16.01.13

 

Hay que empezar por reconocer las cosas. Como ya nos adelantó Cristo (Jn 15,18-19), la Iglesia no suele llevarse bien con el mundo. Ciertamente es apreciada su labor asistencial, sobre todo en países donde el hambre y los conflictos bélicos oprimen a la población tiempos de crisis, pero también en las naciones del “primer mundo” cuando pasan por crisis económicas. En España son centenares de miles las personas ayudadas por Cáritas.

Pero cuando la Iglesia va más allá de dar de comer al hambriento y de beber al sediento y se dedica a su principal misión, que es predicar el evangelio y todo lo que el mismo comporta no solo para la vida particular de las personas sino para toda la sociedad, el rechazo es inmediato. Y cuando esa predicación se dirige hacia una sociedad postrada por la apostasía, como es la nuestra, es fácil que se pase del rechazo a la persecución. En esta Europa nuestra tan democrática y tan liberal, el Tribunal de Derechos Humanos acaba de dictaminar que los cristianos tenemos derecho a llevar un crucifijo en nuestro lugar de trabajo -manda narices que eso sea discutido-, pero no a ejercer la objeción de conciencia para poder ser fieles a Aquél que está en el crucifijo. En otras palabras, se nos permite exhibir símbolos de nuestra fe pero no actuar conforme a la misma. No estamos tan lejos de lo que ocurre en los países de mayoría musulmana, donde los cristianos son ciudadanos de segunda.

En Estados Unidos andan metidos en el mismo berenjenal debido a la intención del gobierno de Obama de obligar a las empresas y empresarios católicos a contratar para sus empleados seguros médicos en los que van incluidas prestaciones -anticonceptivos y abortivos- contrarias a la moral católica. Antes o después el asunto llegará al Supremo de la nación norteamericana, pero la Iglesia no ha esperado a que ocurra tal cosa para hacer oír su voz. Y, desde luego, no ha caído en la trampa del discuso políticamente correcto. Valgan como ejemplo estas palabras de Mons. Daniel Jenky, obispo de Peoria (Illinois):

¿Ustedes se imagina la que se montaría en España si un obispo osara hablar con la contundencia de Mons. Jenky? ¿Se imaginan a un prelado español diciendo hace años que la Iglesia sobreviviría a Zapatero y sus leyes inicuas? ¿o que dentro de unas semanas otro obispo diga que la Iglesia en España sobrevivirá a una izquierda política que es hoy tan anticlerical como lo fue cuando provocó el mayor número de mártires de la historia en el siglo pasado?

Al obispo de Córdoba, Mons. Demetrio Fernández, le acaban de lapidar en la plaza pública por explicar lo que enseña la Iglesia sobre ese engendro llamado ideología de género. Al obispo de Alcalá de Henares le lapidaron por osar predicar la moral católica sobre la homosexualidad en una homilía. Hablo de lapidación en sentido figurativo, claro. Pero viendo como la izquierda española reivindica su papel durante la II Repúiblica, no crean ustedes que estamos tan lejos de una lapidación real.

Eso sí, los enemigos externos de la Iglesia cuentan con sus quintacolumnistas dentro de la misma. Ahí tenemos, sin ir más lejos, al director de Vida Nueva, don Juan Rubio (*), pidiéndoles a los obispos que no se dediquen a molestar a los promotores de la ingeniería social que ha destrozado el derecho a la vida, la protección legal de la institución familiar, el derecho de los padres sobre la educación de sus hijos en la escuela, etc.

Lo que pide el sacerdote Rubio es en el fondo lo mismo que pidió el portavoz del gobierno autónomo de Andalucía. Ambos quieren un bozal para nuestros obispos. La diferencia es que uno no es creyente y el otro es sacerdote de una revista confesionalmente católica. Me pregunto qué tiene que pasar en nuestra Iglesia para que, de una vez por todas, se libre de los agentes de secularización interna que campan a sus anchas en su seno.

En cualquier caso, los pocos obispos españoles que se mojan sobre estas cuestiones no parecen ser de los que se arrugan ante los ataques que reciben. Como dice don Demetrioa lo largo de la historia se ha repetido el caso, y muchos obispos han preferido dar su vida antes que silenciar la verdad del Evangelio” y asegura que él “quisiera pertenecer a esta familia de testigos humildes y valientes del Evangelio y para eso es preciso hoy más que nunca que el obispo sea valeroso“. En otras palabras, dejen de dar coces contra el aguijón, que a este obispo no le van a callar como no sea convirtiéndole en mártir.

De hecho, el problema no está en los obispos que hablan claro. No, el problema está en que hay muchos que callan, que no escriben jamás algo que pueda ser considerado polémico y que se conforman con los documentos conjuntos que saca la Conferencia Episcopal, como si la presencia de ese órgano colegiado les eximiera de su deber de ser profetas en medio de su grey.

Señor, danos buenos obispos que sepan ser testigos valientes de tu verdad y pastores de tu pueblo.

Luis Fernando Pérez Bustamante

(*) Dice el P. Juan Rubio que los dos obispos de los que habla son herederos de Don Pelayo. Ciertamente son herederos de un Pelayo, pero no del que dice el sacerdote jienense, sino de San Pelayo, mártir de la castidad por negarse a la seducción homosexual del califa de Córdoba Abderramán III.