28.03.13

¿A cuál Cristo sigue Usted?

A las 2:48 AM, por Germán
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Existen los pesimistas, y son una legión incontable: observan a la Iglesia Católica y destacan los malos ejemplos que dan en la sociedad algunos de sus sacerdotes y de sus laicos. Y concluyen por emitir un diagnóstico negativo de la Iglesia actual. Olvidan que es mucho más difícil que uno solo se mantenga firme en las leyes de Dios que el ciento de mediocres que son absorbidos por el vicio; vivir fieles en el mundo actual tan cuajado de tentaciones es un heroísmo, y abundan estos héroes.

Lo grande y admirable es que haya personas que cumplan con la difícil invitación de Jesús: Si alguno quiere venir a Mí, y no deja a un lado a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos y aún a su propia persona no puede ser mi discípulo (Lc 14, 25-26). Parece una auténtica locura, una imposible utopía esta drástica invitación de Cristo, y, sin embargo, hay muchos miles de personas que la cumplen íntegramente, abandonando gustosamente las más exigentes apetencias de su personalidad.

Otra invitación, igualmente ardua, de Jesús se resume en una frase suya, fundamental para entenderle: Esfuércense por entrar por la puerta angosta, porque Yo les digo que muchos tratarán de entrar y no lo conseguirán (Lc 13, 24). Y hay millones de personas, en todos los continentes, que diariamente luchan con denuedo por afirmarse en este ideal.

Toda la filosofía personal de Jesús se resume en una frase suya, fundamental para entenderle: Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Tres exigencias costosas, hasta heroicas, y que muchos consideran imposibles para la generalidad de las personas. ¡Sí que es difícil ser discípulo auténtico de Jesús, ya que exige la renuncia permanente a actitudes, inclinaciones y sueños que parecen ser inseparables de la persona misma! No es raro, por lo tanto, que la mayoría se quede en camino de consecución del ideal propuesto por Jesús; el mismo Maestro ha señalado que el seguidor de Jesús será objeto de persecuciones (Mt 10, 23-25). Además, hay que aceptar las condiciones impuestas por el Padre celestial: Carguen con mi yugo y aprendan de Mí que soy paciente de corazón y humilde (Mt 12, 29).

Jesús no oculta ni disimula las exigencias humanamente duras de su ideal: habla de la necesaria y dolorosa renuncia, de inevitable ascesis y abandono de deleites, de persistente esfuerzo, de meditado sacrificio.

Otros muchos se glorían de seguir a Cristo, y a éstos podríamos preguntar: ¿sigue a Cristo?, ¿pero a qué Cristo?

Está el Cristo de Belén, delante de Él resulta fácil derramar lágrimas de ternura. Dando vida a nuestro sentimentalismo y hasta un poco de poesía.

Está el Cristo obrero de Nazaret, también éste, aunque no lo acabemos de comprender del todo, nos resulta un Cristo bastante aceptable, a pesar de sus treinta años oscuros.

Está el Cristo de los milagros, un Dios brillante que nos llena de orgullo y a quien nos da ganas de aplaudir. Tras la multiplicación de los panes se empeñan en hacerle Rey.

Está el Cristo que habla a las turbas, nos encanta, entusiasma hasta a sus enemigos que dijeron: Jamás alguno habló como Él. Está el Cristo que cura, un Cristo que nos llena de admiración por la bondad con que realizó sus curaciones milagrosas.

Está el Cristo que lanza inventivas contra la hipocresía de los fariseos, es fácil estar con Él, y nos enardecemos cuando expulsa a los injustos del Templo.

Está el Cristo del Tabor, transfigurado gloriosamente. También a nosotros nos hubiera gustado plantar allá las tiendas para no bajar ya nunca de esa montaña luminosa.

Y está el Cristo del Calvario, el Hombre de dolores. Isaías le retrata así: Tan desfigurado tenía el aspecto que no parecía hombre. Ni su apariencia era humana. ¿Estás dispuesto a ser crucificado con Él? ¿A seguirlo también por la cuesta del Calvario?

En el atardecer de nuestras vidas, no habrá para nosotros mayor alegría que la de poder decir: sí, también yo estaba con ese Hombre, he estado siempre con Él. Lo seguí desde el principio, en Belén y en Getsemaní, en el Tabor y en el Calvario, sí conozco a ese hombre de quien hablan, y también Él, entonces me reconocerá.

A la hora de la multiplicación del pan, eran muchos, los miles que seguían a Jesús. En el Calvario, sus seguidores y abiertamente simpatizantes, se podían contar con los dedos de las manos, porque así se busca a Cristo, siempre por los caminos fáciles, en demanda del consuelo que necesitamos, pero cuando Él necesita un amigo que le consuele fácilmente se repite la escena de negación del aturdido Apóstol Pedro que de su mismo íntimo Maestro se atreve a decir: Jamás conocí a ese hombre, cuando había vivido en su intimidad nada menos que tres años.