30.12.13

Orar

No sé cómo me llamo…
Tú lo sabes, Señor.
Tú conoces el nombre
que hay en tu corazón
y es solamente mío;
el nombre que tu amor
me dará para siempre
si respondo a tu voz.
Pronuncia esa palabra
De júbilo o dolor…
¡Llámame por el nombre
que me diste, Señor!

Este poema de Ernestina de Champurcin habla de aquella llamada que hace quien así lo entiende importante para su vida. Se dirige a Dios para que, si es su voluntad, la voz del corazón del Padre se dirija a su corazón. Y lo espera con ansia porque conoce que es el Creador quien llama y, como mucho, quien responde es su criatura.

No obstante, con el Salmo 138 también pide algo que es, en sí mismo, una prueba de amor y de entrega:

“Señor, sondéame y conoce mi corazón,
ponme a prueba y conoce mis sentimientos,
mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno”

Porque el camino que le lleva al definitivo Reino de Dios es, sin duda alguna, el que garantiza eternidad y el que, por eso mismo, es anhelado y soñado por todo hijo de Dios.

Sin embargo, además de ser las personas que quieren seguir una vocación cierta y segura, la de Dios, la del Hijo y la del Espíritu Santo y quieren manifestar tal voluntad perteneciendo al elegido pueblo de Dios que así lo manifiesta, también, el resto de creyentes en Dios estamos en disposición de hacer algo que puede resultar decisivo para que el Padre envíe viñadores: orar.

Orar es, por eso mismo, quizá decir esto:

-Estoy, Señor, aquí, porque no te olvido.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero tenerte presente.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero vivir el Evangelio en su plenitud.

-Estoy, Señor, aquí, porque necesito tu impulso para compartir.

-Estoy, Señor, aquí, porque no puedo dejar de tener un corazón generoso.

-Estoy, Señor, aquí, porque no quiero olvidar Quién es mi Creador.

-Estoy, Señor, aquí, porque tu tienda espera para hospedarme en ella.

Pero orar es querer manifestar a Dios que creemos en nuestra filiación divina y que la tenemos como muy importante para nosotros.

Dice, a tal respecto, san Josemaría (Forja, 439) que “La oración es el arma más poderosa del cristiano. La oración nos hace eficaces. La oración nos hace felices. La oración nos da toda la fuerza necesaria, para cumplir los mandatos de Dios. —¡Sí!, toda tu vida puede y debe ser oración”.

Por tanto, el santo de lo ordinario nos dice que es muy conveniente para nosotros, hijos de Dios que sabemos que lo somos, orar: nos hace eficaces en el mundo en el que nos movemos y existimos pero, sobre todo, nos hace felices. Y nos hace felices porque nos hace conscientes de quiénes somos y qué somos de cara al Padre. Es más, por eso nos dice san Josemaría que nuestra vida, nuestra existencia, nuestro devenir no sólo “puede” sino que “debe” ser oración.

Por otra parte, decía santa Teresita del Niño Jesús (ms autob. C 25r) que, para ella la oración “es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría”.

Pero, como ejemplos de cómo ha de ser la oración, con qué perseverancia debemos llevarla a cabo, el evangelista san Lucas nos transmite tres parábolas que bien podemos considerarlas relacionadas directamente con la oración. Son a saber:

La del “amigo importuno” (cf Lc 11, 5-13) y la de la “mujer importuna” (cf. Lc 18, 1-8), donde se nos invita a una oración insistente en la confianza de a Quién se pide.

La del “fariseo y el publicano” (cf Lc 18, 9-14), que nos muestra que en la oración debemos ser humildes porque, en realidad, lo somos, recordando aquello sobre la compasión que pide el publicano a Dios cuando, encontrándose al final del templo se sabe pecador frente al fariseo que, en los primeros lugares del mismo, se alaba a sí mismo frente a Dios y no recuerda, eso parece, que es pecador.

Así, orar es, para nosotros, una manera de sentirnos cercanos a Dios porque, si bien es cierto que no siempre nos dirigimos a Dios sino a su propio Hijo, a su Madre o a los muchos santos y beatos que en el Cielo son y están, no es menos cierto que orando somos, sin duda alguna, mejores hijos pues manifestamos, de tal forma, una confianza sin límite en la bondad y misericordia del Todopoderoso.

Esta serie se dedica, por lo tanto, al orar o, mejor, a algunas de las oraciones de las que nos podemos valer en nuestra especial situación personal y pecadora.

Serie Oraciones – Invocaciones: Oraciones de las doce campanadas, de Manuel Lozano Garrido, Lolo.

Manuel Lozano Garrido

En su libro “Las golondrinas nunca saben la hora” hace Manuel Lozano Garrido un ejercicio de esperanza en el inmediato futuro. En el momento o, mejor, para el momento, en el que, por tradición y gozo, se celebra la entrada del nuevo año (que va acompañada por el sonar de doce campanadas) escribe, para tal instante (que dura poco en el tiempo pero puede ser muy extenso en la realidad espiritual de lo por venir) un, a modo, de texto esperanzado que muy bien puede ser tomado como una serie de oraciones a razón de una por cada campanada.

Del libro “Orar con Manuel Lozano Garrido, Lolo”, cuyo autor es el que esto escribe, extraemos las cuatro primeras campanadas.

Primera campanada

Antes que nada te pido, Señor,
que me ayudes a vivir siempre a mediodía.
Si los sucesos se bañan de gris, yo a mediodía;
si amanece y en el entrecejo se clava una preocupación,
también a mediodía;
el sol irradiando desde dentro,
Tú hecho horno, purificando todas las dudas,
iluminando con la luz de la fe
mis pobres tinieblas la hombre.
Amén.

Segunda campanada

En el preámbulo de 365 días,
quiero colocar un ancho sentimiento de aceptación;
mi mente y mi corazón como una página en blanco,
con la firma muy bien estampada
al pie de la cuartilla,
para que Tú escribas renglones muy derechos
con todos los detalles de tu voluntad.
Los labios se morderán para que no entre
una gota de acíbar,
pero Tú ya sabes que es que ‘sí’,
que lo que quieres es siempre dulce,
misericordioso y conveniente.
Amén.

Tercera campanada

Un préstamo: déjame tu corazón por uno, tres,
cinco años que pueda vivir todavía. Tu corazón,
no para el egoísmo de realizarlo todo fácil,
sin esfuerzo, sino para hacer bueno
ese deber que es amarte a tu medida;
que me da pena ver lo gigante que eres
en eso del amor y el corazón de ratoncito
que hemos de tener nosotros
a la hora de corresponder.
Amén.

Cuarta campanada

Mira a un niño, cualquiera de esos tan gratos
a tus ojos, y que ese sea yo.
Se puede pensar, obrar, esperar y amar en niño,
con abandono de niño, con despreocupación
de niño, con alegría y esperanza de niño,
porque la certeza y el poder se dan en Ti
a tamaño infinito.
Sea lo que sea, yo un niño, pian, pianito, caminando
hacia el horizonte.
Amén.

Es bien cierto que el momento crucial de pasar de un año a otro es simbólicamente muy importante. En realidad no se trata nada más que de una noche como otra pues pasan las mismas horas y los mismos minutos corren por el reloj.

Sin embargo, es cierto que es un tiempo en el que, por ejemplo, hacemos muchas promesas y que pedimos que sea lo mejor en el resto del año que nos queda que es, claro, todo y completo. Todo está por venir y está la mar de bien dirigirnos a Dios (entonces también) para implorar su Amor y su Misericordia.

A nuestro Creador podemos pedirle mucho. No siempre, a lo mejor, de forma acertada porque en demasiadas ocasiones no acertamos a saber qué es lo que más nos conviene para nuestra vida eterna aunque creamos que es lo mejor para nuestra vida terrena.

Podemos pedirle, por ejemplo, la luz que ilumine nuestra existencia y que nos lleve por el camino recto hacia su definitivo Reino donde habitaremos alguna de las estancias que Cristo nos está preparando. Será, así, una oración, de petición grande que nos permita ver donde, a veces, no vemos por la tiniebla en la que muchas veces habitamos.

Pero también podemos querer, debemos querer, que en nosotros siempre se cumpla la voluntad de Dios. Y le pedimos, precisamente, eso. Y aunque muchas veces creamos que es cosa extraña que nuestro Padre quiere tal o cual cosa pasa nosotros, la confianza en su divina Providencia ha de romper todos los obstáculos que nuestro corazón pueda ponerle. Dios, como es cierto, siempre quiere lo mejor para nosotros y eso debemos pedir, exactamente eso.

El Padre espera, también, de sus hijos que tengan un corazón de carne y que, por eso mismo, sea la misericordia y el perdón aquello que haga regir sus vidas. A Dios, por eso, le pedimos también que nos haga fácil tener tal corazón porque no siempre somos capaces de mostrarnos hijos dóciles a lo que pasa a nuestro alrededor y martirizamos a nuestro prójimo por mostrar una dureza de corazón que no es propia de quien se dice hijo del Todopoderoso.

Y, además, y a lo mejor sobre todas las demás peticiones le pedimos ser como un niño. Y es sobre todas las demás porque tan actitud contiene el perdón, la misericordia, la entrega, la confianza… Dios no ha querer otra cosa que todos seamos niños porque su Reino es de los que, aún siendo pequeños son grandes en tantas realidades que los que nos consideramos “grandes” no alcanzamos, siquiera, a vislumbrar.

¡Ser niños, ser niños! y no dejar nunca de confiar en el Padre Eterno.

Eleuterio Fernández Guzmán