9.12.13

Orar

No sé cómo me llamo…
Tú lo sabes, Señor.
Tú conoces el nombre
que hay en tu corazón
y es solamente mío;
el nombre que tu amor
me dará para siempre
si respondo a tu voz.
Pronuncia esa palabra
De júbilo o dolor…
¡Llámame por el nombre
que me diste, Señor!

Este poema de Ernestina de Champurcin habla de aquella llamada que hace quien así lo entiende importante para su vida. Se dirige a Dios para que, si es su voluntad, la voz del corazón del Padre se dirija a su corazón. Y lo espera con ansia porque conoce que es el Creador quien llama y, como mucho, quien responde es su criatura.

No obstante, con el Salmo 138 también pide algo que es, en sí mismo, una prueba de amor y de entrega:

“Señor, sondéame y conoce mi corazón,
ponme a prueba y conoce mis sentimientos,
mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno”

Porque el camino que le lleva al definitivo Reino de Dios es, sin duda alguna, el que garantiza eternidad y el que, por eso mismo, es anhelado y soñado por todo hijo de Dios.

Sin embargo, además de ser las personas que quieren seguir una vocación cierta y segura, la de Dios, la del Hijo y la del Espíritu Santo y quieren manifestar tal voluntad perteneciendo al elegido pueblo de Dios que así lo manifiesta, también, el resto de creyentes en Dios estamos en disposición de hacer algo que puede resultar decisivo para que el Padre envíe viñadores: orar.

Orar es, por eso mismo, quizá decir esto:

-Estoy, Señor, aquí, porque no te olvido.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero tenerte presente.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero vivir el Evangelio en su plenitud.

-Estoy, Señor, aquí, porque necesito tu impulso para compartir.

-Estoy, Señor, aquí, porque no puedo dejar de tener un corazón generoso.

-Estoy, Señor, aquí, porque no quiero olvidar Quién es mi Creador.

-Estoy, Señor, aquí, porque tu tienda espera para hospedarme en ella.

Pero orar es querer manifestar a Dios que creemos en nuestra filiación divina y que la tenemos como muy importante para nosotros.

Dice, a tal respecto, san Josemaría (Forja, 439) que “La oración es el arma más poderosa del cristiano. La oración nos hace eficaces. La oración nos hace felices. La oración nos da toda la fuerza necesaria, para cumplir los mandatos de Dios. —¡Sí!, toda tu vida puede y debe ser oración”.

Por tanto, el santo de lo ordinario nos dice que es muy conveniente para nosotros, hijos de Dios que sabemos que lo somos, orar: nos hace eficaces en el mundo en el que nos movemos y existimos pero, sobre todo, nos hace felices. Y nos hace felices porque nos hace conscientes de quiénes somos y qué somos de cara al Padre. Es más, por eso nos dice san Josemaría que nuestra vida, nuestra existencia, nuestro devenir no sólo “puede” sino que “debe” ser oración.

Por otra parte, decía santa Teresita del Niño Jesús (ms autob. C 25r) que, para ella la oración “es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría”.

Pero, como ejemplos de cómo ha de ser la oración, con qué perseverancia debemos llevarla a cabo, el evangelista san Lucas nos transmite tres parábolas que bien podemos considerarlas relacionadas directamente con la oración. Son a saber:

La del “amigo importuno” (cf Lc 11, 5-13) y la de la “mujer importuna” (cf. Lc 18, 1-8), donde se nos invita a una oración insistente en la confianza de a Quién se pide.

La del “fariseo y el publicano” (cf Lc 18, 9-14), que nos muestra que en la oración debemos ser humildes porque, en realidad, lo somos, recordando aquello sobre la compasión que pide el publicano a Dios cuando, encontrándose al final del templo se sabe pecador frente al fariseo que, en los primeros lugares del mismo, se alaba a sí mismo frente a Dios y no recuerda, eso parece, que es pecador.

Así, orar es, para nosotros, una manera de sentirnos cercanos a Dios porque, si bien es cierto que no siempre nos dirigimos a Dios sino a su propio Hijo, a su Madre o a los muchos santos y beatos que en el Cielo son y están, no es menos cierto que orando somos, sin duda alguna, mejores hijos pues manifestamos, de tal forma, una confianza sin límite en la bondad y misericordia del Todopoderoso.

Esta serie se dedica, por lo tanto, al orar o, mejor, a algunas de las oraciones de las que nos podemos valer en nuestra especial situación personal y pecadora.

Serie Oraciones – Invocaciones: Virgen de Guadalupe

Juan Diego y la Virgen de Guadalupe

Un tal día como hoy, pero del año de Nuestro Señor de 1531, el indio Juan Diego caminaba con destino al Convento de Tlatelolco cuando escuchó como el gorjeo de muchos pájaros. Acto seguido se dirigió al lugar de donde venía aquel dulce sonido y escucho una voz que procedía de una luz en la que estaba María, la Madre de Dios. Había escuchado que la voz le decía: “Juanito; querido Juan Dieguito”. Y no pudo menos que subir corriendo a la cumbre de aquel cerro de donde era llamado.

María se presentó como la Inmaculada Virgen, Madre del Verdadero Dios. Y le dio que quería que en el llano que se extendía a la caída de aquella cumbre se construyese un templo. Allí mostraría todo su amor a todo aquel que quisiera dirigirse a ella.

Y otro ruego:

“Y para realizar lo que mi clemencia pretende, irás a la casa del Obispo de México y le dirás que yo te envío a manifestarle lo que mucho deseo; que aquí en el llano me edifique un templo. Le contarás cuanto has visto y admirado, y lo que has oído. Ten por seguro que le agradeceré bien y lo pagaré, porque te haré feliz y merecerás que yo te recompense el trabajo y fatiga con que vas a procurar lo que te encomiendo. Ya has oído mi mandato, hijo mío, el más pequeño: anda y pon todo tu esfuerzo".

El resto es más que conocido: el obispo que no cree lo que dice aquel indio, la tilma de Juan Diego y la imagen santa de aquella mujer, Virgen Inmaculada, que se había dirigido a un pequeño en la fe pero grande en el corazón de su Madre y que dura, a pesar de muchos y de mucho, hasta hoy mismo como si hubiera aparecido hace una semana pues aquel “¿No estoy aquí que soy tu Madre?” mucho le dijo a Juan Diego y, también, a cada uno de los creyentes católicos que en mundo han sido y somos.

Por eso, en un día tan importante como lo es hoy para toda la cristiandad, siglos después de que Juan Diego se entregara gozoso a la encomienda de María, no podemos, por menos, que orar a la mujer, santa hija de Dios y Madre de Dios, que tanto ha acompañado a los mártires mexicanos, con la siguiente oración:

Virgen de Guadalupe

¡Oh Virgen Inmaculada, Madre del verdadero Dios y Madre de la Iglesia! Tú, que desde este lugar manifiestas tu clemencia y tu compasión a todos los que solicitan tu amparo; escucha la oración que con filial confianza te dirigimos y preséntala ante tu Hijo Jesús, único redentor nuestro.

Madre de misericordia, Maestra del sacrificio escondido y silencioso, a ti, que sales al encuentro de nosotros, los pecadores, te consagramos en este día todos nuestro ser y todo nuestro amor. Te consagramos también nuestra vida, nuestros trabajos, nuestras alegrías, nuestras enfermedades y nuestros dolores.

Da la paz, la justicia y la prosperidad a nuestros pueblos; ya que todo lo que tenemos y somos lo ponemos bajo tu cuidado, Señora y madre nuestra.

Queremos ser totalmente tuyos y recorrer contigo el camino de una plena fidelidad a Jesucristo en su Iglesia: no nos sueltes de tu mano amorosa.

Virgen de Guadalupe, Madre de las Américas, te pedimos por todos los obispos, para que conduzcan a los fieles por senderos de intensa vida cristiana, de amor y de humilde servicio a Dios y a las almas.

Contempla esta inmensa mies, e intercede para que el Señor infunda hambre de santidad en todo el Pueblo de Dios, y otorga abundantes vocaciones de sacerdotes y religiosos, fuertes en la fe, y celosos dispensadores de los misterios de Dios.

Lo que un hijo puede pedir a su madre, si su madre es la Madre de Dios, entra dentro de todo aquello que es de entender necesita porque cree que le hace bien. Por eso a la Virgen de Guadalupe, Madre de México y de América, que fue en vida una mujer que en silencio escondió en su corazón lo que le sucedía a su hijo Jesús, le consagramos nuestra vida, ahora y mañana; ahora y siempre, porque ella es Madre bondadosa e Intercesora.

Todo, pues, lo que habemos o tenemos y todo lo que anhelamos, lo consagramos a tan Gran Señora que un día quiso dirigirse a uno de sus más pequeños hijos, a Juan Dieguito como ella misma le dice, para hacerle ver que nunca lo abandonaría y que siempre estaría con él y con todos, todos, sus hijos.

Por otra parte, de la mano de la Virgen de Guadalupe no queremos, nunca, soltarnos. Caminar, así, hacia el definitivo Reino de Dios, unidos fielmente a su Hijo Jesucristo. Solicitamos, para tal menester, algo que es esencial para el espíritu como es la paz y el bien general de justicia y prosperidad de aquellos pueblos, todos los que conocen de la bondad de María, que tanto aman a su Madre muy a pesar, o mejor por eso mismo, de todas las persecuciones que han tenido, por ejemplo, en tierras mexicanas por parte del Mal encarnado por la masonería y el liberalismo modernista.

María, Virgen de Guadalupe, tú que supiste ser tierna con Juan Diego y con todos sus hermanos en la fe y tú que sabes ser protectora de todos tus hijos, te pedimos con esta oración que nunca nos abandones y que siempre acompañes a tus pequeños en la fe, a los que creen porque han decidido creer en Dios Todopoderoso, en su Hijo y en el Espíritu Santo y en ti como Madre de Dios y de la Iglesia.

No podemos, sin embargo, olvidar a nuestros pastores que son los que nos llevan por los campos hacia la siempre anhelada vida eterna que Dios nos tiene preparada para cuando seamos llamados. A ellos también dedicamos esta oración y pedimos a María, Virgen de Guadalupe, que no permitan que equivoquen el sendero para que, a su vez, no nos equivoquen a nosotros, ovejas del rebaño de Dios.

Y, como son necesarios muchos trabajadores para que la mies del Señor esté atendida y sea enseñada y formada, a María, Guadalupana de alcurnia espiritual, nos dirigimos para solicitar su intercesión ante Dios Nuestro Señor para que los suscite de entre sus hijos. Y también vocaciones a la vida religiosa que tanta falta hace a un mundo descreído y que ha abandonado a Dios.

Y dice la oración que somos fieles y confiamos y que por eso sabemos que ella siempre nos escuchará.

¡Virgen de Guadalupe, ruega por nosotros!

Eleuterio Fernández Guzmán