Fe y Obras

La perversión de la ley

 

 

13.11.2012 | por Eleuterio Fernández Guzmán


Sabemos que el poder establecido, desde el principio de los tiempos de la organización del ser humano, ha tenido la tendencia a extralimitarse en sus funciones y, con ello, a elaborar normas a su gusto y antojo para mantener, más que nada, la situación a su favor.

Algunas de estas normas están en contra de principios morales elementales y, también, de los que tienen un contenido religioso. Se ataca, así, una doctrina que es seguida y amada por millones de personas.

A veces lo que se establece está tan en contra de lo arriba citado que bien podemos definir a tales normas como intrínsecamente perversas que son aquellas que no tienen que ser cumplidas porque su cumplimiento estaría en contra de tales principios morales y religiosos básicos y, por eso mismo, no prescindibles.

No hay, a este respecto, otra propuesta que se tenga que aceptar porque lo que es inaceptable no tiene razón de ser aceptado.

Por otra parte, nuestro modo de proceder ha de estar de acuerdo con unos valores, con unos principios, que sostienen nuestra forma de ver la vida. Y esa forma de ver la vida no es una invención del momento, ni está traída a nuestra existencia por la casualidad ni por la modernidad. Tampoco puede tratarse de una adaptación a cada circunstancia como si se tratara de algo hecho por el hombre. No. Esto no puede ser así.

Muy al contrario de lo dicho, lo que nos une, lo que hace universal a lo católico, es ese hilo que tiende, desde las Sagradas Escrituras, una conexión entre la humanidad y que se basa, sobre todo, en una conducta, en un proceder, en un decir y hacer de Aquel que vino, que había venido como dijo Él mismo, para perfeccionar la Ley de Dios y no para derogarla; y no para derogarla, repito.

Por lo tanto, nadie está en el derecho de preterir la norma divina por el mero hecho de ostentar un interino poder y un humano comportamiento. Por eso no podemos permanecer de brazos cruzados cuando, por ejemplo, se elabora y se exige el cumplimiento de la ley del aborto (se llame como se llama la misma y se pretenda lo que se pretende con ella) porque es bien conocido quién pervierte la realidad de las cosas, qué se pervierte y por qué se pervierte. Y colaborar con tal perversión no está al alcance de ningún cristiano, aquí católico, ni excusa alguna puede permitir tal cosa.

Un día el que esto escribe oyó, en programa televisivo, al filósofo Fernando Savater decir que el problema que tenía la jerarquía eclesiástica es que no estaban de acuerdo con el hecho de que la sociedad no siguiese sus indicaciones. Esto dicho como si la Verdad fuera un programa establecido por unas personas en el seno de la Conferencia Episcopal Española y hecha a su antojo.

Y cosas como este tipo de pronunciamientos son las que dañan a la Fe porque atentan contra el sentido mismo que tiene aquella y ponen, como quien dice, a los pies de los caballos a las personas que, entregando su vida por los demás, hacen del trabajo que realizan el ejercicio de un instrumento en manos de Dios.

No podemos, por lo tanto, dejar que las circunstancias que se están tratando de imponer se impongan por el mero hecho de tener que responder sí a un poder totalitario porque sea un poder establecido ni aunque se haya establecido con la fuerza de las urnas y de unas elecciones regladas y legítimas.

Las leyes, por eso, que son intrínsecamente perversas no deben ser cumplidas ni siquiera porque hayan sido elaboradas por el César y esté separado de Dios. La separación la establece, en todo caso, quien quiere dejar apartado al Creador de su existencia y del convivir social porque supone sostener un compromiso moral muy elevado y una exigencia alta de entrega a la voluntad de Dios que, como sabemos, no siempre es fácil llevar a cabo.

Pero la Ley, la de Dios, es la Ley de Dios.

Eleuterio Fernández Guzmán
eleu@telefonica.net