1.03.13

Cristo no se conforma con poco

A las 11:13 PM, por Guillermo Juan Morado
Categorías : General

 

III Domingo de Cuaresma

El Señor recuerda en el evangelio la necesidad de la conversión: “Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera” (Lc 13,3). Los distintos acontecimientos, también las desgracias, pueden ser interpretados como una llamada a cambiar de dirección en el camino de la vida, para dejar el pecado y la superficialidad y abrirnos a lo que verdaderamente cuenta: Dios y su reino.

Para todos los cristianos, la conversión es una tarea ininterrumpida, porque nunca respondemos completamente al amor misericordioso de Dios. Dentro de nosotros mismos pueden quedar parcelas de egoísmo, de resistencia a la gracia. Queremos seguir a Cristo, quizá, pero no queremos seguirle con todas las consecuencias. Tenemos la tentación de conformarnos con la mediocridad, con un cristianismo que no suponga un excesivo esfuerzo, con un no ser malos del todo, sin aspirar tampoco a ser buenos del todo.

Cristo no se conforma con poco. Él, que nos ha amado hasta el extremo, espera nuestra correspondencia a su amor, porque en esta correspondencia está nuestro bien: Con la conversión “se apunta a la medida alta de la vida cristiana, se nos confía al Evangelio vivo y personal, que es Cristo Jesús. Su persona es la meta final y el sentido profundo de la conversión, él es el camino sobre el que estamos llamados a caminar en la vida, dejándonos iluminar por su luz y sostener por su fuerza que mueve nuestros pasos”, enseña Benedicto XVI.

Apuntar a la “medida alta de la vida cristiana”. La Cuaresma fija nuestros ojos en esa “medida alta”, que es la Persona de Cristo, para que nos configuremos con Él mediante “el agua y las lágrimas”, de las que hablaba San Ambrosio de Milán: el agua del Bautismo y las lágrimas de la Penitencia. El Bautismo nos hace criaturas nuevas, pero no elimina la fragilidad y la debilidad de nuestra naturaleza, que puede llevarnos a pecar. Necesitamos, por ello, “la segunda tabla de salvación”, que es el sacramento de la Penitencia.

Si acudimos debidamente preparados al sacramento de la Penitencia, Dios nos reconcilia consigo y nos une con Él en profunda amistad, otorgándonos “la paz y la tranquilidad de la conciencia, a las que acompaña un profundo consuelo espiritual”, como enseña el Concilio de Trento. Pueden condenarnos los demás, a veces inmisericordemente, o puede condenarnos, incluso, el juicio de nuestra conciencia, pero Dios, más que a condenar, está inclinado a absolver. Él es “compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia” (Sal 102).

La bondad de Dios, que se levanta sobre sus fieles como se levanta el cielo sobre la tierra, se traduce en paciencia, en la espera benévola de un viñador que no tiene prisa en cortar la higuera plantada en la viña, pese a que aún no haya dado frutos. Los años de la paciencia de Dios son los años de nuestra vida: en cada hora, en cada jornada, el Señor nos concede la oportunidad de arrepentirnos y de dar frutos de conversión y de santidad.

Guillermo Juan Morado.