2.12.13

Orar

No sé cómo me llamo…
Tú lo sabes, Señor.
Tú conoces el nombre
que hay en tu corazón
y es solamente mío;
el nombre que tu amor
me dará para siempre
si respondo a tu voz.
Pronuncia esa palabra
De júbilo o dolor…
¡Llámame por el nombre
que me diste, Señor!

Este poema de Ernestina de Champurcin habla de aquella llamada que hace quien así lo entiende importante para su vida. Se dirige a Dios para que, si es su voluntad, la voz del corazón del Padre se dirija a su corazón. Y lo espera con ansia porque conoce que es el Creador quien llama y, como mucho, quien responde es su criatura.

No obstante, con el Salmo 138 también pide algo que es, en sí mismo, una prueba de amor y de entrega:

“Señor, sondéame y conoce mi corazón,
ponme a prueba y conoce mis sentimientos,
mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno”

Porque el camino que le lleva al definitivo Reino de Dios es, sin duda alguna, el que garantiza eternidad y el que, por eso mismo, es anhelado y soñado por todo hijo de Dios.

Sin embargo, además de ser las personas que quieren seguir una vocación cierta y segura, la de Dios, la del Hijo y la del Espíritu Santo y quieren manifestar tal voluntad perteneciendo al elegido pueblo de Dios que así lo manifiesta, también, el resto de creyentes en Dios estamos en disposición de hacer algo que puede resultar decisivo para que el Padre envíe viñadores: orar.

Orar es, por eso mismo, quizá decir esto:

-Estoy, Señor, aquí, porque no te olvido.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero tenerte presente.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero vivir el Evangelio en su plenitud.

-Estoy, Señor, aquí, porque necesito tu impulso para compartir.

-Estoy, Señor, aquí, porque no puedo dejar de tener un corazón generoso.

-Estoy, Señor, aquí, porque no quiero olvidar Quién es mi Creador.

-Estoy, Señor, aquí, porque tu tienda espera para hospedarme en ella.

Pero orar es querer manifestar a Dios que creemos en nuestra filiación divina y que la tenemos como muy importante para nosotros.

Dice, a tal respecto, san Josemaría (Forja, 439) que “La oración es el arma más poderosa del cristiano. La oración nos hace eficaces. La oración nos hace felices. La oración nos da toda la fuerza necesaria, para cumplir los mandatos de Dios. —¡Sí!, toda tu vida puede y debe ser oración”.

Por tanto, el santo de lo ordinario nos dice que es muy conveniente para nosotros, hijos de Dios que sabemos que lo somos, orar: nos hace eficaces en el mundo en el que nos movemos y existimos pero, sobre todo, nos hace felices. Y nos hace felices porque nos hace conscientes de quiénes somos y qué somos de cara al Padre. Es más, por eso nos dice san Josemaría que nuestra vida, nuestra existencia, nuestro devenir no sólo “puede” sino que “debe” ser oración.

Por otra parte, decía santa Teresita del Niño Jesús (ms autob. C 25r) que, para ella la oración “es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría”.

Pero, como ejemplos de cómo ha de ser la oración, con qué perseverancia debemos llevarla a cabo, el evangelista san Lucas nos transmite tres parábolas que bien podemos considerarlas relacionadas directamente con la oración. Son a saber:

La del “amigo importuno” (cf Lc 11, 5-13) y la de la “mujer importuna” (cf. Lc 18, 1-8), donde se nos invita a una oración insistente en la confianza de a Quién se pide.

La del “fariseo y el publicano” (cf Lc 18, 9-14), que nos muestra que en la oración debemos ser humildes porque, en realidad, lo somos, recordando aquello sobre la compasión que pide el publicano a Dios cuando, encontrándose al final del templo se sabe pecador frente al fariseo que, en los primeros lugares del mismo, se alaba a sí mismo frente a Dios y no recuerda, eso parece, que es pecador.

Así, orar es, para nosotros, una manera de sentirnos cercanos a Dios porque, si bien es cierto que no siempre nos dirigimos a Dios sino a su propio Hijo, a su Madre o a los muchos santos y beatos que en el Cielo son y están, no es menos cierto que orando somos, sin duda alguna, mejores hijos pues manifestamos, de tal forma, una confianza sin límite en la bondad y misericordia del Todopoderoso.

Esta serie se dedica, por lo tanto, al orar o, mejor, a algunas de las oraciones de las que nos podemos valer en nuestra especial situación personal y pecadora.

Serie Oraciones – Invocaciones: Oración para pedir la gracia de bien morir

Cristo de la Buena Muerte

¡Oh Dios mío!, ante el trono de tu adorable Majestad me postro pidiéndote la última de todas las gracias: una feliz hora de muerte.

Muchas veces, en verdad, hice mal uso de la vida que me diste; pero a pesar de ello te ruego, me concedas la gracia de terminarla bien y de morir en tu gracia.

Déjame morir como los santos Patriarcas, abandonando este valle de lágrimas sin queja, para disfrutar del descanso eterno en mi verdadera patria.

Déjame morir como San José, en los brazos de Jesús y María, e invocando estos dulcísimos nombres que espero bendecir por toda la eternidad.

Déjame morir como la Virgen María, encendido de amor e inflamado por el santo deseo de unirme con el único objeto de todo mi amor.

Déjame morir como Jesús en la cruz, con los sentimientos más vivos del aborrecimiento del pecado, del amor más filial y de la plena resignación en medio de todos mis dolores.

Padre eterno, en tus manos encomiendo mi espíritu; muestra en mí tu misericordia.

Oh Jesús, que has muerto por mi amor, dame la gracia de morir en tu amor.

Oh María, Madre de mi Jesús, ruega por mí ahora y en la hora de mi muerte.

Santo ángel de mi guarda, fiel custodio de mi alma, no me abandones en la hora de mi muerte.

San José, por tu poderosa intercesión alcánzame la gracia de morir la muerte de los justos. Amen.

Los cristianos y, claro, los católicos como tales, sabemos que, como dice la canción militar “la muerte no es el final”. Aquellos, sin embargo, que no lo creen entienden que aquí, con la muerte, acaba todo. Sin embargo, además de producirnos pena que haya hijos de Dios que no crean en la misericordia del Creador nos parece, con franqueza lo decimos, que eso no puede ser y, como dijo aquel, es imposible.

Por tanto, la muerte, para nosotros, es ganancia. Es bien cierto, sin embargo, que no siempre estamos preparados para tal momento porque, simplemente, no escuchamos aquello que de “Velad y estad preparados” que esgrimió, en una ocasión, Jesucristo, para, precisamente, advertirnos de la necesidad de no descuidarnos sobre eso.

Por eso, no esta nada mal pedir a Dios, también, por este momento. pues a todos nos ha de llegar. Es mejor, sin duda alguna, saber que ha de llegar aunque no se sepa cuándo que ignorando el cuándo no nos importe cuando llegue.

Pues bien, aunque nos sabemos pecadores o, precisamente, por eso, estamos en disposición de pedir a Dios para el momento de nuestra muerte. Y pedir sabiendo que siempre nos escucha y que su Misericordia es grande y, al respecto de sus hijos, ha demostrado ilimitada a lo largo de los siglos. Pues que en el momento de nuestra muerte la muestre con nosotros. Eso le pedimos.

Por ejemplo, pedirle que, ante la muerte, no nos quejemos ante tal momento porque debemos haber comprendido que es buena para nosotros. Lo es porque Dios nos quiere con Él.

Y, entre los ejemplos a los que podemos acudir es, seguramente, el más importante de ellos, el de nuestro hermano-Dios-Espíritu Jesús que supo encarar tan difícil momento haciendo lo que tantas veces nos resulta imposible: perdonar a quienes nos ofenden.

María, Madre de Jesús y madre nuestra. También a ella le pedimos, para que ruegue por nosotros en el momento de nuestra muerte, tan necesitados entonces estaremos de su santa intercesión.

Pero no olvidamos a quien supo entender el mensaje de Dios y acogió a María en su casa, se casó con ella y cuidó del niño Jesús: José, ejemplo de fidelidad a Dios y de ser hombre justo. A él también le pedimos: por nosotros, porque también queremos morir como él murió, entre los suyos que tanto lo querían.

Muerte, ¿dónde está tu victoria? Es la de Cristo y, con ella, la nuestra, la de cada uno de sus discípulos.

Pedimos, ante la muerte, por una mejor vida eterna y, para eso, por un buen morir, con nuestro Cristo presente, siempre, como lo estuvo desde la eternidad en aquella cruz en el Calvario.

¡Vamos, entonces, a la patria eterna!

Dios lo quiera…

Y pidamos al Cristo de la Buena Muerte, aquí traído en imagen, que nos ayude a bien morir pues luego nos espera lo mejor. Y dura para siempre, siempre, siempre.

Eleuterio Fernández Guzmán