28.03.13

 

Una de las cosas que, como cristiano, siempre me ha llamado mucho la atención es que que la Revelación de Dios, por más que la conozcamos o por más que la hayamos oído predicada en boca de sus ministros, siempre es una novedad para el alma. Es decir, el fiel que vive en comunión con el Señor nunca debe cansarse de oír el mensaje del evangelio y las doctrinas que marcan el camino de la salvación. La Escritura no pierde un ápice de interés por mucho que la hayamos leído mil veces. Y las buenas homilías son alimento para el alma aunque se prediquen, con ligeras variaciones, vez tras vez. De la misma manera que nunca ponemos reparos a comer los alimentos que consideramos más sabrosos, tampoco nos incomoda lo más mínimo nutrir nuestro espíritu con buenas predicaciones.

La llegada de un nuevo Papa tiene como consecuencia inevitable el que todo el mundo esté pendiente de cuáles son los primeros mensajes que da al pueblo de Dios y al mundo. Sin necesidad de caer en comparaciones estériles y estúpidas con sus antecesores, se puede apreciar en el nuevo Pontífice las características personales que el Señor va a usar para enriquecer y fortalecer a su pueblo. Por tanto, empezamos a saborear el plato de la sana doctrina católica según nos la prepara el papa Francisco. Los ingredientes son los mismos que la Iglesia ha usado en sus veinte siglos de existencia, pero él le da un toque personal a la cocción y la fritura que, sin la menor duda, gustará a unos y no agradará tanto a otros.

Ya he señalado con anterioridad algunos hitos que indican que este Papa tiene una querencia indudable hacia doctrinas católicas que no han gozado precisamente de gran fama en la predicación de la Iglesia en las últimas décadas. No que hayan estado ausentes -al menos en el magisterio pontificio-, pero sí poco presentes.

En la homilía de la Misa Crismal celebrada hoy, el Santo Padre nos ha dado una lección magistral sobre el sacramento del sacerdocio y la unción que le acompaña. Partiendo del sacerdocio levítico, que sin duda era preparatorio al sacerdocio en el Nuevo Pacto, ha explicado la relación entre los símbolos instituidos por Dios y las realidades a las que apuntan. Todo ministerio sacerdotal tiene como único fin servir a Dios mediante el servicio a su pueblo. Por tanto, no es un ministerio encerrado en sí mismo, sino que ha de abrirse a la realidad cotidiana de los hijos de Dios. Y ello ha de hacerse sin desacralizar la acción sacerdotal y el culto divino. Por eso el Papa ha señalado que “de la belleza de lo litúrgico, que no es puro adorno y gusto por los trapos, sino presencia de la gloria de nuestro Dios resplandeciente en su pueblo vivo y consolado, pasamos a fijarnos en la acción“. No hay contradicción entre una liturgia rica y la acción pastoral que la acompaña.

El Papa ha lanzado un mensaje claro. A buen entendedor, pocas palabras bastan:

El Señor lo dirá claramente: su unción es para los pobres, para los cautivos, para los enfermos, para los que están tristes y solos. La unción no es para perfumarnos a nosotros mismos, ni mucho menos para que la guardemos en un frasco, ya que se pondría rancio el aceite… y amargo el corazón.

Está muy claro. Lo que el Señor nos da es para ser compartido. Cristo mismo vino a darse a sí mismo para que todos tuviéramos vida en Él. El cristianismo no puede encerrarse en una cajita de plata. Es aroma que debe perfumar el mundo entero, para llevar el olor fragante de la salvación a todos los rincones del planeta. Y en cuanto que el mensaje que transmitimos es salvador, necesariamente ha de ser alegre, aun en medio de circunstancias difíciles. No se trata de una alegría ociosa, sino de la que nace de la comprensión de que Dios nos ama y nos quiere a su lado.

El Papa exhorta a los sacerdotes a predicar un evangelio que sea “útil” a la gente:

Nuestra gente agradece el evangelio predicado con unción, agradece cuando el evangelio que predicamos llega a su vida cotidiana, cuando baja como el óleo de Aarón hasta los bordes de la realidad, cuando ilumina las situaciones límites, «las periferias» donde el pueblo fiel está más expuesto a la invasión de los que quieren saquear su fe.

Las elucubraciones y discusiones teológicas tienen su papel dentro de la Iglesia. Iluminadas por el magisterio, ayudan a dar más consistencia apologética al corpus doctrinal que configura el depósito de la fe. Pero lo que el pueblo llano necesita es una predicación y una acción sacerdotal dirigida a iluminar el día a día de su peregrinación por esta vida. Necesitamos buenos predicadores, buenos confesores y buenos samaritanos que no dejen tirado en el suelo al pobre, el enfermo, la viuda, el huérfano, el anciano y a los pecadores, que son los más pobres y necesitados de este mundo. Cristo vino sobre todo como Pastor para buscarlos. Las ovejas que son bien alimentadas por su pastor tienen menos tentaciones en salir en búsqueda de otros pastos.

A diferencia del error protestante, que ningunea prácticamente toda mediación humana que vaya más allá de la mera predicación oral del evangelio, el Papa señala el papel fundamental mediador de los sacerdotes ordenados:

Cuando estamos en esta relación con Dios y con su Pueblo, y la gracia pasa a través de nosotros, somos sacerdotes, mediadores entre Dios y los hombres.

La imagen es preciosa. La gracia de Dios pasa a través del sacerdote para llegar a su pueblo. No es que Dios no pueda obrar sin la mediación sacerdotal. Más bien es que el Señor ha querido que su Iglesia se configure de esa manera, para fortalecer la comunión entre unos y otros. Como dicel el Vaticano II, en esa obra grandiosa de glorificación de Dios y salvación de los hombres, “Cristo asocia siempre consigo a su amadísima esposa la Iglesia” (Sacrosanctum Concilium 7) El igualitarismo que aboga por una desaparición de las diferencias entre el sacerdocio común de todos los bautizados y el sacerdocio ordenado va en contra de la voluntad de Dios y, por tanto, ha de ser desechado. Y el elitismo que aboga por una separación tal entre los ordenados y el resto del pueblo de Dios, de forma que aquellos parezcan una casta superior y casi inaccesible a los fieles, acaba por producir un quebranto en la comunión eclesial.

A mayor abundamiento, el Santo Padre ha advertido contra los que toman su ministerio sacerdotal como una especie de trabajo humano mediante el cual ganarse la vida:

El sacerdote que sale poco de sí, que unge poco – no digo «nada» porque nuestra gente nos roba la unción, gracias a Dios – se pierde lo mejor de nuestro pueblo, eso que es capaz de activar lo más hondo de su corazón presbiteral. El que no sale de sí, en vez de mediador, se va convirtiendo poco a poco en intermediario, en gestor. Todos conocemos la diferencia: el intermediario y el gestor «ya tienen su paga», y puesto que no ponen en juego la propia piel ni el corazón, tampoco reciben un agradecimiento afectuoso que nace del corazón.

Fíjense ustedes en la calidad de las palabras del papa Francisco. Dice que incluso de los malos sacerdotes el pueblo “roba” la unción que Dios les ha dado. No hay donatismo que valga. Si Dios fue capaz de hacer que un Sumo sacerdote tan vil como Caifás profetizara la muerte redentora de Cristo, podrá obrar por medio de sacerdotes que no ejercen fielmente su ministerio. Ahora bien, cuánto mejor no sería que todos nuestros ministros se dejaran “activar", como dice el Papa, su corazón presbiteral.

Magistral han sido estas palabras del Papa Francisco:

De aquí proviene precisamente la insatisfacción de algunos, que terminan tristes y convertidos en una especie de coleccionistas de antigüedades o bien de novedades, en vez de ser pastores con «olor a oveja», pastores en medio de su rebaño, y pescadores de hombres.

Estas palabras del Obispo de Roma no debieran interpretarse tanto como una regañina a los sacerdotes -aunque al que le caiga el saco que se lo ponga- sino como una exhortación a dejarse usar como santos instrumentos en manos de Dios para servir a su rebaño. El pastor que anda entre sus ovejas huele a oveja. El que se limita a mirarlas desde lo alto de la colina, sin bajar a la hierba, sin curar a la herida, sin impedir que coman lo que no deben, no cumple bien su misión.

Para quienes somos conscientes de que uno de los principales males que sufre la Iglesia hoy en día es la extensión del mal pelagiano, incluso entre quienes son fieles de buen corazón, es muy importante que el Papa haya arremetido contra esa herejía:

No es precisamente en autoexperiencias ni en introspecciones reiteradas que vamos a encontrar al Señor: los cursos de autoayuda en la vida pueden ser útiles, pero vivir pasando de un curso a otro, de método en método, lleva a hacernos pelagianos, a minimizar el poder de la gracia que se activa y crece en la medida en que salimos con fe a darnos y a dar el Evangelio a los demás; a dar la poca unción que tengamos a los que no tienen nada de nada.

Sin gracia, nada somos. El voluntarismo pelagiano es fuente de desgracias, de fracasos existenciales y de dolor. Ahora bien, esa gracia no se queda en nosotros. Más bien nos transforma para ser agentes suyos y llevarla a los demás. Solo así se cumple la voluntad de Dios. Derrama su gracia sobre nosotros para que seamos fuentes de agua viva y así otros puedan saciar su sed y volver los ojos al Señor.

Como seglar, quiero obedecer a lo que el Santo Padre nos ha pedido:

Queridos fieles, acompañad a vuestros sacerdotes con el afecto y la oración, para que sean siempre Pastores según el corazón de Dios.

Si los fieles rezáramos más y “mejor” por nuestros sacerdotes, cuánto bien recibirían ellos y, por ellos, el resto de la Iglesia. Y no basta con rezar. Debemos mostrarles afecto. Es decir, que se sientan queridos, amados y respetados por nosotros. Así lo pide el Papa. Así lo quiere Dios. Así debe ser.

Luis Fernando Pérez Bustamante