La fe se vive y se comparte

 

Estamos en el Año de la fe y quiero animar y alentar, a todos, para que este año nos ayude a vivir con mayor esplendor el regalo de la fe. También mi convencimiento de que la fe es para vivirla y compartirla, como nos ha recordado el Papa Benedicto XVI, en su mensaje del Domund de este año.

03/12/12 12:14 AM


Hemos de vivir agradecidos por el don de la fe que se nos ha dado y, siguiendo el ejemplo de san Francisco Javier, comunicarlo a todos los hombres y mujeres de la tierra. Se trata de llevar el amor de Dios que hemos conocido en Jesucristo. Como nos han dicho los obispos en el último Sínodo: “En la persona de Jesús se revela el misterio de amor de Dios Padre por la entera familia humana”. 

Antes de anunciar la fe conviene estar en gracia de Dios, es decir, vivir en la perfección de la caridad. Una luz brilla cuando luce y ésta es la esencia de su exposición. Quien anuncia el evangelio no lo vivifica por las simples palabras que pronuncia sino por la Luz que lleva dentro. Las palabras serán bien acogidas si coinciden con lo que se vive. Se convence más por el testimonio de la caridad que con las palabras. La nueva evangelización será bien acogida si se patentiza con el testimonio. 

San Pablo lo explica muy bien en el himno a la caridad: “Aunque hablara las lenguas más arcanas y de los ángeles, si no tengo amor, soy como una campana que suena o címbalo que retiñe. Y aunque tuviera el don de hablar en nombre de Dios y conociera todos los misterios y toda la ciencia; y aunque mi fe fuese tan grande como para trasladar montañas, si no tengo amor, nada soy. Y aunque repartiera todos mis bienes a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, de nada me sirve” (1Cor 13,1-3). 

Hemos de pedir al Señor que nos renueve. Estaremos a la altura del evangelio y de la llamada de Jesucristo en el momento que la conversión del corazón se haga viva y presente en nuestras vidas. Por eso hoy se nos pide mayor conversión y penitencia a la hora de evangelizar. De nada nos serviría hablar de Jesucristo si no le dejamos espacio en nuestro interior y en medio de nosotros. La enseñanza de la Iglesia, a través de los siglos, habla de cuatro Sagrarios: La conciencia (donde Dios habita y habla), la comunidad (donde él está presente), la Eucaristía (presencia sacramental por excelencia de Jesucristo) y los pobres (donde él se hace presente místicamente: “tuve hambre y me diste de comer”). La Beata Madre Teresa de Calcuta después de la comunión Eucarística decía: “¡Qué grande es Jesucristo que se nos hace Pan para alimentarnos y qué grandes son los pobres donde le podemos alimentar a Él!” 

No nos ha dejado huérfanos sino que vive entre nosotros. La fuerza de su Espíritu puede renovarnos y renovar a la Iglesia para que siga brillando Jesucristo y nos dejemos transformar por él. La conversión requiere una purificación puesto que, muchas veces, somos esclavos de nuestras limitaciones y pecados. No hay lugar para el pesimismo en las mentes y en los corazones de aquellos que saben que su Señor ha vencido a la muerte y al pecado y que su Espíritu actúa con fuerza en la historia. Hoy también sigue actuando en medio de su Iglesia a través de los signos sacramentales del perdón y de la sanación (penitencia y unción de enfermos) y de la predicación evangelizadora. 

Desde esta experiencia se ha de evangelizar e ir a aquellos que aún no conocen esta gran riqueza: la persona de Jesucristo y el gran regalo de su Vida. Nuestro corazón ha de ser universal, abierto al mundo. No podemos descansar hasta el día en que todos conozcan esta gran riqueza. La Iglesia tiene la tarea de evangelizar, de anunciar el Mensaje de salvación a los hombres que aún no conocen a Jesucristo. “La Iglesia ora y trabaja a un tiempo para que la totalidad del mundo se incorpore al pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y Templo del Espíritu Santo, y en Cristo, Cabeza de todos, se rinda todo honor y gloria al Creador y Padre universal” (Vaticano II, Lumen Gentium, nº 17). 

Con este estilo de vida lo realizó San Francisco Javier y así lo deseamos para nosotros en nuestra Iglesia de Navarra. No pensemos sólo en Navarra, sino en el mundo entero, porque nuestra misión no acaba en nuestra Diócesis. Nos lo recuerdan nuestros misioneros. Tengamos un recuerdo especial por los misioneros que están trabajando en los lugares más recónditos de la tierra. De modo especial los recordaremos el día 3 de diciembre, fiesta de San Francisco Javier.