquí adivinar quién fue Lenin y quién Kerensky…

Como ésta no es una historia sino una reseña conmemorativa del Concilio Vaticano II no vamos a relatar aquí todas sus incidencias. Baste consignar aquellas en las que se ve cómo la “Alianza Europea” consiguió dominar completamente la asamblea, sin que pudiera evitarlo la tan vilipendiada Curia Romana, a la que se tenía por despótica y extremista, y que, en cambio, demostró una exquisita prudencia y una actitud muy moderada. Es más, fueron precisamente los que se tenían por adalides de la libertad los que utilizaron en más de una ocasión métodos reprobables. Como, por ejemplo, cuando en plena discusión sobre la Misa, el cardenal Alfrink cortó el micrófono al cardenal Ottaviani, que había sobrepasado el tiempo límite de su intervención por no haber oído la campanilla que lo señalaba. Para vergüenza de los padres conciliares, este episodio lamentable tuvo lugar entre los aplausos de la concurrencia. No se explica cómo el cardenal Tisserant pudo instigar el comportamiento del purpurado holandés.

El primer período intersesional fue el decisivo para la definitiva “toma de poder” por parte de los liberales del Rin. A principios de enero de 1963, el cardenal Julius Döpfner (1913-1976), arzobispo de Münich y Frisinga, y miembro de la comisión coordinadora (que ejercía presiones sobre las demás comisiones conciliares para modificar o eliminar esquemas), convocó una reunión de obispos y teólogos en la capital bávara para trabajar sobre los futuros esquemas a presentar, teniendo en cuenta de modo particular dos cuestiones que se consideraban claves para las futuras discusiones, sobre todo en lo tocante al esquema De Ecclesia: la colegialidad episcopal y la apertura ecuménica. El 25 de enero, los resultados de estos trabajos extra-conciliares fueron presentados al Santo Padre y al cardenal Ottaviani en forma de doce esquemas alternativos a los de la comisión preparatoria, de los cuales se enviaron copias a todos los obispos germanófonos. El Papa Roncalli aprobó los nuevos textos que iban a servir de base a la discusión y los hizo remitir a todos los Padres conciliares, al tiempo que instaba a las comisiones a acelerar los trabajos para poder reanudar lo antes posible el Concilio, inaugurando la segunda sesión. El beato Juan XXIII ya sabía que se estaba muriendo, pues era presa de continuas e abundantes hemorragias gástricas. El 9 de abril había publicado su última encíclica, la Pacem in terris, que era un ferviente llamado a la paz a todos los hombres de buena voluntad (una copia con la firma autógrafa del Papa había sido enviada a U Thant, secretario general de la ONU.). El 3 de junio de 1963, fallecía después de tres días de penosa agonía.

Es el momento de hacer un balance sobre la figura del beato Juan XXIII, dado que alrededor suyo se han entretejido algunos tópicos en los que conviene dilucidar qué hay de verdad y qué se ha de desmentir. En primer lugar, el calificativo de “Papa bueno”. Es evidente que sobre la justicia del apelativo aplicado a su persona no puede haber dudas: se trataba efectivamente de alguien con un buen corazón y una gran sensibilidad, que puso de manifiesto en muchas ocasiones, tanto antes como después de su elevación al sumo pontificado. Lo que pasa es que muchas veces se hace un énfasis interesado sobre la bondad de Roncalli en detrimento de la de otros Papas: se le llama “Papa bueno” como si los demás hubieran sido malos o simplemente menos buenos (comenzando por su antecesor el venerable Pío XII, que para muchos es hoy un “Papa malo”). Juan XXIII está beatificado y, por tanto, no puede haber discusión sobre la heroicidad de sus virtudes y la ejemplaridad de su conducta moral. Otra cosa es lo que pueda pensarse sobre su prudencia y sobre sus medidas concretas de gobierno, que no tienen por qué ser todas impecables (salvo cuando está comprometida la infalibilidad pontificia). En cuanto al Concilio Vaticano II, su buena fe al convocarlo —sinceramente preocupado por dar a la Iglesia un rostro rejuvenecido— no excluye una cierta falta de precaución y discernimiento en la manera como permitió que se encaminaran las cosas. En lo que también habría influido aquello que él mismo admitió en cierta ocasión: que era más pastor que teólogo. Su olfato en materia de doctrina no era tan fino como el del cardenal Ottaviani, entrenado en una larga carrera en el Santo Oficio, ni su formación intelectual le permitía comprender a fondo las nuevas escuelas teológicas. Dicho esto, sí: fue un Papa bueno, al estilo de San Pedro Celestino y San Pío X, es decir, bueno de corazón.

Otro tópico: el mito de “Papa revolucionario”. El beato Juan XXIII lo fue en todo caso por los resultados, no por las intenciones. Existen testimonios de su rigidez en cuanto a la etiqueta eclesiástica, como la anécdota en la que se cuenta cómo afeó a unos seminaristas del Colegio Francés de Roma el que no llevaran el sombrero negro de fieltro de los clérigos. Aunque al principio le costó acostumbrarse, le tomó gusto al protocolo y al ceremonial vigentes en la corte papal. En su indumentaria no omitía ninguna de las prendas del ajuar pontificio y se sentía muy cómodo con el camauro (el antiguo gorro de terciopelo escarlata orlado de armiño), que no llevaban usualmente los Papas desde la época de la Contrarreforma. Pero no son estos detalles los que desdibujan su supuesto inconformismo. Existen datos sólidos que avalan el conservadurismo de Roncalli. Citaremos unos cuantos, a título de ejemplo.

El primero es la confirmación que dio el 2 de abril de 1959 a la responsio (respuesta) negativa del Santo Oficio del 25 de marzo anterior sobre la posibilidad de colaboración con los comunistas por parte de los católicos en las elecciones (sea dándoles votos o apoyándolos de cualquier otra manera), a tenor del decreto de 1º de julio de 1949 (en el que se consideraba apóstatas de la fe e incursos en excomunión a quienes prestaren tal colaboración). Según la regla de la caridad cristiana, el Papa acogía benévolamente a las personas, pero no podía admitir el error y menos toleraba que los que se llamaban católicos contribuyeran a su difusión. El segundo dato: su entusiasmo por el Sínodo Romano de 1960 y sus resultados (que no podían ser más tradicionales), hasta el punto que costeó de su propio peculio una edición de lujo de las constituciones sinodales, cuyos ejemplares regalaba a sus visitantes más ilustres como muestra de especial aprecio. El Papa Juan pensaba —como ya se vio— que el Concilio podría ser a escala universal lo que el Sínodo había sido para Roma. Un tercero lo constituye la promulgación, el 22 de febrero de 1962 y en medio de un aparato sin precedentes en la basílica de San Pedro, del importante documento sobre el latín que se intitula Veterum sapientia, al que dio la forma solemne de constitución apostólica. Por fin, el 30 de junio de 1962, Juan XXIII ponía su firma al monitum (admonición) del Santo Oficio contra la aceptación acrítica de los escritos del P. Teilhard de Chardin (uno de los exponentes de la Nouvelle Théologie, cuyo pensamiento habían defendido Jean Daniélou y Henri de Lubac). ¿Pueden juzgarse estas actitudes y medidas como propias de alguien que quiere revolucionar la Iglesia? Francamente es difícil.