16.03.13

La música sacra ante el nuevo pontificado

A las 5:03 PM, por Raúl del Toro
Categorías : General

Los que estamos especialmente interesados en la cuestión de la música litúrgica de la Iglesia tuvimos en Benedicto XVI a un pontífice casi a nuestra medida.  Desde mucho antes de ser elegido Papa escribió profundas y acertadas reflexiones que han quedado como referencias imprescindibles para cualquiera que quiera abordar la cuestión con un mínimo de seriedad. Durante su pontificado la liturgia en general y la música en particular fueron objeto de una atención notable, aunque su proyecto restaurador no pudo llegar al término que seguramente él quería.

No sabemos cuál será la atención que estas cuestiones reciban de parte del nuevo Papa Francisco. Sus primeros gestos en el balcón de San Pedro, cuando salió llamativamente desprovisto de los ornamentos tradicionales, han sido interpretados como primicias de un nuevo estilo que va a dejar de lado muchas de las llamadas pompas pontificias. Ahora bien, ¿serán incluidas la belleza de la liturgia y su música dentro de estas tradiciones que pueden conocer el ocaso en este nuevo pontificado?

Obviamente a día de hoy no se puede saber. Hasta ahora sólo hemos visto al Cardenal Bergoglio recién introducido en su nueva actividad como Papa Francisco. El día de su elección, además de lo escueto de su atuendo, llamó la atención que la bendición no fuera cantada con la tradicional entonación gregoriana, sino pronunciada con voz meramente hablada. Lo mismo ocurrió en la misa del día siguiente en la Capilla Sixtina junto a los cardenales, en la que el Papa no cantó ninguna de las oraciones que la propia normativa litúrgica de la Iglesia recomienda que se canten. ¿Es esto búsqueda de una mayor sencillez o simplemente una costumbre suya, derivada quizá de que se siente desprovisto de lo que él cree que es la mínima destreza musical necesaria? Hay que decir que esto es algo extendidísimo entre los sacerdotes actuales y muy especialmente en el mundo hispanohablante: la poca afición a cantar las oraciones propias del celebrante, o el no atreverse a ello por el miedo -con frecuencia exagerado- a desafinar.

Al margen de lo que pueda ocurrir con la música litúrgica en el futuro inmediato, creo que la reflexión más importante que se puede hacer ahora no es la que tiene que ver con los gustos o estilos personales que pueda traer el Papa Francisco, sino con otra cuestión que Francisco ha expresado de un modo especialmente claro y directo en sus primeras alocuciones: la mundanización. Este, el de la mundanización, es a mi juicio el mayor peligro y la mayor debilidad que tiene la defensa de la buena música litúrgica a día de hoy: la tentación de convertir la belleza de la música litúrgica de la Iglesia en un fin en sí mismo, en una cómoda delectación humana, paralela a la vida de fe y a su expresión litúrgica. Es decir, que la buena música en la liturgia no esté unida a ésta desde su misma raíz y haya nacido de su mismo impulso, sino que deba ser aceptada en su seno sólo después de trabajosos argumentos estéticos, históricos o incluso teológicos, que corren el riesgo de parecer las excusas del melómano que busca satisfacer sus sibaritismos estéticos en el marco de la celebración. 

La buena música de la Iglesia está hoy separada de la fe. El patrimonio musical  forjado por la Iglesia a través de los siglos y conservado en los archivos de parroquias y catedrales no recibe prácticamente ninguna atención por parte de los católicos, mientras que sí es objeto de aprecio,  cultivo y atento estudio por parte de personas distantes de la Iglesia cuando no abiertamente hostiles a ella. Hay excepciones, claro, pero pocas.

Por otra parte el canto gregoriano, con su enorme profundidad espiritual que crece según se va avanzando en su conocimiento, corre riesgo cierto de acabar desgajado del cuerpo vivo de la Iglesia, aislado en ámbitos meramente musicológicos, académicos  o meramente culturales. 

Casi puede decirse que hoy la intensidad de la vida cristiana es inversamente proporcional a la calidad de la música preferida. Sobre todo entre los católicos jóvenes, la fe parece vibrar mucho más entre los afectos a la liturgia pop que entre los amantes de la polifonía y el gregoriano. ¿A qué se debe esto? ¿Se equivocó el Concilio Vaticano II al poner a estos dos últimos géneros en primera línea de preferencia de cara a la nueva ordenación litúrgica que estaba por venir? Parece claro que no. 

En el postconcilio voces tan potentes en aquel momento como Karl Rahner y Herbert Vorgrimler lanzaron una impugnación a la música litúrgica tal y como la había cultivado la Iglesia en los últimos 1500 años. Para ellos, toda música artísticamente elaborada era un obstáculo para la participación de la asamblea y debía excluirse del uso cultual en la liturgia reformada. Esta opinión nunca apareció en el Magisterio y fue rechazada ya en 1974 por el entonces Joseph Ratzinger, pero acabó permeando amplísimas zonas del tejido eclesial. A partir de entonces las nuevas generaciones de católicos fueron -fuimos- creciendo en un ambiente musical que no dudo en calificar como insalubre, pero que la costumbre acabó por aceptar como lo normal, por ser lo único conocido. Cuando estos jóvenes católicos así educados pasaron a ser profesores, catequistas, párrocos o incluso obispos, transmitieron a las generaciones siguientes el único lenguaje musical que sus mayores les habían dado a conocer. De modo que los católicos perdieron su gran música católica, la que era la suya propia, que quedó sólo para músicos y melómanos. 

La gran música litúrgica, desprovista de su primaria dimensión espiritual, ha perdido su luminosidad y colorido por la escala de grises de una perspectiva meramente “musical”,  de deleite sensible. Por otra parte a los católicos se les ha arrebatado un poderosísimo vehículo para su crecimiento en la fe: tanto por el efecto benéfico que toda belleza y arte verdadero tiene sobre el espíritu del hombre como por la capacidad de la buena música sacra para intensificar la acción de la Palabra de Dios en el corazón de los que la escuchan, afilando más si cabe tal espada de doble filo.

Es impresionante el impulso espiritual del Papa Francisco. Sus primeras palabras han sido de una fuerza y una claridad sorprendentes, y están removiendo muchos corazones dentro y fuera de la Iglesia. Su advertencia contra el pegajoso aburguesamiento de la vida cristiana y su deseo de manifestar inequívocamente la centralidad de Cristo en la vida de la Iglesia difícilmente dejarán sitio para planteamientos de mediocridad espiritual en ningún ámbito. Tampoco en el de la promoción de la buena música litúrgica.