8.01.13

 

Nadie quiere enfermar. Nadie quiere sufrir. Nadie quiere ver como sus seres queridos enferman y sufren. Pero la enfermedad es compañera de camino en nuestras vidas. Antes o después nos encontraremos con ella, tanto sufriéndola en nuestras propias carnes como en la de aquellos a los que más amamos.

No sé bien como pueden enfrentarse a la enfermedad aquellos que no tienen fe. Y como no lo sé, no tiene sentido que hable por ellos. Si acaso, espero que este post les sirva para comprender un poco mejor como un cristiano afronta esa dificultad.

El cristiano sabe que “a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados” (Rom 8,28). Eso significa que incluso una enfermedad puede ser instrumento para el bien de su alma -que es lo que verdaderamente cuenta- y de los que le rodean. Por ejemplo, si ofrecemos al Señor nuestros dolores y nuestros sufrimientos, formamos parte de su misión redentora. Es imposible que se me olvide las veces que oí a mi madre -que sufrió mucho en los últimos años de su vida- decir que ofrecía sus dolores a Dios “para que haga lo que crea oportuno. Él sabrá". No creo que sea casual que al mes y pico de su muerte, mi esposa y yo regresáramos a la Iglesia Católica. Veo en ello la intercesión de mi madre tanto en su vida terrena como en la vida eterna -murió en gracia de Dios-. Su enfermedad fue la que me hizo llevarla antes de morir a Lourdes, donde Cristo me entregó a su Madre.

Aparte de mi madre, he visto, y por tanto co-padecido, la enfermedad en otras personas de mi familia muy queridas. Siempre he dicho que prefiero enfermar yo que ver enfermar a quienes más quiero. En la enfermedad el amor florece, crece, se ensancha, se fortalece, alcanza su más alta cota. Lo saben todos, pero especialmente los padres que tienen hijos enfermos. Se les quiere más. Se les cuida más. Se les da todo.

Por supuesto, se plantean dificultades, sobre todo en los casos donde el enfermo requiere una atención y un cuidado que dificulta mucho la actividad normal de los que le rodean. Pero es ahí donde el cristiano tiene una oportunidad magnífica de crecer en santidad. Somos llamados a ser como el samaritano que ayudó a quien ni siquiera conocía. Tanto más nosotros debemos cuidar de nuestros enfermos si son cercanos a nuestros afectos. No hay mejor termómetro para discenir el estado de tu alma que ver la manera en que cuidas de tus enfermos.

El que padece directamente la enfermedad, si se deja abrazar por la gracia de Dios, es a su vez receptor y donante de amor. Lo recibe en el cuidado de los que le atienden. Lo dona mostrando gratitud y ofreciendo al Señor sus penas y dificultades. Muchos grandes santos han sufrido espantosas enfermedades. Y muchos han logrado alcanzar la santidad por medio del sufrimiento. El mundo no lo puede entender. Nosotros no buscamos sufrir. No buscamos enfermar. Tenemos el deber de cuidar nuestra salud. Pero cuando llega el quebranto de la misma, Cristo nos capacita para sacar todo el bien posible de ese mal.

Precisamente Cristo dedicó gran parte de su misión evangélica a sanar enfermos. Nadie tan cercano como Él a aquellos que sufren. No hay medicina ni tratamiento alguno que pueda suplir la presencia del Cristo doliente al lado del que vive postrado en una cama, en una silla de ruedas o en pie pero esperando una muerte cercana y dolorosa. En Cristo a veces encontramos la curación, si en verdad es pertinente que se produzca para dar gloria a Dios, y siempre el consuelo. Él lloró por la muerte de Lázaro, a pesar de que le iba a resucitar en breve. Quiso llorar públicamente para mostrar que su humanidad y su divinidad están a nuestro lado cuando lloramos por nuestros enfermos y nuestro moribundos.

¿Y qué no diremos de la pléyade de hermanos que desde el cielo interceden por nosotros en nuestras enfermedades? La comunión de los santos, con la Madre del Señor al frente, se hace especialmente luminosa cuando les rogamos que lleven nuestras necesidades a los pies del Padre, al que adoran constantemente junto a los ángeles.

Os ruego a todos, enfermos o familiares, cristianos o no, que leáis el mensaje que acaba de publicarse de Benedicto XVI con motivo de la próxima Jornada Mundial del Enfermo. Veréis en sus palabras el cariño de la Iglesia, verdadera Madre que nos acompaña en el dolor.

Luis Fernando Pérez Bustamante