6.12.13

 

En poco tiempo, dos casos. El primero, en vivo y en directo. Reunión de sacerdotes. Uno de ellos, hablando de su parroquia, con miles y miles de habitantes, nos dice que es una parroquia “con poco que hacer”. ¿La razón? Pues que entre los que se van a la parroquia de Santa Veneranda, los que acuden a la de San Serenín y los que tienen a sus hijos en el colegio de las madres gundisalvas, apenas hay unos cientos que acudan a su parroquia. Por tanto poco trabajo: las misas, algunos niños y poca cosa más.

El otro me lo cuenta un feligrés. En su parroquia apenas se abren las puertas y el párroco difícilmente pasa en ella más de una hora al día. Salvo la estricta hora de las misas, “campo de soledad, mustio collado”. Y el caso es que está en una zona de paso rodeada de oficinas y otras posibilidades como para dar un poco de marcha. Nada. La ocurrencia del párroco es que como la parroquia no tiene vida quizá fuera mejor su supresión, mientras va agonizando lentamente.

Las parroquias son como son y cada una está llamada a dar servicio allá donde se encuentre. Hay parroquias plagadas de gente joven que te exigen dedicarte de manera especial a niños, padres y familias. Las hay en zonas de oficinas que piden estar, un horario amplio de misas, confesiones y atención espiritual, y otras que tendrán sus características propias. El párroco, cuando llega, tendrá que ver cómo dar vida, atender, hacer que crezca a comunidad cristiana, procurar que Jesucristo sea conocido y amado.

Eso se llama ilusión: llegar a la parroquia y empezar a trabajar con alegría contagiosa, ver qué necesita la comunidad, olvidarte de ti mismo y estar, atender a cada persona, acoger las sugerencias, inventar, ser creativos, ver cómo ayudar a los de siempre a fortalecer su vida cristiana, animar a los tibios, atraer a los alejados, convertir al no creyente, colocarte al lado de los que sufren. Para eso faltan horas de estar y de trabajar.

Es verdad que en muchas ocasiones uno piensa que nada se hace. Cuántas horas de despacho aparentemente baldías. Cuántas de confesionario sin nadie que acuda. Esas misas cuidadas de cada día con tres o cuatro personas. Convocatorias que no atraen a nadie. No pasa nada. Milagrosamente, poco a poco, la parroquia se anima, se hace de Dios, comienza a dar signos.

Lo malo es llegar a una parroquia diciéndote que basta con atender a unos pocos que aparecen o que vamos a ir tirando sin hacer nada porque, total, mejor era que desapareciera. Así no tiene sentido. Si un sacerdote ejerce su ministerio convencido de que no merece la pena estar ahí, de que es suficiente con ir tirando, y que todo consiste en “atender” (¿qué querrá decir ”atender”?), apaga y vámonos. Porque si yo soy feligrés de una parroquia que celebra las misas corriendo, donde el párroco no está nunca, los confesionarios crían telarañas y las puertas permanecen cerradas salvo rara excepción, pues mejor me busco otra cosa. Y eso sin contar con ese despectivo “para cuatro viejas que vienen” quizá proclamado por el mismo sacerdote firme partidario de la opción por los pobres, pero nada proclive a atender a las cuatro pobres viejas. Misterios.

Da igual una parroquia de pueblo o gran ciudad. Lo mismo da feligresía joven o más madura. No importa el nivel económico. Allá donde va el señor cura, a por todas. A anunciar a Cristo muerto y resucitado, a celebrar la liturgia, a estar con todos y de manera singular con los pobres. Pero siempre alegre, siempre optimista, siempre feliz. Si uno comienza tirando la toalla… no merece la pena ser cura.