La familia, bien

La familia cristiana debe distinguirse por su alegría, su capacidad de perdón y por saber compartir con los más pobres

SIC | 27.12.2013

La tan traída y llevada crisis del matrimonio y la familia es continuo objeto de pródigos estudios, análisis e investigaciones sociológicas, hasta llegar a una cierta saturación. Las dificultades de la situación económica y financiera actual están dejando un reguero inmenso de paro laboral,  que se ceba sobre los hogares más pobres y modestos. La cultura de la muerte hace estrago en los más débiles, que son los no nacidos y los ancianos. La violencia domestica, como la de entre hijos y padres, es como una plaga que parece no disminuir.
        
A pesar de tantas trabas, la familia goza de buena salud, el problema no está en la institución natural en sí,  sino en la perversión  antropológica,  que desde la ideología materialista y nihilista se está llevando a cabo por medio de sus voceros mediáticos. Esta cultura sin Dios, sin amor, sin fraternidad, deshumaniza cualquier organismo y de forma preponderante socaba los cimientos de las relaciones entre los esposos, y las paternas- filiales.
 
Ahora bien, el matrimonio y la familia posee fuerza en sí para superar los grandes desafíos, porque está enraizada en el ser mismo de la persona, de cuyo bien específico se beneficia la sociedad.
 
El ser humano necesita del calor amoroso y solidario de los suyos. Hay todo un instinto de supervivencia por salvaguardar el “nido” esencial y referencial de la existencia humana.
 
La secularización ha alcanzado a las estructuras sociales, pero no tanto a la persona. El ser humano no puede prescindir del amor, del sentir, del comunicar, porque sería su propia aniquilación como sujeto.
 
De ahí, la necesidad de la complementariedad del amor humano entre un hombre y una mujer como manera natural de realización. La de construir una familia, comunidad amorosa de padres e hijos, donde se fragua el futuro de la humanidad. Porque es en las entrañas familiares, donde se va edificando  la propia personalidad y nos abrimos a la realidad social. Por tanto, la familia habitual es escuela de humanidad y de fe.
 
Todo lo expresado hasta aquí, lo vemos patentizado en los numerosos  testimonios de cada día. Así, tenemos el sacrificio de cantidad de matrimonios que están abiertos a la vida, luchan por sus hijos y todavía sacan fuerzas para ayudar a otros más necesitados. El de esos  abuelos que en tiempos de crisis económica como las que vivimos, socorren con sus ahorros y su tiempo a aquellos que sufren el paro en su ámbito más cercano. La paciencia en el dolor de esos padres que sobrellevan las llagas lacerantes de la droga o el alcoholismo de unos de sus hijos o nietos. El sentido de acogida, perdón y olvido que tantas veces se dan entre padres e hijos y entre aquellos hermanos que por errores y caracteres se distanciaron por algún tiempo. ¡En fin, cada uno podemos conocer otras evidencias!
 
Sin embargo, mientras que caminamos en este “valle de lágrimas” no hay familia ideal. Todas tienen sus luces y sombras, pero no se ha “inventado” otra cosa mejor. Sólo hay que escuchar aquellas personas que la vida les negó la posibilidad de gozar de un hogar, de no poder conocer a sus progenitores o hermanos, y hasta la de no tener alguien que le quiera en este mundo. ¡Eso es mucho más duro que los pequeños roces o incomprensiones, que se puedan dar en las relaciones familiares ordinarias!
 
Algo de misterio sagrado encierra el matrimonio y la familia humana. Toda la Biblia esta tejida con términos afectivos y figuras paternales y  esponsales. El mismo Jesús, como verdadero  Hijo de Dios, procede de la familia originaria que es la Trinidad, y en cuanto verdadero Hombre necesito de la familia humana de Nazaret.
 
Además, Cristo es  también esposo de la Iglesia, y como tal  dio la vida por ella, purificándola de todos los males, Por eso mismo, algunos Padres de la antigüedad y el Concilio Vaticano II (cf. LG, 11), han llamado a la familia, “Iglesia doméstica”, porque significa que la fe cristiana siempre hay que vivirla eclesialmente, y la Iglesia se ha de presentar ante el mundo como una verdadera familia.
 
De aquí que el Papa Francisco venga insistiendo en que la familia cristiana y la misma Iglesia tienen que distinguirse en este mundo plural y secular, por su alegría singular, por la capacidad de perdón y por saber compartir con los más pobres.
 
 
Por monseñor Juan del Río
Artículo publicado en la agencia Sic