12.12.13

 

Para el próximo Sínodo de Obispos ha elegido el Papa Francisco un tema de máxima importancia, el matrimonio y la familia. Un “documento preparatorio", que incluía un Cuestionario cuidadosamente formulado, fue enviado a los Obispos para que, en cuanto les fuera posible, aportaran las observaciones que estimaran pertinentes. Como es sabido, algunos periodistas, teólogos e incluso importantes Pastores de la Iglesia, han suscitado con esta ocasión a través de escritos o entrevistas unas “expectativas de cambios radicales” que en modo alguno vienen sugeridas ni en el Documento ni el Cuestionario que incluye. Esta circunstancia ha creado alarmas en no pocos católicos, como si fuera posible que la Iglesia se contradijera a sí misma, quebrando su fidelidad a la Escritura, a la Tradición y a la disciplina católica actual y secularmente mantenida. Creo por eso conveniente recordar en esta gravísima cuestión algunos documentos e intervenciones importantes de la Iglesia.

Mucho tiempo ha pasado desde que San Ignacio de Antioquía, camino del martirio a Roma, escribió una carta a San Policarpo de Esmirna en la que afirmó lo siguiente: “Es apropiado que todos los hombres y mujeres, también, cuando se casan, se unan con el consentimiento del obispo, para que el matrimonio sea según el Señor y no según concupiscencia. Que todas las cosas se hagan en honor de Dios“.

Es evidente que hoy no hace falta que los fieles pidan permiso a su obispo para contraer matrimonio, aunque se mantiene la necesidad de la aprobación episcopal en matrimonios donde hay disparidad de cultos entre los cónyuges.

Es también claro que en la época patrística la disciplina eclesiástica hacia los que caían en el pecado del adulterio no difiere gran cosa de la que se aplica hoy. Si acaso, era bastante más estricta. Así vemos que en el concilio de Elvira, principios del siglo I, al reincidente en materia de pecados contra la moral sexual se le prohibía volver a comulgar incluso en peligro de muerte. Y a quienes se volvían a casar tras haberse divorciado, solo se les admitía a la comunión -se sobrentiende que habiéndose arrepentido- en caso de enfermedad grave.

 

El Arzobispo Secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Mons. Müller, fue tajante en su artículo “La fuerza de la gracia”:

“En la época patrística, los creyentes separados que se habían vuelto a casar civilmente no eran readmitidos oficialmente a los sacramentos, aún cuando hubiesen pasado por un periodo de penitencia".

Vaya por delante que tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI insistieron en la necesidad de atender pastoralmente a los divorciados vueltos a casar. El cómo mejorar dicha atención no es algo que deba alarmar a nadie. Se pueden tener opiniones diversas sin que haya peligro de que se derriben los cimientos de los sacramentos del matrimonio, confesión y eucaristía. Pero cosa distinta es debatir sobre el acceso a la comunión de quienes viven en una condición que Cristo califica de adulterio. Discutir docrtinas que la Iglesia condiera indiscutibles, ciertas en la fe, es ofender al magisterio apostólico del pasado y del presente.

En 1998, el por entonces cardenal Joseph Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, escribió la introducción al volumen “Sobre la pastoral de los divorciados y vueltos a casar”, publicado por la Libreria Editrice Vaticana. Cito del mismo:

Desde el punto de vista teológico debe afirmarse:

a) Existe un claro consenso de los Padres acerca de la indisolubilidad del matrimonio. Puesto que deriva de la voluntad del Señor. La Iglesia no tiene poder alguno a ese respecto. Por ello, el matrimonio cristiano fue distinto desde el primer momento al matrimonio de la civilización romana, a pesar de que en los primeros tiempos no existía todavía ningún ordenamiento canónico. La Iglesia del tiempo de los Padres excluye claramente el divorcio y las nuevas nupcias, en fiel obediencia al Nuevo Testamento.

b) En la Iglesia del tiempo de los Padres, los fieles divorciados y vueltos a casar nunca fueron admitidos oficialmente a la sagrada Comunión después de un tiempo de penitencia. Es cierto, en cambio, que la Iglesia no siempre revocó en determinados países las concesiones en esta materia, aunque si se calificaban como incompatibles con la doctrina y la disciplina. Parece cierto también que algunos Padres, por ejemplo, San León Magno, buscaron soluciones «pastorales» para raros casos límite.

A falta de saber cuáles pudieran ser esos “raros casos límite” -o sea, muy pocos- y cuáles eran las soluciones pastorales propuestas, es evidente que se confirma lo indicado anteriormente. La Iglesia siempre ha prohibido el recasamiento de los divorciados y siempre les ha negado la comunión a quienes han caído en ese pecado. Y si en algún lugar se hacía, se declaraba tal práctica incompatible con la fe.

Los ortodoxos decidieron alejarse de la fe en esta materia. Ratzinger lo explica de forma rotunda:

En la Iglesia imperial posterior a Constantino se buscó, debido al progresivo entrelazamiento del Estado y la de Iglesia, una mayor flexibilidad y disponibilidad al compromiso en situaciones matrimoniales difíciles. Una tendencia semejante se dio en el ámbito gálico y germánico hasta la reforma gregoriana. En las Iglesias orientales separadas de Roma, este desarrollo continuó posteriormente en el segundo milenio y condujo a una praxis cada vez más liberal. Hoy en día, en muchas Iglesias orientales existe una serie de motivos de divorcio, es más, se ha desarrollado una «teología del divorcio», que de ningún modo resulta conciliable con las palabras de Jesús sobre la indisolubilidad del matrimonió. En el diálogo ecuménico, este problema debe ser claramente afrontado.

Si los ortodoxos se han alejado de la fe cristiana en este punto, allá ellos. Nosotros nos debemos al Señor y a su palabra. No lo digo yo. Lo dice el propio Ratzinger:

La praxis de las Iglesias orientales separadas de Roma, que es consecuencia de un complejo proceso histórico, de una interpretación cada vez más liberal –que progresivamente se alejaba de la Palabra del Señor– de algunos pasajes patrísticos oscuros, así como de un influjo no despreciable de la legislación civil, por motivos doctrinales, no puede ser asumida por la Iglesia Católica.

¿Se entiende ahora por qué el mero hecho de plantear este asunto puede ser un escándalo para muchos fieles? Es más, ¿se puede apelar a la praxis pastoral para justificar un cambio de esa naturaleza? Cito de nuevo a Ratzinger:

La Iglesia no puede ni siquiera aprobar prácticas pastorales —por ejemplo, en la pastoral de los Sacramentos— que contradigan el claro mandamiento del Señor. En otras palabras; si el matrimonio precedente de unos fieles divorciados y vueltos a casar era válido, en ninguna circunstancia su nueva unión puede considerarse conformé al derecho; por tanto, por motivos intrínsecos, es imposible que reciban los Sacramentos. La conciencia de cada uno está vinculada, sin excepción, a esta norma.

Contundente, ¿verdad? Lo de “no cambiemos la doctrina y sí la pastoral” no cuela. Ya advirtió el Papa Juan Pablo II en la Encíclica Veritatis Splendor que las doctrinas que expresan la fe de la Iglesia no deben negarse en prácticas pastorales que son inconciliables con ellas:

55… Algunos autores, queriendo poner de relieve el carácter creativo de la conciencia, ya no llaman a sus actos con el nombre de juicios, sino con el de decisiones. Sólo tomando autónomamente estas decisiones el hombre podría alcanzar su madurez moral. No falta quien piensa que este proceso de maduración sería obstaculizado por la postura demasiado categórica que, en muchas cuestiones morales, asume el Magisterio de la Iglesia, cuyas intervenciones originarían, entre los fieles, la aparición de inútiles conflictos de conciencia.

56. Para justificar semejantes posturas, algunos han propuesto una especie de doble estatuto de la verdad moral. Además del nivel doctrinal y abstracto, sería necesario reconocer la originalidad de una cierta consideración existencial más concreta. Ésta, teniendo en cuenta las circunstancias y la situación, podría establecer legítimamente unas excepciones a la regla general y permitir así la realización práctica, con buena conciencia, de lo que está calificado por la ley moral como intrínsecamente malo. De este modo se instaura en algunos casos una separación, o incluso una oposición, entre la doctrina del precepto válido en general y la norma de la conciencia individual, que decidiría de hecho, en última instancia, sobre el bien y el mal. Con esta base se pretende establecer la legitimidad de las llamadas soluciones pastorales contrarias a las enseñanzas del Magisterio, y justificar una hermenéutica creativa, según la cual la conciencia moral no estaría obligada en absoluto, en todos los casos, por un precepto negativo particular.

Por otra parte, la Congregación para la Doctrina de la Fe ya escribió a los obispos de todo el mundo para explicar las razones para no dar la comunión a los divorciados vueltos a casar. En es carta leemos que “esta Congregación siente la obligación de volver a recordar la doctrina y la disciplina de la Iglesia al respecto“. Y leemos también:

La doctrina y la disciplina de la Iglesia sobre esta materia han sido ampliamente expuestas en el período post-conciliar por la Exhortación Apostólica Familiaris consortio. La Exhortación, entre otras cosas, recuerda a los pastores que, por amor a la verdad, están obligados a discernir bien las diversas situaciones y los exhorta a animar a los divorciados que se han casado otra vez para que participen en diversos momentos de la vida de la Iglesia. Al mismo tiempo, reafirma la praxis constante y universal, «fundada en la Sagrada Escritura, de no admitir a la Comunión eucarística a los divorciados vueltos a casar», indicando los motivos de la misma. La estructura de la Exhortación y el tenor de sus palabras dejan entender claramente que tal praxis, presentada como vinculante, no puede ser modificada basándose en las diferentes situaciones.

Dice más ese texto magisterial:

Esta norma de ninguna manera tiene un carácter punitivo o en cualquier modo discriminatorio hacia los divorciados vueltos a casar, sino que expresa más bien una situación objetiva que de por sí hace imposible el acceso a la Comunión eucarística: «Son ellos los que no pueden ser admitidos, dado que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía.
Hay además otro motivo pastoral: si se admitieran estas personas a la Eucaristía los fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio».

¿Es eso lo que buscan quienes pretenden que los divorciados vueltos a casar comulguen?

Vamos a ser claros. Son multitud los fieles -seglares, religiosos, sacerdotes, obispos y cardenales- que se verían incapaces de entender y aceptar que se usara la pastoral hacia los divorciados vueltos a casar como herramienta para destruir, en la práctica, la doctrina católica sobre el matrimonio, la confesión y la eucaristía.

No estamos ante un tema menor. Lo que está en juego acá no es una mera estrategia pastoral. Lo que está en juego es la fe de la Iglesia. Como recordó Mons. Müller en el artículo ya mencionado:

El cisma de la «Iglesia de Inglaterra» separada del sucesor de Pedro, tuvo lugar no con motivo de diferencias doctrinales, sino porque el Papa, en obediencia a las palabras de Jesús, no podía ceder a la presión del rey Enrique VIII para disolver su matrimonio.

¿De verdad alguien piensa que no nos estamos jugando un cisma aún mayor que el provocado por ese rey? Esa mención de Mons. Müller al cisma de la comunión eclesial anglicana (no “Iglesia") en tiempos de Enrique VIII es realista, no es insignificante: la Iglesia, como sabemos, sufre hoy dentro de sí misma “situaciones” cismáticas en ciertas Iglesias locales. Y son reales las posibilidades de que estas situaciones se transformen en “cismas” reales consumados, repitiendo aquel drama del siglo XVI.

Enseña el Concilio Vaticano II en la Dei Verbum:

7… Mas para que el Evangelio se conservara constantemente íntegro y vivo en la Iglesia, los Apóstoles dejaron como sucesores suyos a los Obispos, “entregándoles su propio cargo del magisterio"…

10… el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida ha sido confiado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia, cuya autoridad se ejerce en el nombre de Jesucristo. Este Magisterio, evidentemente, no está sobre la palabra de Dios, sino que la sirve, enseñando solamente lo que le ha sido confiado, por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo la oye con piedad, la guarda con exactitud y la expone con fidelidad, y de este único depósito de la fe saca todo lo que propone como verdad revelada por Dios que se ha de creer.

 

Así sea.

Luis Fernando Pérez Bustamante