CARTA DEL OBISPO

REFLEXIONES PARA EL ADVIENTO

La fe en Dios y la sobriedad de vida

 

 

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SANTANDER | 06.12.2013


Queridos hermanos en Cristo:

            La vida del hombre no depende de sus bienes, dice la sabiduría evangélica frente al necio, que víctima de la avaricia, olvida esta lección fundamental. Leemos en el Evangelio: “Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente. Pero Dios le dijo: Necio, esta noche te van a reclamar el alma, y ¿de quién será lo que has preparado? Así es el que atesora para sí y no es rico ante Dios” (Lc  12, 19-21). La necedad consiste en no tener en cuenta a Dios en la orientación de la vida y apoyarse en lo que no es Dios.

            El apóstol San Pablo en su carta a Tito escribe: “llevemos ya desde ahora una vida sobria, justa y piadosa” (Tit 2, 12).

            El profeta Jeremías recriminó en nombre de Dios a Israel: “Una doble maldad ha cometido mi pueblo: me abandonaron a mí, fuente de agua viva, y se cavaron aljibes, aljibes agrietados, que no retienen el agua” (Jer 2, 13). El hombre puede poner el corazón en cosas que no le sacian e incluso le producen vacío. Si sustituye a Dios por las cosas comete el hombre una doble equivocación como afirma Jeremías.

            Adorar lo que no es Dios convierte al hombre en no-hombre. La dignidad del hombre se fundamenta, custodia y promueve con el reconocimiento de Dios, a cuya imagen y semejanza fue creado (cfr. Gn 1, 27). Esta convicción tan razonable de la fe influye poderosamente en la orientación del hombre en medio del mundo. Con muchas imágenes expresa la Sagrada Escritura el mismo pensamiento: Dios es la roca segura en que el hombre halla cimiento estable; Dios es la fuente donde el hombre bebe del agua que salta hasta la vida eterna; Dios es la luz  que ilumina el camino del hombre y da sentido a su existencia.

            Dios llena el corazón  del hombre, como afirma el gran San Agustín. En cambio, si dobla la rodilla y doblega el espíritu ante el dinero como supremo valor, se destruye a sí mismo. Un dicho popular lo expresa paradójicamente: “había un hombre tan pobre que sólo tenía dinero”.

            A la luz de las reflexiones que venimos haciendo se comprende que la fe en Dios tiene mucho que ver con la sobriedad de vida, la ordenación respetuosa de la creación, la administración correcta de nuestros bienes y de los ajenos, la libertad para no caer víctimas del dinero y poder compartir con los más pobres y necesitados. La felicidad, que el hombre ansía, no reposa en el consumo, el lucro, el poder. Todos podemos reconocer por experiencia que la felicidad no consiste en la acumulación de cosas, igual que la libertad no consiste en satisfacer todos sus deseos y menos sus caprichos, sino en la capacidad para hacer el bien.

            Hemos vivido y a ello hemos sido frecuentemente estimulados, por encima de nuestras posibilidades y más allá de lo que dicta una sabiduría que no altera el orden de los medios y de los fines. Quizá pensamos que sea un camino sin límites lo que en realidad era un ritmo desbocado. La plenitud del hombre no reside en el crecimiento material indefinido. La avaricia incontenible, el consumo compulsivo, el capricho para gastar sin sentido, la competitividad orgullosa debe curarse con unas relaciones personales y sociales distintas. No sólo de pan vive el hombre, el dinero no es todo ni debe ser el Dios del hombre.

            Con mi afecto, agradecimiento y bendición,

+ Vicente Jiménez Zamora
Obispo de Santander